viernes, marzo 23, 2007

Garcia Brera, ¡Jerusalem!

viernes 23 de marzo de 2007
¡Jerusalem!
Miguel Ángel García Brera
H E pasado una semana en Israel, cumpliendo con mi vocación de viajero que tan bien le ha venido a mi profesión de periodista para decantarme, como lo he hecho, por la especialización en la comunicación turística. Durante el viaje, he pasado dos días en Tel Aviv, la capital de Israel, que hoy en día es una ciudad cosmopolita y moderna, con zonas comerciales que pretenden emular a la Via Venetto y con muy interesantes – aunque no exageradamente altos – rascacielos cilíndricos y de otras muy variadas formas. En la cercana Jaffa, donde al parecer fue Jonás tragado por la ballena, y devuelto sano y salvo a los tres días, se conmemora el suceso que la Biblia relata, con un monumento al gigante marino, cerca del lugar donde comienza el habitual itinerario de la parte antigua, de singular belleza por sus calles estrechas y sus edificios de piedra y arquitectura variada, hoy tomados por talleres de todo tipo de artistas. En una zona ajardinada, se puede ver un montón de piedras y estratos de construcciones superpuestas que dan cuenta de que han pasado por allí más de docena y media de civilizaciones. Muy cerca de ese lugar, con una amplia plaza en la que se exhibe un cañón de los que en su día se enfrentaron a Napoleón y una estatua pobretona, circense, del Corso, se encuentra la iglesia cristiana de San Pedro, -así llamada porque el apóstol, primer Papa, dícese que pasó por allí antes de residenciarse en Roma-, una sinagoga y un par de mezquitas. Y es que la gran paradoja de Israel es la conjunción, de hecho, de las tres religiones monoteístas, mientras las noticias que uno lee desde cualquier otra nación, le obligan a deducir que, precisamente, hay muchos ingredientes de enfrentamiento religioso en el fondo de los problemas que acosan a aquél país. En Haifa, es muy agradable recorrer toda la zona del Monte Carmelo, donde el Santuario de la Virgen del Carmen es muy visitado y me permitió observar dos particularidades: La primera -que me emocionó, como cada vez que veo por cualquier lugar del mundo, hasta dónde llega la influencia cultural e histórica de España-, la de encontrar, entre los cuatros santos carmelitas que honran las cuatro esquinas de la única nave del templo, a los españoles San Juan de la Cruz y Santa Teresa; la segunda, descubrir en la cripta, -situada bajo el altar mayor presidido por la Virgen del Carmen en un piso alto-, otro que preside el profeta Elias, al parecer muy querido en Haifa, de quien escucho muchas citas a los guías. Desde mi hotel, en la parte alta, contemplo toda la ciudad hasta el puerto, como una alargada secuencia de edificios terminados en terrazas blancas, donde apenas se distinguen algunos tejados rojos, sobre todo en la zona de la Colonia Alemana. Impresionante es la vista de la que disfruto en la mañana, cuando me acerco al Santuario de Bab, centro espiritual de la religión baha´i, con jardines que descienden sobre 18 terrazas por toda la colina hasta el santuario de refulgente cúpula y más allá hasta una plaza. El diseño de las escalinatas y de los parterres, y el colorido de sus plantas y árboles diversos, es difícil de describir, pero supera cuanto se pueda imaginar, llegando a compararse con los míticos jardines colgantes de Babilona, una de las llamadas maravillas del mundo antiguo. La disposición de las numerosas fuentes, regatos y cascadas, son otro motivo de encanto estético y hasta musical, a destacar. Centenares de personas cuidan del conjunto, muchas de ellas por devoción y sin salario alguno. El viaje me ha dado también la oportunidad de conocer el Mar Muerto, cuyas aguas parecen efectivamente sin vida, a no ser por una falsa marea que provocaba el viento indómito que reinaba en el tiempo de mi visita. El baño en esas aguas, puede resultar cómodo, y desde luego, curioso, por la forma en que los cuerpos flotan debido a la enorme cantidad de sal; pero a mí me produce una sensación de incertidumbre, que dista mucho de la alegría con que me baño en las frías aguas de mi Mar Cantábrico. Lo que resulta espectacular es la primera parte del viaje desde el Mar Muerto hasta Jerusalem, un desierto de montaña cuyas formas parecen realizadas intencionadamente por un arquitecto de gran imaginación. Jerusalem sigue siendo la ciudad preferida, donde están los edificios del Gobierno y el Parlamento, todos ellos cercanos al Hotel Crown Plaza donde me hospedé con un trato de primera por lo servicial de su plantilla y la suite que disfruté. Rodeada por al Valle de Josafat, llena de tumbas rectangulares, y por el resto de sus murallas, las calles de la ciudad ofrecen el variopinto espectáculo de los grupos de turistas japoneses, los jóvenes soldados de ambos sexos con enormes fusiles ametralladores en las manos, y los judíos enlutados y tocados de su gorrito negro. Sobre todo en el Muro de las Lamentaciones es de ver la fe con que se aferran a las piedras, tocándolas o acercando su cabeza y entremetiendo por entre las rendijas los papelitos con las peticiones; eso sí, cada cual a un lado, ya sean hombre o mujer. El Muro pudo ser uno de los que mantuvieron el Templo de Salomón. Por cierto, mientras no hay impedimento alguno para la visita de las iglesias cristianas, cercana al muro de las Lamentaciones, un pasadizo en utilidad de zoco lleva hasta la entrada de las Mezquitas de la Roca y Al Agsa, pero impiden su acceso islamitas armados, que sólo permiten el paso si eres muslim. Naturalmente, para un cristiano como yo, resulta emocionante hallarse en la ciudad que Cristo transitó en gloria, sobre un borrico, aquel domingo grandioso de la historia, sólo eclipsado por el siguiente en el calendario, cuando se produjo la resurrección. La Vía Crucis, el Gólgota, el huerto de Gestsemaní en el Monte de los Olivos, la Basílica de la Dormición de la Virgen, en el Monte Sión, el Cenáculo, la tumba de David, o la Basílica del Santo Sepulcro son visitas que interesan, aunque particularmente no me han emocionado tanto como cuando una tarde tengo ocasión de acercarme a una pequeña iglesia conventual donde esté expuesto el Santísimo. Me resulta mucho más fácil creer en Dios y en el Cristo divino que en el guía que me explica cómo la piedra, -ensangrentada por el cinabrio según mi parecer-, que se exhibe en la iglesia del Santo Sepulcro, es precisamente una roca del Calvario. Si, por otro lado, no me resulta agradable el histerismo de otros devotos, que necesitan besar piedras, tumbarse sobre las lápidas y demás ocurrencias con las que algunos dan muestras de sus creencias, o expresan sus peticiones, debo insistir en la idea de que, como mi Dios está en todas partes, puedo adorarle en espacios de mayor intimidad que esos hoy abiertos al turismo y a la curiosidad más que al recogimiento. No es por nada que Jerusalem haya sido tan deseada a lo largo de la historia. Al margen de lo religioso, como turista, debo dar fe de haber visitado una ciudad sin parangón.

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