lunes, agosto 20, 2007

Manuel de Prada, Legitimas aspiraciones

lunes 20 de agosto de 2007
Legítimas aspiraciones

JUAN MANUEL DE PRADA
ENTRE los dones más preciosos que la vida me ha deparado se cuenta la amistad de Rosa Díez, quizá la persona más ferozmente humana de cuantas conozco, aquella en la que la mezcla de inteligencia y pasión brinda una aleación más hermosa. Inquisitiva, ardorosa defensora de las ideas en las que cree, Rosa Díez me ha reprochado en más de una ocasión que no arremeta en mis artículos contra ciertos pronunciamientos de algunos obispos vascos, en los que antes se vislumbra al miembro de una bandería política que al sucesor de los Apóstoles. Rosa Díez piensa que mi silencio se debe a que, como católico, no deseo hacer el caldo gordo a los enemigos de la Iglesia. No negaré que en ciertas ocasiones he callado ante actitudes de las jerarquías eclesiásticas que me desconciertan o exasperan; pero la razón de mi silencio era precisamente ese desconcierto o exasperación, que me impedía enjuiciar ecuánimemente tales actitudes.
He reflexionado mucho sobre las calamidades que corrompen a la Iglesia de nuestro tiempo. Creo que la principal consiste en establecer compartimentos en la realidad, considerando que existe una realidad mundana y una realidad sobrenatural, y que cada una de ellas requiere soluciones distintas. Se trata, en realidad, de un efecto destructivo de esa misma «secularización» que la Iglesia condena. En las últimas décadas, esta división de la realidad ha diezmado a muchas órdenes y congregaciones religiosas, que pensaron que en su acción pastoral y misionera la realización de la justicia social era previa a la evangelización (¡como si se tratase de cosas distintas!). Tal calamidad ha calado hondo tanto en los seglares católicos como en el clero; y, por supuesto, de ella no se han librado las jerarquías eclesiásticas: de hecho, las divisiones que con frecuencia las agitan tienen siempre su raíz en la diferente perspectiva desde la que analizan la «realidad mundana». Han olvidado que la única perspectiva válida para enjuiciar la realidad es el Evangelio de Jesús: y así, por ejemplo, pueden llegar a amparar que desde sus medios de comunicación se propaguen visiones del mundo nada cristianas, siempre que tales visiones sirvan para combatir tales o cuales problemas mundanos; o bien pueden llegar a considerar, como acaba de hacer monseñor Uriarte, que una banda de criminales posee «legítimas aspiraciones», como si una aspiración que se realiza violando gravemente la ley de Dios pudiera considerarse legítima. Ante semejante dislate, Rosa Díez escribía airada que la jerarquía de la Iglesia vasca «ha perdido hasta la piedad». No secundo tan abusiva generalización; pero creo que expresiones como la que utilizó el obispo de San Sebastián en su homilía de la Asunción no son las de un pastor, sino las de un político. A un pastor sólo le corresponde exhortar a un criminal a que deje de pecar gravemente; y a las víctimas que han sufrido sus crímenes debe confortarlas, para después solicitarles que sean misericordiosas y perdonen a quienes les han causado tanto daño. Pero en modo alguno el «amor a los enemigos» que predicó Jesús en el Sermón de la Montaña puede amparar las aspiraciones de los criminales.
Durante siglos, el País Vasco fue el más formidable vivero de catolicismo. Si la luz de la Verdad ha llegado hasta los parajes más extraviados del atlas ha sido, en buena medida, gracias a vascos convencidos de su misión; ningún otro pueblo se ha brindado tan generosamente, tan aguerridamente, a la epopeya de la evangelización. Pero hubo un tiempo en que los vascos pensaron que podrían compaginar una religión para el ámbito sobrenatural con otra religión para el ámbito mundano: así fue tomando brío el nacionalismo, que a la postre sólo ha servido para agostar el venero de honda religiosidad que los vascos habían cultivado durante siglos. Esta «división de la realidad» en dos planos, tan incompatible con la visión cristiana, se ha enquistado en gran parte del clero vasco, también entre sus jerarquías. Pero la calamidad de la que vengo hablando no es nueva, ni propia de nuestra época: también entre los Doce hubo uno que pensó que la misión sobrenatural de Jesús era disociable de su misión terrenal. Las tres o cuatro lectoras que todavía me soportan conocen bien su nombre.
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