martes, marzo 27, 2007

Emilio J, Gonzalez ¿Hacia donde va Europa?

martes 27 de marzo de 2007
50º ANIVERSARIO DEL TRATADO DE ROMA
¿Hacia dónde va Europa?
Por Emilio J. González
El 25 de marzo de 1957 los jefes de Estado y de Gobierno de Alemania, Francia, Italia, Bélgica, Holanda y Luxemburgo firmaron en la capital italiana el Tratado de las Comunidades Europeas, más conocido como Tratado de Roma, por el cual nació la Unión Europea. Después de medio siglo de vida, el proceso de construcción europea, en el que pocos creían a priori, se encuentra estancado y sin un camino claro que seguir.
La Unión Europea es fruto de un tiempo histórico muy concreto, y sus realizaciones más importantes se han debido a momentos únicos en la historia que explican su origen y evolución. En ellos reside la fortaleza del proceso de construcción europea, pero también algunas de sus principales debilidades.

La idea de crear la Unión surgió en 1946, pero su finalidad no era construir un mercado común o dotar a los países del Viejo Continente de una moneda única; por el contrario, el objetivo era ni más ni menos que la creación de una entidad política supranacional. Así lo expuso su mentor, el ex primer ministro británico Winston Churchill, en un histórico discurso que pronunció el 19 de septiembre de 1946 en la Universidad de Zurich.

Churchill, plenamente consciente de las implicaciones de la Segunda Guerra Mundial y de la naturaleza de las relaciones internacionales que surgieron de ella, propuso la creación de lo que él denominó "los Estados Unidos de Europa", una unidad política de los europeos que debía evitar la repetición de un baño de sangre como el producido entre 1939 y 1945, que debía dar respuesta al mundo bipolar surgido tras el conflicto bélico y que debía mejorar el nivel de vida de los ciudadanos; todo ello mediante la cooperación y la integración económica y política de los Estados de la vieja Europea.

Pocas semanas después, el francés Jean Monnet, gran amigo de Churchill, dio forma a la estrategia que había de seguirse para alcanzar los fines perseguidos por el gran estadista británico. Monnet entendió que el camino para alcanzar la unión política pasaba, primero y sobre todo, por la integración de las economías europeas, por crear y fortalecer los lazos económicos entre los Estados del Viejo Continente, porque dicho grado de integración conduciría, de forma natural, a la unión política, sobre todo desde el momento en que Europa consiguiera dotarse de una moneda común.

Para Monnet, la moneda única, el euro, era el Rubicón, el punto sin retorno hacia la unidad política, porque una moneda común exige instituciones comunes, políticas económicas comunes y, en última instancia, un Gobierno económico paneuropeo, cuya consecuencia natural es la unión política. De esta forma nació la Comunidad Europea del Carbón y el Acero (1951), germen de la actual UE, y de esta forma se sentaron las bases del camino seguido por Europa en los últimos 50 años, desde la firma del Tratado de Roma. De todo ello surgen los elementos que permiten enjuiciar el proceso de construcción europea e inferir su futuro.

La Unión Europea nació como consecuencia de un mundo que ya no existe. Eran los tiempos de la Guerra Fría, de la confrontación entre el bloque de países democráticos encabezado por Estados Unidos y la agrupación de naciones comunistas articulada en torno a la Unión Soviética. El proyecto de construcción europea se inició, precisamente, como respuesta a dicho mundo. Los países libres del Viejo Continente entendieron que sólo podrían plantar cara al amenazador gigante soviético mediante la unidad, de la misma forma que Francia, primer motor del proceso, comprendió que, en ese mundo, los europeos en general, y los franceses en particular, sólo podrían hablar alto, claro y fuerte si lo hacían con una sola voz, que los representase a todos.

Aquel mundo, sin embargo, desapareció oficialmente el 9 de noviembre de 1989, cuando cayó el Muro de Berlín. Desde entonces los europeos no han sabido encontrar su camino, han carecido de una estrella polar que guíe su rumbo, y como resultado de ello el proceso de unión política ha quedado estancado, precisamente en el momento en que tenía que empezar a dar el gran salto hacia dicha integración, mediante la Constitución europea: Francia y Holanda rechazaron su aprobación en sendos referendos, celebrados en 2005.

En el mundo del siglo XXI que está configurando la globalización, sin embargo, la desunión de los europeos tiene un coste. La UE es incapaz de tener una presencia política internacional que se corresponda con su peso en la economía mundial (protagoniza la mitad del comercio internacional) como consecuencia de sus divisiones internas. Frente a ello surgen nuevos países con gran peso específico en las relaciones internacionales, a causa de su elevado volumen de población y del gigantismo que empiezan a alcanzar sus economías.

China, con más de 1.200 millones de habitantes, es ya la octava economía del mundo por tamaño, y la India, con casi 1.000 millones de habitantes, es la décima. Y cerca de ellas se encuentra Indonesia, con sus casi 250 millones de habitantes, liderando a los nuevos países industrializados del sureste asiático.

Con ello, el centro de gravedad de las relaciones internacionales se ha desplazado del Atlántico al Pacífico. Además, Rusia, el gigantesco vecino de la UE, dista mucho de compartir los intereses de los europeos. Por el contrario, bajo el mandato de Vladimir Putin está reivindicando un papel protagonista en la escena internacional, en el que se entremezclan orgullo nacional y tentaciones expansionistas que miran, en cierto modo, hacia Europa.

La respuesta proporcionada por la UE a este nuevo entorno ha sido su ampliación en sucesivas etapas, hasta llegar a comprender a 27 países. Éste es uno de los mayores éxitos del proceso de construcción europea, pero, en sí mismo, no garantiza nada. La UE cuenta con 27 miembros, pero sigue sin hablar con una sola voz en los ámbitos más importantes para la geoestrategia del siglo XXI, que ya se perfila con claridad. Las cuestiones nacionales siguen primando sobre una visión europea de los acontecimientos y las políticas, lo que incapacita a la UE para alcanzar el peso específico que debería tener en la nueva escena internacional.

La UE, por otra parte, se enorgullece estos días de otros dos grandes logros: la paz y la prosperidad. Ambos son ciertos, pero en el segundo hay que introducir muchos matices. La integración económica del Viejo Continente, al final, y tal y como preveía Monnet, se ha convertido en un poderoso mecanismo para preservar la paz en el territorio europeo.

Desde 1945 la sangre no ha vuelto a regar los campos de la sufrida Europa, con la excepción de los conflictos en los Balcanes que siguieron al derrumbe político del comunismo y que, en cierto modo, fueron el resultado de la creación artificial de un país, Yugoslavia, tras el final de la Segunda Guerra Mundial. Pero, salvo esta excepción, los europeos han sido capaces de colaborar, de entenderse entre ellos y de resolver sus disputas como corresponde a naciones avanzadas y civilizadas: de forma pacífica y sin recurrir a las armas.

Para un continente cuyos Estados llevaban guerreando entre sí desde la caída del Imperio Romano, esto es todo un logro histórico. Pero, por desgracia, no se puede hacer el mismo análisis respecto a las mejoras del nivel de vida y del bienestar de las sociedades europeas, donde junto a luces brillantes coexisten sombras más que preocupantes.

Los grandes logros económicos de la UE son fruto de las medidas adoptadas para dejar que la libertad de mercado sea la mano que dirija la actividad productiva. Cuando Europa ha abierto sus fronteras al comercio y a las inversiones de otros Estados del Viejo Continente, el éxito ha sido inmediato y espectacular. Pero la filosofía económica del proceso de construcción europea no se ha basado en el liberalismo, sino en las ideas socialdemócratas imperantes en Europa durante la segunda mitad del siglo XX. De esta forma, han coexistido el mercado y las intervenciones públicas, lastrando estas últimas el desarrollo económico de la UE e hipotecando su futuro.

Uno de los mayores logros que exhiben los defensores de la concepción socialdemócrata de Europa es la agricultura. La política agrícola común (PAC) nació el mismo 1957, hace cincuenta años, con la triple finalidad de garantizar el abastecimiento de productos agroalimentarios, modernizar la agricultura y mejorar el nivel de vida de los campesinos, todo ello mediante políticas públicas de intervención en los mercados y de sostenimiento de rentas. Diez años después, la UE era autosuficiente en la producción de alimentos, pero a un coste muy elevado.

La PAC sustituyó las importaciones procedentes de Latinoamérica por producción propia, menos competitiva, creando serios problemas socioeconómicos a los países latinoamericanos. Luego, una vez conseguida la autosuficiencia alimentaria, la UE no supo cambiar las cosas, y, como consecuencia de ello, hoy los europeos no sólo pagan muy caros sus alimentos, sino que ven subir sus precios día a día de forma injustificada, cuando la globalización los proporciona mucho más baratos. ¿Perjudicados? Todos, en especial, los pensionistas y las familias con rentas más bajas.

El fracaso del modelo socialdemócrata también se refleja en una comparación con la evolución económica de Estados Unidos. Desde finales de la década de los 60, la economía europea no sólo ha crecido a un ritmo menor que la estadounidense, sino que, además, de cada crisis económica salió con una tasa de desempleo superior a la del anterior ciclo económico. Estados Unidos, en cambio, se encuentra en una situación de pleno empleo.

Además, mientras los norteamericanos se encuentran a la vanguardia en materia de tecnología y han conseguido crear una economía con pleno empleo y muy competitiva, basada en las nuevas tecnologías de la información, la Unión Europea, con toda su planificación y toda su intervención estatal, hasta ahora ha sido incapaz de subirse a ese tren.

La tecnología y la sociedad de la información se convierten, precisamente, en elementos clave para la economía europea. La globalización ha puesto en tela de juicio el modelo social europeo, le ha enfrentado al dilema de preservar el sistema como tal, con sus altos impuestos y sus insuficiencias, o abandonarlo para poder competir con las nuevas economías emergentes de Asia, en particular China.

El camino para preservar dicho modelo social, que explica en gran medida las altas tasas de desempleo de la UE en comparación con Estados Unidos, pasa por aumentar la productividad de las economías europeas, pero dicho incremento sólo será posible mediante una apuesta decidida por las nuevas tecnologías, la sociedad de la información, la investigación y el desarrollo. Estados Unidos anduvo este camino hace años, con liderazgo, incluso, del Gobierno federal. Sin embargo, Europa es incapaz de hacer lo mismo; incluso, pese a su modelo socialdemócrata, cuando estas iniciativas han surgido a escala europea, por ejemplo desde la Comisión Europea, los distintos Estados miembros se han negado a secundarla.
Después de cincuenta años de historia, la Unión Europea es una contradicción en sí misma. Se recrea en sus éxitos pero es incapaz de afrontar sus desafíos. Aspira a alcanzar la unidad política pero priman, sobre todo y ante todo, los intereses nacionales. Y mientras no sea capaz de resolver sus propias contradicciones, su futuro estará en entredicho.

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