Memoria
24.10.2008
F. L. CHIVITE
H oy tenía intención de hablar de otra cosa, pero he leído en la prensa unas palabras de Miguel Tomás-Valiente, hijo del jurista Francisco Tomás y Valiente, asesinado en febrero del 96, y me han hecho cambiar de idea. Dice que aquí se ha escrito poca ficción sobre el tema del terrorismo. Yo siempre he pensado lo mismo. Creo que la ficción es necesaria. Creo que cauteriza. Lo mismo da que sean novelas o películas. La ficción tiene el poder de plantear el caso personal. Y de provocar una reflexión humana que a menudo es eclipsada por la presunta relevancia de la cuestión política. Al final, la suma de todo eso es siempre un avance de la razón. Supongo que lo es. Y supongo que la razón debe actuar como la sustancia que limpia y cierra una herida. No obstante, lo que más me ha impresionado de este hombre es saber que el impacto sufrido por el asesinato de su padre (calculo que tenía entonces 33 años o estaba a punto de cumplirlos) le desencadenó la enfermedad de Parkinson. Y que ahora, doce años después, escribe una novela para dejar a sus hijos aún pequeños un testimonio de su pensamiento, previendo que, tal vez, la enfermedad le impida hacerlo más adelante. La dedicatoria dice: «Desde el recuerdo constante». Que es algo así como aludir a la imposibilidad de olvidar. Lo que me lleva, como a menudo ocurre, al tema que yo quería tocar: la cuestión de si es positivo u oportuno atender a la memoria y exhumar los restos de las fosas comunes del franquismo. Se analiza la cosa desde distintas posiciones y las opiniones colisionan. Pero la cuestión verdadera es que somos memoria. Que eso no puede manipularse ni controlarse así como así. Ni a gusto de cada cual. Y que pretender extender una suave capa de piadoso olvido sobre la memoria de la injusticia irresuelta, ni garantiza la paz social, ni supone una buena base para el futuro. Ni en realidad es posible. Porque la memoria tiene raíces. No es dócil. Es rebelde. Se aferra a los detalles. En especial a los menos agradables, a los más dolorosos. Y porque el que ha sido tirado a una cuneta quiere ser enterrado como hombre. Y somos enterradores. La especie humana empieza a serlo cuando entierra a los muertos. De algún modo, el dulce alivio del olvido, si llega, llegará tras el entierro. Lo insepulto no puede olvidarse, sigue ahí. Justicia es restablecer un equilibrio que ha sido alterado. Mientras se pueda, hay que hacerlo. No puede haber fecha de caducidad para eso.
http://www.elcorreodigital.com/vizcaya/prensa/20081024/opinion/memoria-20081024.html
viernes, octubre 24, 2008
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