Rajoy y la ironía como síntoma
GERMÁN YANKE
Viernes, 24-10-08
El liderazgo político es una cosa complicada. No suele haber muchas contemplaciones e, incluso cuando hay estrategias arteras, la diplomacia suele brillar por su ausencia. Si todo liderazgo político es difícil, el que se ejerce en el seno de los partidos es aún más árido, a veces escalofriante. Todos recordamos la anécdota del joven parlamentario británico que llega a la Cámara de los Comunes y se asombra de lo próximos que están, unos frente a otros, «los enemigos», los representantes del otro partido. El que hace de cicerone, papel que algunos atribuyen a Winston Churchil, replica: «No, no, esos son nuestros adversarios; nuestros enemigos se sientan en esta misma bancada». Si a los partidos les cuesta, y a menudo no lo logran, convertirse en cauce y escenario de debate de unas ideas, acogen con sorprendente facilidad todo el muestrario de navajazos y empujones nada amigables.
Hay un grado más en las dificultades del oficio. Si todo líder político tiene que bregar con los que quieren sucederle, algunos se ven rodeados por los que, sencillamente, quieren sustituirle. Es lo que le ha venido ocurriendo a Mariano Rajoy desde que se aplacó el enorme susto producido por la tragedia del 11-M que, al menos en parte, truncó sus aspiraciones de nuevo líder. Es decir, no es algo surgido tras la derrota electoral del pasado mes de marzo. Tras las elecciones municipales, que ganó el PP, una elegante e influyente dama del PP no tuvo empacho en comentar que el resultado tenía sus pros y sus contras: había ganado la derecha pero se consolidaba Rajoy. Tras los comicios de 2008 ya fue el akelarre de una estrategia que había empezado -de larga data- por minarle para que perdiera y terminaba pretendiendo sustituirle porque había perdido.
Bien es cierto que Rajoy, desde el Congreso de Valencia, ha mejorado su posición comparativa. Tiene acreditado que los hipotéticos «padres (o tíos) del partido» que quisieran oponerse a él ni se entienden entre si ni encuentran la salida del laberinto. Rato está a lo suyo y, según cuentan, más distante de algunos de estos que del propio Rajoy. El tiempo de Aznar para estos cometidos ha terminado y no puede ir más allá de los aspavientos. Mayor Oreja, reserva espiritual de una hipotética herencia del pasado, recula y negocia con el concurso de intermediarios seguir en la lista europea. Esperanza Aguirre, sencillamente, ha perdido su opción con el añadido de comprobar, a pesar de lo que enrede, que de «lideresa» no tiene en el seno del PP ni lo que pensaban los más escépticos. Y, paradójicamente, el más preparado y con más respaldo en los sondeos para sustituirle, Alberto Ruiz Gallardón, se conforma ahora con sucederle. Los que saltaron entonces a la palestra eran mitad títeres y mitad titiriteros.
Pero una cosa es no poder quitarle el puesto y otra el liderazgo que sigue sometido a los embates de muchos de ellos y sus tribunas mediáticas. Al PSOE le vienen muy bien y las fomenta por activa y por pasiva, ayudando aquí y absteniéndose allá. Pero a un lado la velocidad de las decisiones de Rajoy, cada una de ellas parece lastrada por lo que puedan decir sus «sustitutos»: si se apoyan los decretos de rescate financiero es un pusilánime, si no se entra a tortas en la sede de UPN, un cobarde, si le parece advertir que la estrategia antiterrorista del Gobierno se ha modificado, un traidor... Sólo cuando se libera de todo ello, como ha ocurrido esta semana en el debate de Presupuestos, se presenta como un gran parlamentario y un líder y, ya puestos, se muestra ligero de pesadumbres e irónico. La ironía es buena en las lides políticas porque es como el ojo húmedo, que ve lo que resulta imposible al seco o al anegado en lágrimas.
¿Son esas trabas, o su efecto en la acción política del PP, una cuestión de carácter? Quizá, más bien, la consecuencia de la elección de auditorio. Si el PP habla a los españoles, le irá bien. Si lo hace a sus dirigentes, se confundirá. Cuentan los enterados que Rajoy, hace poco, dijo que añoraba la campaña electoral porque entonces no tenía que estar todo el día en la sede del partido. Si no es verdad, está bien buscado. Volviendo a Churchill, ya se decía de él que sus cambios de partido no eran entendidos por los cuadros dirigentes de los liberales y los conservadores, pero sí por los electores.
http://www.abc.es/20081024/opinion-firmas/rajoy-ironia-como-sintoma-20081024.html
viernes, octubre 24, 2008
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario