sabado 3 de marzo de 2007
PANORÁMICAS
Las tempestades de acero de Eastwood
Por Santiago Navajas
Sólo tras el estreno de Cartas desde Iwo Jima ha sido posible comprender cabalmente el esfuerzo cinematográfico de Clint Eastwood por reconstruir un mundo en guerra desde su conservadurismo clásico y su fervoroso individualismo. Podremos estar más o menos de acuerdo con su ideología, discutiremos con mayor o menor énfasis ciertos estereotipos del cine de masas en los que últimamente incurre, pero lo que nunca podremos negarle es la fuerza de su visión moral.
Escribe François Bégaudeau en Cahiers du Cinema que Cartas desde Iwo Jima es un retrato de la guerra como algo "definitivamente indefendible". Si fuera esto, sólo esto: un prejuicio consensuado y en el borde de la banalidad, a lo que se hubiera reducido el director americano, tendríamos motivos para la preocupación. Lo que a Bégaudeau satisface tanto, a Álvaro Martín le producía indignación, en estas mismas páginas, por la defectuosa estructura de Banderas de nuestros padres y el antibelicismo buenista de ésta, que vendría a poner en cuestión la justificación de la entrada de los EEUU en la guerra contra el Eje.
Si tuviera razón, podríamos compartir la sospecha de Santiago Segurola, en El País, respecto a la comodidad en que se habría instalado Eastwood desde Million Dollar Baby, realizando películas "correctamente incorrectas". El caso es que ambos aciertan, pero con muchos matices. Veámoslos.
El díptico sobre la guerra ha cambiado de campo pero no de perspectiva. Y es que tanto Banderas… como Cartas… son películas cortadas por un patrón reconocible. No es la originalidad lo que parece perseguir Eastwood, sino más bien la contundencia moral de un mensaje que no huye de la propaganda. Y dice lo importante oblicuamente, de puntillas.
La batalla entre norteamericanos y japoneses por Iwo Jima, una islita desértica y maloliente estratégicamente situada para advertir de los ataques de EEUU, se convierte en paradigma del acontecimiento no humano, total y tecnológico que fue la II Guerra Mundial. Si hasta entonces las guerras habían tenido una dimensión a la medida humana y eran interpretadas como aventuras viriles en las que probarse a uno mismo, ahora las fuerzas titánicas del Estado y la Máquina reducían al hombre a mero guiñapo. Y la obediencia ciega y el sufrimiento extremado se convertían en los signos de una época.
Es Eastwood el americano más próximo en espíritu y estilo a Ernst Jünger, el aristocrático nietzscheano que, en Tempestades de acero (sobre la Primera Guerra Mundial) y Radiaciones (sobre la Segunda), trazó con estilo depurado el cambio desde un tiempo en el que todavía era dulce morir por la patria hasta la época absurda que vivían unos hombres reducidos a la dictadura del hormiguero totalitario. Verhoeven, en Starship Troopers, satirizó esta minusvaloración de lo humano y enfrentó a hombres-máquina e insectos en una performance brutal.
Terrence Malick, en La delgada línea roja, desde una atalaya también jungeriana, estableció los paisajes poéticos de la derrota de lo humano ante las exigencias del nihilismo de la técnica. Ahora Eastwood toma el relevo de la concepción aislacionista de la vieja derecha conservadora y liberal norteamericana, que se remonta hasta Jefferson, para realizar una crítica del Estado imperialista e intervencionista, que encuentra, desde su punto de vista, en la guerra patriótica el mejor método para crecer a expensas de la libertad y el bolsillo de los ciudadanos.
Cartas desde Iwo Jima es sin duda mejor que Banderas de nuestros padres, porque es más concreta y al mismo tiempo más fantasmal. Si a Banderas... le faltaba un pivote claro sobre el que desarrollarse dramáticamente, en Cartas… el general Kuribayashi aparece como uno de esos tipos de carne y hueso que se niegan a que los llamen héroes aunque no haya otra manera mejor de expresar la valentía de su coraje ante el mal.
"Hacer lo correcto porque es lo correcto" es la máxima moral que articula el tipo de patriotismo cívico de quienes no obedecen ciegamente a un emperador endiosado y a la patria-nación (la mitología a la que se refería el doctor Johnson cuando hablaba del último refugio de los canallas). Es la máxima de los caballerosos guerreros japoneses, Kuribayashi o el barón Nishi, que se preparan para cumplir con su deber aunque sepan que la consecuencia será la muerte. Mientras, el soldado Saigo aspira, en su humildad no exenta de grandeza, a volver con su mujer y su hijo, al que aún no conoce. Cuando Kuribashi le piropea diciéndole que es un soldado, Saigo replica que es sólo un panadero.
La película recrea dos tipos de patriotismo: ataca el basado en la nación y ensalza el basado en los principios cívicos. Vemos en flashback cómo Kuribayashi se relaciona en EEUU con los militares americanos, y cómo brinda con ellos por la paz entre sus pueblos.
Señalábamos que hubo un tiempo en que la máxima de Horacio sobre lo dulce que es morir por la patria tuvo razón de ser. Era el tiempo en que, escribía Jünger, "los corazones contemplaban la guerra como... una combinación de rosas y sangre" (la articulación cinematográfica más asombrosa de ello es Master & Commander, de Peter Weir). Pero si las tempestades de acero de la Primera Guerra Mundial fueron un primer aviso del ascenso de la tecnificación total, las radiaciones de la Segunda señalaron el punto de no retorno de un tipo de guerra que sobrepasó lo inhumano.
El guerrero había dejado paso al matarife, los cañones habían convertido en ridículas a las caballerías (si un Colt lacado es el emblema del cosmopolitismo de Kuribashi, un caballo simboliza el espíritu olímpico del barón Nishi) y las katanas (el general japonés, samurai occidentalizado, prohíbe los ataques banzais, estúpidos en su ineficacia, patéticos en su histrionismo); el honor y el heroísmo se retiraban ante el dolor sin sentido, y los últimos hombres decentes eran reducidos a cifras. La patria, parece querer decirnos Eastwood, es un sentimiento demasiado noble, cuando se encarna en la libertad y la paz, para dejarlo en manos de los patrioteros.
Estéticamente, el ambiente fantasmal del sufrimiento corre por cuenta de la fotografía de Tom Stern, demasiado brillante y esteticista quizás, en la que combina el gris ceniza de la arena y la suciedad con el rojo ocre de la sangre. De nuevo, el rojo y el negro como los colores de la guerra.
El cuerpo del general Kuribayashi no fue encontrado, y sólo 216 militares fueron hechos prisioneros. Es en la invención del posible enterramiento del general, en la supervivencia del panadero Saigo y en cómo hereda éste el aristocrático emblema del oficial, en la recreación de las cartas que Kuribayashi envía a su mujer (a Japón, a una época ya sin guerra), donde se encuentra la belleza y profundidad de esta cinta sobre una batalla agónica que prefigura en su intensidad demoníaca el hongo nuclear como manifestación última de la furia homicida del Estado tecnocrático.
CARTAS DESDE IWO JIMA (EEUU, 140 min). Director: Clint Eastwood. Guión: Paul Haggis, Iris Yamashita. Producción: Paul Haggis, Steven Spielberg. Fotografía: Tom Stern. Intérpretes: Ken Watanabe, Tsuyoshi Ihara, Ryo Kase, Kazunari Ninomiya. Calificación: Inteligente (8/10).
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viernes, marzo 02, 2007
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