lunes, marzo 05, 2007

Alberto Sotillo, La mentira nunca gana

lunes 5 de marzo de 2007
La mentira nunca gana
Por Alberto Sotillo
Amenudo el político juega con la ilusión, la quimera y las fantásticas promesas. Nadie se escandaliza por las licencias disparatadas que suelen darse en campaña electoral o en el fragor parlamentario. Asunto diferente es cuando se instala en la mentira permanente que, como cualquier político responsable sabe, es un cáncer que termina destruyendo al Estado. La URSS fue el más claro ejemplo de Estado instalado en la mentira que acabó desmoronándose sin remedio. Sus dirigentes inventaban cada día un embuste para justificar el del día anterior. Su Prensa era un universo virtual. Y su historia oficial, un puro enredo paranoico.
En EE.UU. se puede discutir si alguien engañó deliberadamente con las armas de destrucción masiva en Irak. Lo cierto es que, cuando se indagó en su existencia, nadie se sintió en la obligación de mentir para respaldar lo que hasta entonces había sido la doctrina oficial del partido en el poder. Republicanos, demócratas, la CIA, el Pentágono, especialistas y periodistas constataron que las armas no aparecían. Y en ningún momento inventaron enredos. Ni marujearon con el explosivo, ni jugaron con el testimonio de facinerosos. Ni se le ocurrió embarullar con la mentira, ni se les pasó por la imaginación enredar a cuenta de que los atentados del 11-S fuesen una conspiración judía como cuentan las teorías más paranoicas. El universo soviético no habría dudado en inventar una realidad paralela y difundirla con sus medios afines. Pero un Estado que aspira a pervivir con dignidad no consiente esa irresponsabilidad. Tal vez por ese motivo la URSS cayó ignominiosamente, en tanto que EE.UU. conserva intacta su fortaleza. La mentira corroe al Estado. Y ningún político estadounidense osa mentir ni contratar a mentirosos profesionales para enfollonar o justificar su fracaso en Irak. Intuyen que ese sería su final. Ningún partido que aspire a rehacer un Estado maltrecho debería coquetear con mentirosos. Porque el embuste, con tal de justificarse, acaba siendo suicida. Y todos los embusteros terminan siendo víctimas de su paranoia autoinducida.

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