jueves 30 de octubre de 2008
PUEBLO Y ESCRITURA
El meollo del Sínodo de los Obispos
Por José Luis Restán
Un Sínodo debiera ser en la Iglesia algo así como el corazón en el cuerpo, una bomba que insufla sangre nueva desde el centro hasta los confines del organismo. Durante tres semanas los obispos presididos por el Papa han orado, han profundizado, han debatido y han perfilado una serie de mensajes. Hace falta que todo eso se convierta en riego y abono de la tierra de la Iglesia.
Un modo sencillo de entender qué ha pasado y cómo debe afectar a cada cristiano y a sus comunidades consiste en atender las últimas intervenciones de Benedicto XVI. En la homilía de clausura, el Papa ha subrayado que "la tarea prioritaria de la Iglesia al inicio de este nuevo milenio es sobre todo alimentarse de la Palabra de Dios, para hacer eficaz el empeño de la nueva evangelización". A pesar de todas las apariencias, a pesar de la hostilidad declarada de muchos y de la imagen que transmiten machaconamente los centros de poder cultural y mediático, "tanta gente está en búsqueda, quizás sin darse cuenta siquiera, del encuentro con Cristo y con su Evangelio, tantos tienen necesidad de reencontrar en Él el sentido de sus vidas". Para responder a esta sed, la Iglesia no tiene que trazar planes complejos ni aprender técnicas sofisticadas, sino que tiene que alimentarse de su propia fuente.
Entre las numerosas reflexiones que se han producido al respecto, Benedicto XVI ha mostrado especialísimo interés en subrayar que la lectura y comprensión de la Biblia requiere partir del hecho de que la Sagrada Escritura es la Palabra de Dios expresada en palabras humanas. Es verdad que la Biblia es también una obra literaria escrita en diversos contextos históricos y con diferentes estilos, y por eso es necesario el método histórico-crítico. Pero para hacerse verdaderamente comprensible, la Sagrada Escritura debe leerse en el mismo Espíritu en que se compuso, lo que implica hacer patente la intervención de Dios a través de la historia humana. Por tanto no basta una exégesis científica, sino que es también imprescindible una exégesis teológica: leer el texto teniendo presente la unidad de toda la Escritura, la tradición viva de la Iglesia y la luz de la fe.
El Papa, que pidió la palabra para intervenir como un padre sinodal más sobre este argumento, no se ha andado por las ramas. Ha denunciado sin ambages que con frecuencia ese nivel teológico no está presente en la exégesis de los expertos, lo que tiene graves consecuencias. La Biblia así leída se convierte en un libro del pasado, del que se pueden extraer consecuencias morales y en el que se puede aprender historia y literatura, pero ya no habla al corazón y a la razón del hombre de nuestro tiempo. La consecuencia fundamental de este tipo de exégesis secularizada es la convicción de que Dios, en realidad, no actúa en la historia humana, y así se niegan, por ejemplo, la institución de la Eucaristía o la Resurrección de Cristo. De aquí se deriva toda una predicación letal para la transmisión de la fe cristiana, reducida a ideología o a moral, de uno u otro signo según las escuelas. Creo que ha debido de ser más que impresionante ver levantarse a todo un Papa para lanzar esta denuncia en el aula sinodal, y me atrevo a decir que aquí está el meollo de todo este Sínodo –la cuestión esencial por la que urgía celebrarlo y la herida que requiere ser sanada– porque "para el futuro de la fe, es absolutamente necesario superar este dualismo entre exégesis y teología".
Conectada con esta preocupación está el gran tema de la liturgia, de la que no en vano se ha señalado estos días que es el centro de gravedad de la obra teológica de Joseph Ratzinger. Uno de los pasajes más bellos de la homilía de clausura es aquel en que el Papa asegura que "el lugar privilegiado en el que resuena la Palabra de Dios, que edifica la Iglesia, es sin duda la liturgia (…) en la que aparece que la Biblia es el libro de un pueblo y para un pueblo". E insiste en la mutua pertenencia entre pueblo y Sagrada Escritura: el pueblo no subsiste sin el Libro en el que encuentra su razón de ser, su vocación y su identidad, pero la Biblia permanece un Libro vivo sólo con el pueblo, su sujeto, que lo lee. Estamos en las antípodas de toda reducción moralista o ideológica. La Iglesia es la casa de la Palabra, el lugar viviente donde esa Palabra, gracias al Espíritu Santo, habla al corazón del hombre, le desvela su identidad y le muestra el camino para vivir. Fuera de esa casa, las palabras del Libro se vuelven opacas, ya sólo hablan del pasado o son pasto del subjetivismo y de la arbitrariedad.
Un subrayado especial han merecido en este Sínodo los miembros más dolientes del pueblo de la Iglesia. El Papa recordó en la homilía final a los heroicos católicos de la China continental, cuyos pastores no han podido, una vez más, estar presentes en el Sínodo, pero cuyo testimonio es una luz para la Iglesia universal. Ya en el Ángelus, Benedicto XVI lanzó un enérgico llamamiento en defensa de las comunidades cristianas martirizadas en Irak y en la India, lugares en los que la fidelidad a la Palabra se paga hoy con la propia vida. Por último, el Papa quiso anunciar personalmente su próximo viaja a África en marzo de 2009 para confirmar en la fe a una Iglesia joven y pujante que afronta desafíos cruciales. Allí como aquí, una auténtica renovación, siempre necesaria, sólo puede venir de la escucha de esa Palabra que es Cristo viviente en su Iglesia. Lo demás son juegos florales.
http://iglesia.libertaddigital.com/el-meollo-del-sinodo-de-los-obispos-1276235651.html
miércoles, octubre 29, 2008
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