domingo, octubre 26, 2008

Manuel de Prada, Las criadas de Caifás

lunes 27 de octubre de 2008
LAS CRIADAS DE CAIFÁS´

Hace un par de años, por invitación de la Universidad Juan Carlos I, impartí un taller literario en Aranjuez. No creo que la escritura sea una destreza que se pueda enseñar, sino una vocación que inexorablemente nos persigue, como a Jonás lo perseguía el mandato de Yavé; pero creo en la fluencia que se entabla entre maestros y discípulos, creo que no hay arte sin tradición, sin la `entrega´ de unos conocimientos que nacen de la experiencia. De modo que acepté la invitación, convencido de que a nadie iba a ‘enseñar’ a ser escritor; pero al menos dispuesto a transmitir la experiencia de mi vocación, que es bendición y condena a la vez.

Al taller se habían apuntado veinte alumnos, aproximadamente; entre ellos había personas de muy diversa edad, también de inquietudes muy diversas: había quienes se aproximaban a la literatura por diletantismo o curiosidad; y había quienes se abrazaban a ella con júbilo y desesperación, como uno se abraza a las pasiones que justifican sus días. Entre estas últimas se contaba una mujer que de inmediato captó mi atención: se llamaba Beatriz Becerra y estaba en mitad del camino de la vida; no era de los alumnos más ‘activos’ del grupo (quiero decir, no se preocupaba de acaparar protagonismo), pero siempre que me interpelaba era para inquirir cuestiones que me ponían a prueba. Todos los días, al acabar la jornada, ponía deberes a mis alumnos: les proponía completar un cuento de algún autor reconocido al que previamente le había amputado el final, o los invitaba a improvisar una crónica sobre algún episodio aparentemente ínfimo de su vida cotidiana en el que, sin embargo, ellos hubiesen descubierto alguna significación honda. Escribir, a la postre, consiste en hallar significaciones hondas en aquellas parcelas de la vida que el común de los mortales considera romas o rutinarias. Aquella Beatriz Becerra lograba siempre sorprenderme en unas pocas líneas: tenía una rara sensibilidad, ese talento escondido de quien mira el mundo con ojos desembarazados de legañas, convirtiendo cada pequeña cosa en una epifanía. Un día me atreví a decírselo, con esa timidez atolondrada que empleamos para declarar nuestro amor, también con esa mezcla de precaución y delicadeza que empleamos para reconvenir; porque, al decirle a alguien que posee dotes para el arte, no sabemos a ciencia cierta si lo estamos halagando o arrojando sobre él una maldición.

Beatriz Becerra guardó aquellas palabras en su corazón; y decidió tomárselas en serio. O más bien debería decir que aquellas palabras mías actuaron sobre su ánimo como una suerte de eco que corroboraba la voz que ella había escuchado antes dentro de sí, pero que hasta entonces no se había atrevido a seguir por temor de que fuera el fruto de un delirio. Y se puso a escribir, denodadamente se puso a escribir; incluso abandonó un trabajo que le procuraba unos ingresos estables para poder dedicarse con mayor ímpetu a su vocación. Creo que en esta determinación un poco suicida actuó como estímulo, más que mi leve aliento, el aliento acérrimo que le brindó su marido, la comprensión sacrificada de los suyos. Y Beatriz Becerra se puso a escribir una novela titulada Las criadas de Caifás, que ahora acaba de publicar Ediciones El Andén: una novela que, como su título nos permite adivinar, es de ambientación histórica, pero que nada tiene que ver con toda esa cochambre de novelas esotéricas que hoy nos fustiga; una novela protagonizada por mujeres que nada tiene que ver con esa patulea de novelas feministoides que nos abruma. Leyendo Las criadas de Caifás he vuelto a tropezarme con la rara sensibilidad de aquella Beatriz Becerra que descubrí impartiendo un taller literario en Aranjuez, con el talento escondido de quien mira el mundo con ojos desembarazados de legañas, hasta penetrar sus significaciones más hondas, hasta componer personajes que, en su debilidad y abnegación, en sus padecimientos y en su capacidad para sobrellevarlos, logran retratar el barro del que todos estamos hechos; y también la secreta aleación que hace indestructible ese barro.

Mientras leía Las criadas de Caifás, un gozoso sentimiento de orgullo se iba apoderando de mí. Aquel taller de Aranjuez me sirvió para confirmar que el arte es una fluencia que se entabla entre maestros y discípulos; y para descubrir que esa fluencia se hace recíproca, hasta que los papeles de maestro y discípulo llegan a intercambiarse. Beatriz Becerra me ha enseñado que sigue mereciendo la pena abrazarse con júbilo y desesperación a la literatura; y en ese abrazo me fundo yo también, con el ímpetu de una vocación –bendición y condena– recién estrenada.

http://www.xlsemanal.com/web/firma.php?id_edicion=3567&id_firma=7390

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