miércoles, agosto 01, 2007

Ignacio Camacho, Pisarse la mangera

miercoles 1 de agosto de 2007
Pisarse la manguera

POR IGNACIO CAMACHO
ENTRE el apagón de Barcelona y los incendios de Canarias, la caprichosa aleatoriedad de la emergencia va a tener a Zapatero en vilo, de acá para allá, durante el previsto comienzo de sus vacaciones. Si el black-out catalán merecía una visita presidencial apaciguadora del victimismo nacionalista, la magnitud de las llamas del archipiélago exige una respuesta igualitaria. Cuidar el viñedo electoral es tarea ingente en la que no conviene permitirse distracciones que induzcan a concluir la existencia de una geografía de la desgracia asimétrica como el federalismo maragalliano, en cuyo magma de confusión arden dispersas las competencias que convierten cada fuego forestal en un caos, en un carajal de gente que va y viene azacaneando al buen tuntún, sin organización, sin mando unificado, sin método, sin un procedimiento reglado ni un orden preciso. A la buena de Dios, a la voluntad bienintencionada o negligente de cada cuál, como un molde simbólico de la barahúnda en que ha cuajado el Estado de las Autonomías, trufado de organismos superpuestos que se pisan unos a otros, literalmente, la manguera de socorro.
No es cuestión de buscar, sistemáticamente, la espalda del Gobierno para descargar el fardo de responsabilidad de cada accidente o cada desgracia, un hábito muy propio de la sociedad de la queja, acostumbrada a hallar culpables sobre los que liberar la contrariedad ante el infortunio. De lo que se trata es de hallar soluciones, de analizar conflictos, de extraer de las catástrofes un diagnóstico aplicable a la prevención del futuro. Y lo que queda cada vez más claro es que el modelo de dispersión administrativa ha propiciado una faramalla de competencias que, lejos de beneficiar al ciudadano, lo desprotegen frente a un desordenado damero de piezas desparramadas que se mueven en un embrollo endiablado de tareas mal repartidas. Sólo el Ejército, en el que Zapatero parece haber descubierto la única panacea de operatividad posible, ofrece un marco de actuación eficaz, competente y homogénea. Pero no se puede militarizar la Administración de un Estado centrifugado hasta el paroxismo.
Los incendios del monte retratan esta maraña de enredos con una luminosa y desoladora claridad. Autonomías, diputaciones, ayuntamientos, cabildos, organismos forales, consejos insulares, se reparten la gestión de actuaciones en un vértigo de zozobras descoordinadas, sin que exista una sola instancia capaz de jerarquizar o concertar ese fenomenal embrollo con una mínima garantía de eficiencia. El fuego, metáfora nítida de la destrucción, levanta su amenaza frente a un Estado en quiebra, fragmentado por su propia debilidad interior que carcome sus posibilidades de resistencia. Pero la clase dirigente, lejos de proveer soluciones que fortalezcan la respuesta ante los desafíos, se acomoda en la confusión a sabiendas de que, a fin de cuentas, encuentra en ella la pragmática escapatoria de los torpes, de los adocenados y de los burócratas: siempre es posible delegar la responsabilidad en la ventanilla de al lado.

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