jueves 30 de agosto de 2007
Francia
Sarkozy no cambiará nada
Sarkozy sí conoce a Adam Smith y Friedrich Hayek, que era uno de los héroes intelectuales de Margaret Thatcher. Sin embargo, ha dicho: "No me levanto cada mañana preguntándome qué habrían hecho Hayek o Adam Smith". Eso es, desafortunadamente, obvio.
George Will
Se dice que las bibliotecas francesas archivan las constituciones de su nación –ha habido más de una docena desde 1789; la actual es una relativamente antigua de 49 años– en la sección de publicaciones periódicas. Ahora Nicolas Sarkozy, el nuevo presidente de Francia, ha creado una comisión de reforma constitucional. La comisión incluye a Jack Lang que, en calidad de ministro de cultura en 1983 bajo el presidente François Mitterrand, celebró una conferencia sublimemente frívola sobre la (presunta) crisis económica mundial, en la que participaron Sofía Loren, Susan Sontag, Norman Mailer y otros similares.
¿Es Sarkozy un hombre serio? Algunos conservadores norteamericanos lo consideran un espíritu afín y creen ver en su elección un presagio esperanzador de su próximo renacimiento: sucedió a un presidente intensamente impopular de su propio partido, Jacques Chirac, al final de su segundo mandato prometiendo reformas dramáticas. Quizá.
Pero Guy Sorman, un escritor conservador que conoce a Sarkozy en política y también, según dice, como amigo durante 30 años, está seguro de que al igual que la mayor parte de los políticos, el presidente no es un hombre de cultura o ideas, pero que al contrario que la mayor parte de los políticos franceses "él no simula serlo". Es, dice Sorman, un "keynesiano" –alguien que cree en utilizar al Gobierno para regular la economía a través de la gestión de la demanda– "que no sabe quién fue Keynes".
Sarkozy sí conoce a Adam Smith y Friedrich Hayek, que era uno de los héroes intelectuales de Margaret Thatcher. Sin embargo, ha dicho: "No me levanto cada mañana preguntándome qué habrían hecho Hayek o Adam Smith". Eso es, desafortunadamente, obvio. Surtidor de fórmulas sospechosamente opacas (aboga por "el liberalismo regulado" y "la globalización humana"), Sarkozy se siente complacido de que "la palabra 'protección' haya dejado de ser tabú" (¿lo fue alguna vez en Francia?). Está comprometido a prolongar las protecciones al sector francés más mimado, el agrícola. Al pedir una "política industrial genuina europea", pregunta: "La competición como ideología, como dogma, ¿qué ha hecho por Europa?" Lo que es peor, quiere reducir la independencia –léase politizar– de la única institución que puede salvar a Francia de sí misma, el Banco Central Europeo, que puede contener las ruinosas preferencias de Francia por políticas monetarias laxas e inflación como una manera de no reconocer su deuda en cámara lenta.
En su libro Testimonio, Sarkozy observa que hace 30 años Gran Bretaña tenía un PIB un 25% inferior al de Francia. Ahora Gran Bretaña se encuentra un 10% por encima. ¿Qué sucedió? Margaret Thatcher. Pero aunque Sarkozy hace votos de "ruptura" con el pasado, no es lo bastante atrevido como para manifestar una afinidad con ella y desafiar en serio el consenso que está en la raíz de la esclerosis social de Francia: tanto derecha como izquierda rechazan el liberalismo económico, la izquierda a causa del socialismo que lo gobierna, la derecha por considerar el estatismo como un prerrequisito de la grandeza nacional.
La tasa de paro de Francia no ha bajado del 8% en 25 años, no desde 1982, cuando François Mitterrand hizo sin querer lo que Thatcher hizo a propósito: matar el socialismo. Elegido en 1981 prometiendo "la ruptura con el capitalismo", Mitterrand mantuvo la promesa despiadadamente. Tuvo el programa de nacionalizaciones más arrollador propuesto nunca para una economía libre; incrementó las pensiones, las ayudas familiares, las ayudas a la vivienda y el salario mínimo. El franco se devaluó en tres ocasiones y pronto se vio forzado a adoptar "un rigor socialista" (austeridad).
El izquierdismo francés es absolutamente reaccionario. Empleando una palabra de connotaciones semi-sagradas en Francia, los socialistas afirman ser "la resistencia". No están a favor de nada; están en contra de renunciar a cualquiera de los regalos que el Estado concede actualmente. Hacen frente a tres amenazas. Una es el "neoliberalismo", es decir, la posibilidad de que los mercados suplanten al Estado como principal distribuidor de riqueza y oportunidades. La segunda es la americanización de la cultura a través de las importaciones del ocio americano (véase la tercera). La tercera es la globalización (ver la primera y la segunda).
En mayo, en unas elecciones con la mayor participación desde 1981 (el 85%), la contrincante socialista de Sarkozy, Ségolène Royal, princesa de las vaguedades, logró el 47% de los votos por, esencialmente, "resistencia". Llamativamente, derrotó a Sarkozy entre los votantes de entre 18 y 59 años, la población trabajadora. No es buen presagio de cara a la reforma que el actual presidente ganara obteniendo enormes mayorías entre los más dependientes del Estado del bienestar: el 61% entre quienes tienen entre 60 a 69 años y el 68% entre los que ya han cumplido más de 70.
Uno de cada cuatro empleados franceses trabaja en el sector público, que devora el 54% del PIB (el porcentaje norteamericano ronda el 34%). El hecho de que el PIB de Francia y la producción por hora de trabajo lleven 15 años en declive en relación a los de Gran Bretaña y Estados Unidos está seguramente relacionado con el hecho de que el 60% de los franceses reaccionan positivamente a la palabra "burócrata". Los conservadores americanos deberían buscar buenos augurios en otra parte.
© Washington Post Writers Group
miércoles, agosto 29, 2007
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