domingo, marzo 25, 2007

Carlos Herrera, El proyecto Williamson

lunes 26 de marzo de 2007
Arenas movedizas, por Carlos Herrera

`El proyecto Williamson´

Ron Williamson era un joven jugador de béisbol de Ada, Estado de Oklahoma, que albergaba el inevitable sueño de ser algún día una estrella de las Grandes Ligas. No lo consiguió, pero, de no haber sido por aquella lesión de codo a la que tan poco caso hizo y por su inestable carácter que le hacía alternar la euforia con la depresión, su proyección hubiese llegado mucho más allá del equipo filial de los Yankees en el que finalizó su ascenso deportivo. En su vida, no obstante, no fue determinante esa lesión inoportuna: una noche de alcohol y francachela en la que Ron alternó en diversos locales de su pueblo en compañía de un amigo de correrías, Denis Fritz, fue asesinada una joven con la que había coincidido en uno de los bares de la localidad. Ron fue acusado del crimen de Debbie Carter, a pesar de la inexistencia de pruebas. La Policía local se empeñó en culpar al beisbolista e hizo todo lo posible para que el fiscal Paterson ‘comprase’ la débil argumentación de la acusación, basada esencialmente en la ausencia de coartadas y en la necesidad de encontrar un culpable que calmase los ánimos de una población pequeña. Mal asesorado por un abogado pasota, Ron fue considerado culpable y condenado a la pena de muerte. Ingresado en el tristemente célebre ‘corredor de la muerte’ de una prisión del Estado de Oklahoma, consumió varios años de su vida en el tránsito más absoluto a la decrepitud y la esquizofrenia finalmente diagnosticada. El proceso de su ‘cómplice’ fue paralelo, aunque no lacerado por enfermedad mental alguna. Pocos días antes de la fecha de su ajusticiamiento mediante inyección letal prosperó milagrosamente un recurso desesperado que un joven abogado presentó ante el tribunal de apelaciones correspondiente. La ejecución se detuvo y el caso llegó al Supremo, donde un juez con mejor preparación que el que lo había juzgado en primera instancia comprobó la endeblez de las pruebas acusatorias y ordenó un examen de ADN y unas pruebas de análisis de restos capilares con nuevas técnicas. Los resultados fueron definitivos: Ron y Denis eran inocentes y en ningún momento habían estado en el escenario del crimen. Cerca de veinte años después del asesinato de la joven de Ada, con aspecto de anciano, con sus facultades mentales definitivamente transtornadas y con una suma importante de dólares como indemnización, Ron sólo pudo disfrutar de un par de años de vida antes de que una cirrosis hepática causada por su abuso del alcohol, de las drogas y del tratamiento farmacológico anárquico al que le sometieron en prisión acabara definitivamente con su vida. Su caso resultó dramáticamente mediático y sometió a la sociedad norteamericana al permanente debate acerca de la pena de muerte y de las irregularidades de una justicia más discutible de lo habitual. John Grisham, novelista de éxito y creador de best-sellers inspirados en el mundo contencioso y criminal, conoció de primera mano este trágico proceso y acaba de escribir su primer libro de no-ficción. En él relata, paso a paso, el proceso delirante al que se sometió a Williamson y retrata a cada uno de los protagonistas del caso con una eficacia portentosa, la cual nos lleva, finalmente, a una reflexión teñida de melancolía: determinados sistemas judiciales nos dejan indefensos ante el capricho de las autoridades o ante la necesidad de encontrar culpables inmediatamente. La falta de garantías mínimas que padeció este hombre –y que habrán padecido tantos otros– nos invita, una vez más, a luchar incansablemente por acabar con la pena de muerte. Puede más un libro de éxito al servicio de una causa que todos los aspavientos mundiales que se quieran poner en pie. Si se sumergen en la lectura de El proyecto Williamson, de John Grisham (Ediciones B), entenderán inmediatamente lo que quiero decir.

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