domingo, marzo 25, 2007

Manuel de Prada, Tristezas de hotel

lunes 26 de marzo de 2007
Animales de compañía, por Juan Manuel de Prada

Tristeza de hotel

En cierta ocasión, recién llegado a un hotel, mientras me inscribía en recepción, supe que un huésped acababa de ser hallado muerto en su habitación. Había fallecido mientras dormía, seguramente de infarto, seguramente en mitad de la noche, solo como un barco sin brújula en un banco de niebla. Imaginé el despertar acongojado de aquel huésped anónimo en la habitación de hotel, sus manoteos frenéticos para dar con el interruptor que le permitiera encender la lámpara de mesilla y así exorcizar el imperio de la oscuridad (siempre que dormimos fuera de casa tardamos en encontrar el interruptor de la lámpara de mesilla, y si probamos a levantarnos sin encenderla solemos arramblar con el mobiliario, darnos de topetazos con las paredes, liarnos con el cable del teléfono o las patas de una silla); imaginé esos manoteos que al principio serían tan sólo premiosos para hacerse enseguida acuciantes, a medida que el corazón dejaba de funcionarle, hasta convertirse en convulsos, cuando ya no los gobernase la desesperación, sino más bien la certeza borrosa del acabamiento. Imaginé sus estertores, tal vez el huésped hubiese tratado de abandonar la cama y se hubiese liado con las sábanas (que de este modo se habrían convertido en un sudario), tal vez hubiese logrado llegar al baño, para tomarse esa pastilla que su médico particular le había recomendado en caso de urgencia, pero se hubiese derrumbado en mitad del camino, como un mueble claudicante. Imaginé, sobre todo, el tropel de pensamientos que en ese trance definitivo habrían ocupado la conciencia del huésped, un segundo antes de desvanecerse: tal vez dejase esposa e hijos, tal vez dejase deudas por doquier, promesas nunca realizadas, proyectos nunca consumados, tal vez fuese el rostro de su anciana madre lo último que viera, antes de que la sombra anegase sus retinas, o tal vez el de una novia añorada de la adolescencia, o tal vez en la agonía angustiosa sólo se acordase absurdamente de que se le había olvidado cerrar una ventana, o comprar un poco de leche, o echar la primitiva. A veces, en el trance de la muerte, acuden hasta nosotros, como un enjambre aturdidor, las preocupaciones más fútiles. Extinguido el revuelo de ambulancias y camareras que pululaban por el vestíbulo del hotel, cariacontecidas y un poco histéricas, logré que me adjudicaran una habitación. Por un instante, llegué a pensar (soy propenso a este tipo de ensoñaciones macabras) que tal vez, en medio de la confusión, el recepcionista me hubiese enviado a la misma habitación donde acababan de encontrar al huésped muerto, que tal vez la cama donde acababa de recostarme hubiese acogido los paroxismos de su agonía. Enseguida deseché esta idea por insensata (a aquellas horas, seguramente no habrían ni siquiera levantado el cadáver del huésped, estarían aguardando que un médico certificase su defunción), pero a cambio me sobrevino otra mucho más perturbadora, mucho más aflictiva y desquiciante: con un poco de mala suerte, quizá yo también hallase la muerte en un hotel cualquiera, uno de los muchos que sirven para refugiar mi soledad, después de una conferencia, o en el curso de una gira de promoción de cualquiera de mis novelas. Con un vago repeluzno, pensé que son muchas las noches que al cabo del año paso en hoteles siempre indistintos, siempre repetidos (los hoteles son como un mundo matrix, una realidad paralela y déjà vu), en habitaciones tan confortables como asépticas, que cuando la noche invade de sombra se convierten en cámaras mortuorias o mausoleos de olvido, estancias fantasmagóricas donde florecen los pensamientos más ominosos. Desde entonces, no logro sobreponerme a esa premonición aciaga. Pienso que yo también encontraré el fin a mi travesía mortal en una habitación de hotel, congestionado de soledad, como esas ballenas que mueren embarrancadas en la costa. Estos pensamientos tan poco halagüeños suelen asaltarme sobre todo cuando, hacia el final de la jornada, entro en las habitaciones de los hoteles donde me hospedo y me acuesto en la cama, cuando me cubro con las sábanas que tienen un tacto de sudario y apago la luz de la lámpara de mesilla (un párpado que se cierra, una estrella que extingue su brillo, un corazón que deja de latir). Entonces siento la pululación de la muerte, como una pareja de polillas en plena ceremonia nupcial, y a mi lado, sobre el colchón de la cama, crece como una llaga carnívora un abismo de creciente, soterrado dolor.

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