sábado, marzo 03, 2007

Alvaro Delgado Gal, La palabra devaluada

domingo 4 de marzo de 2007
La palabra devaluada
Por Álvaro Delgado Gal
Francia no es España. Los quesos son distintos, los vinos son distintos, y los enamorados no se dicen «cariño» sino «mi pequeña col» y otras lindezas por el estilo. ¿Son ellos mejores que nosotros? La pregunta carece de sentido. Se trata del tipo de pregunta para la que no existe una respuesta que no sea estrictamente personal. Esto sentado, he de añadir que estoy asistiendo a la campaña electoral de nuestros vecinos con un sentimiento franco de envidia.
Reparen en el curso que han seguido las presidenciales desde hace unos meses. Ségol_ne Royal, por encima de Sarkozy en las encuestas después de su designación como candidata socialista, ha reculado hasta situarse varios puntos por debajo, y sólo ahora torna a repuntar y amaga algo así como un empate. No sabemos en absoluto lo que acabará ocurriendo. Y tampoco existen garantías de que el buen pueblo no termine por elegir a un imbécil. La noción de que el pueblo no se equivoca nunca, es una superstición ridícula, heredada de una teología política anterior a la propia democracia. Lo único que me interesa destacar, es que el retroceso provisional de Ségol_ne es imputable en gran medida a los errores que ha cometido a lo largo de la campaña. Errores conceptuales, o si se prefiere, incoherencias o distracciones operadas al hilo de debates con personas que sabían lo que valía un peine y se demoraban en discutir con precisión asuntos percibidos como interesantes por la mayor parte de los ciudadanos.
Esto no habría podido suceder en ausencia de un gran escenario, de un tinglado sito en mitad del ágora democrática. En la sociedad contemporánea, esos escenarios son los diarios, la radio y la televisión. Pero la televisión -por hablar del medio más popular- no cumplirá el papel que le corresponde si no ha cultivado antes una tradición sólida de debate e intercambio de puntos de vista. Y las tradiciones no se improvisan. De poco servirá aumentar la cuota de información o análisis político en vísperas de una cita importante cuando la gente asocia, de modo mecánico, la caja tonta con los programas basura o las teleseries.
En lo último estamos los españoles. La penetración de los diarios es insuficiente, la radio es superficial, y la televisión, deleznable. La resulta, es que la democracia se ha brutalizado. Los partidos no sólo piensan en ganar, que es un instinto inherente a su propia constitución, sino que quieren ganar a pelo, o sea, sin aportar razones. El síndrome ha ido a más de modo paulatino. En la última campaña, Rajoy cometió el dislate de eludir una confrontación televisada con Zapatero. ¿En qué residió la causa de ese error, admitido como tal por el propio Rajoy? En una interpretación perversa de su papel como candidato. El popular se condujo, más que como un líder, como un asesor electoral de sí mismo. La idea entre los expertos demoscópicos del partido era que al PP le va tanto mejor, cuanto menos gente acude a las urnas. Consecuentemente, se optó por la invisibilidad. Nadie recuerda, en este instante, qué proponía Rajoy. Y nadie, lo que pregonó Zapatero, quitando la urgencia de irse de Irak.
Esto no es bueno. Es evidente que se necesita una opinión pública organizada para que la información fluya de arriba abajo. La cuestión, sin embargo, no concluye aquí. Más decisiva aún que la información en rama, es la estructura del discurso político. El contraste prolongado de posiciones es el mejor remedio que hasta la fecha se ha inventado contra la demagogia. El demagogo quiere una plaza atestada de gente. Pero rehuye el argumento, que es por definición de ida y vuelta, y que le expone siempre a tener que revisar los automatismos elementales en que se apoyan sus técnicas de seducción. Oprimido por la obligación de argumentar, el demagogo se ahoga, lo mismo que ciertos organismos anaerobios cuando salen a la luz del sol. En ausencia de debate, por lo contrario, se afincan la consigna, la posición sectaria, y el retruécano vacío. Al cabo, cuenta sólo con quién estás, no lo que piensas. Y la vida pública entra en una fase de barbarie.
Líneas arriba, he criticado a Rajoy. Pero Rajoy no es el máximo responsable de lo que nos está sucediendo a los españoles. Alarma más que el presidente del Gobierno, incapaz de empalmar tres silogismos bien hilados cuando comparece ante el respetable durante más de un minuto, se subrogue en sus subordinados en los momentos críticos -el último, la excarcelación de De Juana-, o desenfoque y confunda con cohetería verbal proyectos vitales para el futuro de todos. Nos enfrentamos, por volver a lo anterior, a los efectos devastadores que en una democracia produce la falta de un debate político serio. Como no hay debate, no hay reglas. Y como no hay reglas, hay impunidad. La palabra se devalúa, y a nadie se le piden cuentas de lo que ha dicho o, imperdonablemente, ha dejado de decir. No es infrecuente que en este ambiente de ingravidez, de consentida tontería, se fragüen enormes disparates, misteriosos para las generaciones que llegan más tarde.

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