lunes, junio 04, 2007

Manuel de Prada, Paris Hilton

lunes 4 de junio de 2007
Paris Hilton

Una amiga me propuso durante mi última estancia en Los Ángeles que fuéramos a cenar a Mr. Chow, un restaurante chino supuestamente chic frecuentado por estrellas, estrellitas y asteroides de Hollywood. La comida china me provoca urticaria, casi tanta como los restaurantes caros, pero accedí para que mi amiga no me tomase por un tacañazo. No llevábamos ni media hora en el restaurante (que, por supuesto, resultó más hortera que chic), compartiendo unos entrantes de aspecto sospechosísimo, cuando de súbito mi amiga exclamó alborozada: «¡Es Paris!». Supuse que no se refería al raptor de Helena. Era ella, en efecto. Llevaba un vestidito amarillo plátano, muy vaporoso y de talle alto, a juego con el pañuelo que usaba a guisa de diadema, y calzaba unos zapatos blancos de novia traspapelada que parecían quedarle un poco grandes, como si el día que se los probó en la zapatería hubiese llevado calcetines. Llevaba las piernas y los hombros desnudos, para lucir bronceado de Malibú (o tal vez de rayos infrarrojos); reparé en sus rodillas y en sus clavículas, que eran irresistiblemente huesudas, irresistiblemente comestibles. Pero lo que me trastornó por completo fueron sus gafas de sol, incongruentes a aquella hora de la noche, unas gafas de montura blanca, con lentes del tamaño de pantallas de televisor, que se quitó con una muy estudiada parsimonia, mientras el encargado del restaurante le rendía pleitesía. Paris Hilton tiene algo de Tippi Hedren (el cabello oxigenado, la sonrisa pavisosa y un poco gélida, encubridora sin embargo de una rara libidinosidad) y algo de Twiggy (esa delgadez que uno no sabe si calificar de anoréxica o grácil); y, si no sonase a blasfemia invocar el fantasma de Audrey Hepburn, podríamos afirmar que resultaría pintiparada para interpretar a Holly Golightly en un remake petardo de Desayuno con diamantes. La acompañaba un séquito de tías tontísimas que se reían sin venir a cuento, como muñecas de un ventrílocuo epiléptico; y Paris reía con ellas, llevándose las manos al vientre, como si le hiciese cosquillas el elástico de las bragas. Cuando atravesó el restaurante, me fijé en sus andares, que eran de una garbosa patosería (si la contradicción es admisible), muy distinguidos y muy vulgares a un tiempo, como de princesa alpistadilla o modelo de pasarela que tratase de caminar con tacones sobre la arena de una playa. Por supuesto, no me recaté de hacerle un cacheo visual al estilo mediterráneo; y Paris Hilton advirtió mi escrutinio, dedicándome un mohín entre despectivo y pizpireto. Tiene una mirada extrañísima, como de tía flipada o bisoja, a la vez arrogante y somnolienta, lúbrica e ingenua, que parece emanada de una fantasía opiácea de Sacher-Masoch. Todos cultivamos algún friquismo impronunciable, de tan ridículo o desquiciado: hay quienes coleccionan durante toda su vida chapas de botellines de refrescos; y hay quienes bajo una fachada circunspecta esconden un karaoke en casa y lloran de felicidad mientras desafinan con las canciones de Nino Bravo. Mi friquismo particular consiste, desde hace algún tiempo, en leer todo lo que se publica sobre Paris Hilton, en consultar diariamente los blogs que se hacen eco de sus inefables gansadas: que si un día pierde su teléfono móvil, que si otro día le roban una grabación de porno casero, que si al día siguiente anuncia su propósito de mantenerse casta durante un año, que si se hace pis en un taxi, que si aprende kárate para defenderse de los ataques de otras reclusas mientras dura su estancia en la cárcel por conducción temeraria, que si declara que no fuma marihuana porque provoca celulitis, que si luego enseña el culo mientras baila en una discoteca y descubrimos que tiene celulitis… El asombroso mundo de Paris Hilton siempre me proporciona una revelación estupefaciente, superferolítica, turulata o cataclísmica que provoca burbujeantes cortocircuitos en mis conexiones neuronales. Paris Hilton es el icono de nuestra época delirante. Confesaré que, aparte de tenerme subyugado con sus aventuras, aquella noche Paris Hilton me pareció la mujer más guapa –con esa belleza a la vez mórbida y viciosa que sólo un friqui redomado puede degustar plenamente– del orbe terráqueo. No volví a verla (quizá abandonó el restaurante por la puerta trasera, para evitar que los paparazzi la retratasen cocidilla), pero de vez en cuando, entre el estrépito ambiental, llegaba hasta mis oídos el rumor de su risa descacharrada y megapija. Yo, cada vez que la oía reír, sentía mariposas revoloteando en el estómago. Mi amiga ya estaba para entonces un pelín mosqueada; y los entrantes sospechosísimos se pudrían de asco en el plato.

No hay comentarios: