‘Casta parasitaria, la transición como desastre nacional,
Enrique de Diego
lunes 20 Octubre, 2008
Reproducimos a continuación un extracto de ‘Casta parasitaria, la transición como desastre nacional’, el nuevo libro del periodista Enrique de Diego, que la Editorial Rambla saca a la venta la próxima semana. En este extracto, el autor expone como fue la transición la que generó una clase política expansiva, que no puede sostenerse económicamente:
“El franquismo había tenido una primera etapa totalitaria, de aislamiento internacional y economía autárquica; con una represión muy fuerte, tras la guerra civil, que seguramente hubiera sido mucho más cruenta de ganar el otro bando, donde el estalinismo se había hecho con los resortes del poder en los últimos tramos del conflicto, manteniendo al doctor Negrín como presidente títere. La persecución del POUM, con el cruel asesinato de Andreu Nin, bajo la acusación de herejía trostkysta, indica que a la represión sobre la derecha se hubiera sumado la ‘purga’ contra la izquierda no comunista, incluidos los socialistas.
La autarquía franquista se tradujo en años de pobreza y hambre, de cartillas de racionamiento y estraperlo. Pero desde 1959 evolucionó hacia una dictadura de corte militar clásico, que ya no pedía la adhesión interna, sino el mantenimiento del orden público, y que empezó a tener éxitos económicos que el boom turístico incrementó con tasas de crecimiento en varios años por encima de los dos dígitos.
El benéfico cruce del Rubicón fue el plan de Estabilización de Alberto Ullastres, el ministro más eficiente y exitoso de la historia del siglo XX español, que eliminó los precios fijos y eliminó rigideces. La primera consecuencia fue una inflación disparada, pero luego los precios empezaron a bajar de manera sostenida y la industria empezó a florecer. Para redondear su brillante actuación pública, Ullastres consiguió un ventajoso acuerdo con la Unión Europea.
El franquismo compatibilizó esa liberación con un fuerte intervencionismo marcado por el paternalismo de Estado y por el control económico de sectores clave de la economía, mediante la generación de monopolios y el entramado de empresas coordinado por el Instituto Nacional de Industria, en cuyos puestos directivos estuvieron muchos gestores que terminarían recalando en el partido socialista, heredero del franquismo sociológico.
La dictadura puso en marcha procesos de estatalización en educación y sanidad que constituyeron el Estado de bienestar que, después, no ha hecho otra cosa que incrementarse. La Seguridad Social no fue puesta en marcha por los socialistas sino por José Antonio Girón de Velasco. El sindicato vertical, como aparato del Estado, se aseguraba de mantener una baja conflictividad laboral (junto con la política de orden público), y no deja de ser una curiosa paradoja que alguno de sus más populares dirigentes, como José Solís, fuera un terrateniente.
El bienestar social ya palpable a mediados de los sesenta produjo la aparición del mencionado franquismo sociológico. Una corriente latente de la sociedad que quizás podía mostrarse contraria a las dictaduras en general, y poco entusiasta hacia la dictadura franquista en concreto, pero que se mostraba básicamente satisfecha, no quería apuestas políticas arriesgadas y miraba con aprensión a las actividades de la oposición, lideradas básicamente por el partido comunista, el único activo en la clandestinidad, puesto que el partido socialista padeció de una notable parálisis.
La transición no fue pacífica
El fantasma de la guerra civil que, como he indicado, subyació como argumento para provocar miedo, y que dio lugar a la decisión de olvido y reconciliación (hasta que llegó Zapatero), no entró en las opciones posibles. Es preciso acabar con el reiterado mito de que la transición fue pacífica. La violencia política se incrementó de manera notable, sobre todo proveniente de la extrema izquierda, al tiempo que, durante años, descendió sustancialmente la eficacia policial. El matonerismo nacionalista de ETA –o nacionalsocialista, pues reclama la herencia genocida del marxismo-leninismo- y el directamente comunista –FRAP y GRAPO, escisión del PCE, algo así como el partido comunista auténtico o reconstituido- provocaron varios centenares de muertos y fortalecieron la tendencia del Gobierno de la nación a la cesión. Las diferentes negociaciones constitucionales o estatutarias tuvieron lugar con pilas de cadáveres sobre la mesa. El matonerismo de la extrema derecha, más aireado, fue menos virulento, aunque provocó terribles asesinatos como la masacre de los abogados laboralistas de Atocha, que tuvo el efecto de acelerar la legalización del PCE.
Los complejos de culpa franquistas hicieron que, durante años, los asesinados por el matonerismo nacionalista y de ultraizquierda fueran enterrados de manera vergonzante, con liturgias de trámite y escasa representación oficial. Las víctimas del terrorismo no tuvieron respaldo oficial ni ayudas. Las cifras de muertos, y la memoria, dignidad y justicia debidos a cada uno de ellos, hacen insostenible, salvo desde la impostura, aplicar por más tiempo el adjetivo de pacífica a la transición.
Retornemos al análisis referido a la creación de la clase política con el advenimiento de la democracia. Franco, que consideraba al Ejército como la columna vertebral de la nación y la única institución fiable, no sentía un aprecio especial por los políticos, ni tan siquiera de los franquistas. Se cuenta la anécdota, real o legendaria, de que a un interlocutor le recomendaba: ‘haga yo, no se meta en política’.
Es probable que el dictador creyera que su función no era política. Él se consideraba una especie de vigía o de centinela: el que recibe los malos telegramas y los contesta, como dijo en una arenga en la Academia de Zaragoza. Lo cierto es que la ‘clase política’ franquista fue escasa; de hecho, ese término lo utilizó con carácter analógico; entonces se hablaba de ‘familias’ que el dictador dejaba pugnar para mantener divido el poder y entra las que arbitraba cuando se habían debilitado, manteniendo, al tiempo, una ficción de debate, o de ‘contraste de pareceres’, como decía la propaganda del régimen.
En sus últimos tramos, el franquismo generó ayuntamientos eficaces, centrados en la gestión, con alcaldes elegidos ‘a dedo’ por los gobernadores civiles, por lo general figuras destacadas del patriciado local, que no cobraban retribución alguna. Las diputaciones también mostraron bastante eficacia, y el conjunto significó un Estado bastante barato.
Se cuenta la anécdota del asombro irónico de Juan Andrés Ciordia, exdelegado de Educación en Navarra, cuando vio el nuevo edificio de seis plantas de la flamante Consejería de Educación, atestada de políticos y funcionarios. Él había hecho la concentración escolar –un auténtico rompecabezas, con las lógicas tensiones con los alcaldes- con un funcionario y una secretaria.
El escaso número de políticos permitió que la presión fiscal fuera baja y esto propició el proceso de industrialización. Un dato significativo es que, en términos comparativos, el Estado nos cuesta hoy sesenta veces más que, al final del franquismo.
El franquismo sociológico hizo que tampoco fueran necesarias nutridas plantillas de las Fuerzas de Seguridad. La Brigada Político-Social, la más directamente implicada en la represión y en la persecución de los opositores al régimen, nunca sobrepasó la centena de miembros. A título comparativo. la policía secreta zarista, la Ojrana, contaba con cerca de 15.000 miembros, y la Cheka soviética, a los tres años de su creación, superaba los 250.000 agentes de dedicación total.
El Estado-botín de las burocracias partidarias
En propiedad, de manera completa, fue la transición la que generó una extensa clase política; uno de sus más graves errores, de sus peores legados y ese hecho lamentablemente expansivo, de manera tácita, siempre estuvo en el trasfondo de los pactos básicos de la transición entre “los temerosos herederos y guardianes de la herencia y los aspirantes a su administración”, como ha descrito Pablo Castellano en la revista ‘Época’. El “oligárquico pacto” dio lugar a un “Estado de partidos, o sea, el Estado-botín de las burocracias de los partidos”.
La ampliación del botín partidario, necesariamente tentador para formaciones casi en gestación embrionaria, elevó a límites irresistibles el beneficio de la reforma y el coste de la ruptura. Y fue el principal aspecto subyacente, y el menos edificante, del acuerdo. No se informó a la opinión pública sino que se vendió a través de algunas consignas del tipo de la necesidad de ‘fortalecer los partidos’ –lo que llevó a las listas cerradas y bloqueadas y, andando el tiempo, a su financiación a costa del contribuyente- y de que ‘la democracia es cara’.
Visto con la perspectiva del tiempo, la expansión del Estado-botín ha sido abrumador. Ha generado una sociedad parasitaria, confiscatoria y expoliadora de las clases medias, el grupo social que durante estas tres décadas ha mantenido la estabilidad.
Si bien, sin límites de ningún tipo, con un Estado autonómico permanentemente abierta, con diecisiete mini-Estados, varios de ellos obsesionados en constituirse como nación, en cada etapa del proceso no se ha hecho otra cosa que aumentar el número de políticos, hasta convertir a los partidos en estrictas oficinas de colocación, el humus prebendario y la galopante inflación de políticos, subyacente al pacto de intereses, estuvieron claros desde el principio.
La primea veta casi inagotable fue la de los ayuntamientos democráticos, que se dotaron de nutridos parlamentos. Lejos de optar por la elección directa de alcalde y mantener las instituciones locales como ámbitos de gestión, se optó por el festín partidario y detrás de los políticos profesionales las plantillas se incrementaron artificialmente con militantes de los partidos. Estos se iban, en efecto, fortaleciendo pero en detrimento de la sociedad civil.
En el ámbito nacional, se generó una segunda Cámara, el Senado, un lujo inservible, con nulas funciones, del que de continuo se promete su reforma sin que se plasme en nada, porque la verdaderamente necesaria es su cierre.
Criterios propios de la descolonización
Luego vino el big bang autonómico, la veta mayor, que ha devenido en lastre insostenible. Como toda la transición se hizo, a pesar de ser liderada por franquistas, con un intenso complejo de culpa franquista, que introdujo elementos de irracionalidad y, siempre, de cesión, el invento de las autonomías –un federalismo, que no se reconoce por su nombre, según algunos- se hizo con criterios similares a la descolonización.
El esotérico Madrid, tan utilizado en los discursos victimistas y chantajistas del nacionalismo, cumplió la misión de la metrópoli opresora de la que era preciso distanciarse y separarse. Como en la descolonización, lo que se ha producido es el caos. Por ejemplo, se ha tendido a la complicación y al taifato, de forma que un entramado complejo de normativas diversas cumple la onerosa función de los antiguos aranceles internos.
Las lenguas vernáculas pasaron a utilizarse como concreto y alambre de espino para levantar muros de incomunicación, sin respeto a la libertad personal, ni a la lengua materna, ni parándose en marras ante el incremento del fracaso escolar de los que sufrían la imposición de los nuevos imperialistas.
Como en la descolonización, cual si se tratara de tribus sometidas al conquistador, afloraron, por todas partes, deudas históricas. Hubiera sido difícil imaginar, eso sí, que, andando el tiempo, la españolísima Andalucía terminaría definiéndose como “realidad nacional” en aras de los intereses de la clase política regional.
Admitir, de manera tácita, los criterios de la descolonización era dar carta de naturaleza al mito más sangriento del siglo XX: la autodeterminación y situarla como un objetivo alcanzable a medio plazo, por lo que el problema nacionalista lejos de mitigarse no ha hecho más que enconarse progresivamente”.
http://www.minutodigital.com/actualidad2/2008/10/20/%e2%80%98casta-parasitaria-la-transicion-como-desastre-nacional%e2%80%99-nuevo-libro-de-enrique-de-diego/
martes, octubre 21, 2008
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