lunes 21 de enero de 2008
RECUERDOS SUELTOS
Cómo dejé a Marx (y 2)
Por Pío Moa
Después de Contracorriente seguí estudiando lo de la tasa de ganancia capitalista y sus descensos. Avanzado 1984 o a principios de 1985 vivía en un pequeño piso interior, muy cercano a la glorieta de Cuatro Caminos, con Violeta, chica guapa, inteligente y llena de vida, refractaria a la política.
Violeta había estudiado turismo y trabajaba en una agencia de viajes. Integrado ya en la legalidad, me deprimía e irritaba lo que juzgaba chabacanización de la vida, una de las compañías parasitarias de la democracia, muy acentuada bajo la gestión socialista e impulsada, diríase que deliberadamente, desde la televisión y otros medios; y la pérdida del sentido de la cultura propia, tachada de franquista o algo así.
Yo debía de resultar bastante intratable a ratos, y recuerdo el extraño consuelo que me producían algunos documentales televisivos sobre las aves nocturnas: me daban una sensación de vida al margen de una normalidad pestífera, de alejamiento de la ramplonería tan visible, tan chocante a la luz diurna. La misma sensación me causaría una novela que leí bastantes años después, El enamorado de la Osa mayor, de Sergiusz Piasecki, narración de las andanzas nocturnas de unos contrabandistas por la frontera soviético-polaca de entreguerras, una vida marginal que encontraba muy atractiva. Por la misma razón me interesaban los libros de Atienza sobre los templarios, pese a hallarlos un tanto disparatados.
A raíz de un viaje a pie por el Camino de Santiago, que no pasó de Burgos, pensé formar una asociación que colonizase algún pueblo desierto, como Tiermas, sobre el embalse de Yesa, y organizase a partir de él actividades que yo mismo no tenía muy claras, no muy esotéricas en cualquier caso. La idea me dio poco trabajo, pues nadie se interesó por ella.
Solía levantarme antes que Violeta y hacía el desayuno; y mientras ella se preparaba, releía en la cocina, a breves trozos, la Historia de la guerra del Peloponeso. La leía en la edición de Juventud, traducida del latín, mejor, para mi gusto, que otras traducciones del griego que, por intentar ser demasiado fieles a la difícil sintaxis de Tucídides, pierden fuerza expresiva en español y a veces se vuelven apenas inteligibles. Después desayunábamos y salíamos, ella a tomar el autobús para su trabajo y yo a una cafetería cercana, Sirius, armado con un cuaderno y libros sobre la tasa de ganancia, de Claudio Napoleoni, Lucio Colletti (los marxistas italianos han trabajado bastante sobre el tema) y otros parecidos. Allí me pasaba media mañana a base de un café con leche y un cruasán, dando vueltas a la abstrusa cuestión.
Por esa época conocí, quizá a través de Martín Prieto, a Ludolfo Paramio, que tenía mano en El País. Me sugirió escribir algo para el periódico, pero yo tenía dudas: Cebrián me vetaría. "Paranoias tuyas –replicó–. Allí escribe la gente más variopinta, no hay censura".
Mis dudas venían de que unos años antes, en un librito titulado La España que bosteza, Cebrián se había permitido aludirme como supuesto "cerebro" del secuestro de Oriol y probable colaborador de la policía, como lo indicaría el inventado hecho de que yo me moviera por Madrid con plena libertad y hablase tranquilamente con periodistas: he ahí retratada la frivolidad señoritil y la precaria deontología de un personaje procedente por familia de altos cargos de la Falange, tan capaz de hacer cómoda carrera con el franquismo como con la democracia y experto, por tanto, ¡en la vida clandestina! Modelo, también, de antifranquista retrospectivo. Le había replicado con una carta que publicó el periódico, dejándome encantado con el juego limpio del caballero; pero más tarde Martín Prieto me desengañó: mi carta había salido estando ausente Cebrián y sustituyéndole él, Prieto, quien recibió una regañina por su osadía, por lo demás perfectamente democrática. Aun así, hice la prueba, envié un artículo y Paramio me comentó después: "Tenías razón, estaba el artículo compuesto para salir y Cebrián, al ver la firma, ordenó retirarlo sin más". La asechanza de Cebrián la repetirían después Mienmano y el héroe de Paracuellos, entre otros, bien conscientes –no puede ser de otro modo– de que su aserto, además de radicalmente falso, constituye una incitación al asesinato.
Pero a lo que vamos. Discutí con Paramio un par de veces acerca de la tasa de ganancia, y hasta creo haberle mostrado el borrador de mi estudio al respecto. Yo estaba bastante satisfecho de él, pero dieciséis años después, cuando lo desempolvé para publicarlo en el libro de ensayos La sociedad homosexual, comprobé que el texto quedaba farragoso, y hube de reordenarlo y rehacerlo.
Como fuere, Paramio no entraba en esas menudencias y rechazó mis conclusiones. Según enseñaba a sus alumnos de la universidad, la cosa era en el fondo muy simple: los capitalistas, movidos por la competencia, mejoran y amplían constantemente la producción introduciendo más y mejor maquinaria, materias primas, etc. (capital constante), y reduciendo proporcionalmente la mano de obra (capital variable). Con ello suben de momento su masa de beneficio, pero como la base de él consiste en la plusvalía extraída a la mano de obra, su codicia les conduce a una trampa, pues merman dicha base y así debilitan la tasa o promedio de su ganancia. Lo cual, a través de crisis sucesivas, marcaría el destino del capitalismo, empujándolo al derrumbe.
Esto no me decía nada, pues sólo resumía la tesis de Marx, de la que yo partía y a la que criticaba. Pero la actitud de Paramio, repitiendo una evidencia sólo aparente, es muy común, demasiado, entre los profesores e intelectuales españoles. No se trata de ignorancia, generalmente saben mucho de sus materias, y Paramio, desde luego, "sabía latín". En cambio, su destreza de análisis y su atención a posibles problemas bajo las teorías prestigiosas caen bastante por debajo de sus conocimientos. Si saben muy bien lo que dijeron tales o cuales pensadores o científicos, ellos, a su turno, son incapaces de decir algo por su cuenta.
Como he expuesto en el citado ensayo, la formulación de la ley marxiana contradice su pretensión de que la ganancia nace exclusivamente de la plusvalía y, yendo un poco más allá, permite ver cómo la teoría del valor-trabajo, base de toda la construcción económica de Marx, es a su vez contradictoria e inaplicable para medir el valor de las mercancías.
La conclusión resultaba demoledora: el marxismo trata de explicar la historia a través de la economía, clave de la evolución humana (esta idea ha arraigado con tal fuerza que, implícita o explícitamente, con unos u otro matices, siguen repitiéndola y enseñándola como algo evidente innumerables intelectuales por todo el mundo). Pero si el análisis económico marxiano, cifra de todos sus títulos científicos, se revela inoperante, entonces su entero edificio teórico se derrumba inapelablemente, quedando como una de tantas elaboraciones utópicas del siglo XIX –tan despreciadas por el propio Marx–, si bien más pretenciosa y compleja, embrollada en realidad.
A menudo se ha criticado al marxismo oponiéndole su propia experiencia histórica (el stalinismo, en suma), mas frente a esa crítica cabría argüir que se trata de una experiencia muy reciente, muy joven dentro de la historia humana, y por tanto deben comprenderse sus errores prácticos, incluso sus crímenes, corregibles con más tiempo, y que no afectarían a la corrección científica de la teoría. Este argumento cae por tierra, como digo, una vez descubierta la incoherencia de la teoría en su mismo núcleo. Entonces los errores, los crímenes, los stalinismos no nacen de una teoría buena aunque aplicada con deficiencias explicables, sino de la propia teoría.
Otro ejemplo, salvando los niveles, lo hallamos en la tesis del carácter legítimo y democrático del Frente Popular, piedra angular de una abultadísima historiografía izquierdista y separatista, también de alguna derechista. Tal falsedad genera de modo irremediable desvirtuaciones en cadena y falsea la historia hasta lo grotesco.
Llegar a aquella conclusión sobre el marxismo me produjo un sentimiento mezcla de liberación y melancolía. Nuestras sospechas, a cada paso más perturbadoras durante el período de Contracorriente, se confirmaban, pero la lentitud de aquella evolución hizo poco traumático el descubrimiento y nos permitió reorientarnos con más libertad. La posterior caída del Muro de Berlín, aun si inesperable, no me dejó perplejo, o pesaroso, o angustiado, como a tantos sofistas de izquierda en España y fuera.
De paso debía preguntarme sobre el sentido de tantos años de esfuerzos por una causa de pesadilla, mucho peor en sus objetivos que en sus métodos, con ser éstos brutales. Pregunta sin respuesta. Hace meses, en una pequeña fiesta o xuntanza organizada por mi paisano Pepín Calaza, canté con mi voz, reconozco que mala –pero la voluntad es lo que cuenta, según me han contado–, un par de estrofas del himno ruso de la Gran Guerra Patria, Sviaschénnaia Vainá, la guerra sagrada, tan inspirador. Y Pepín me dijo, con sarcasmo: "¿Para qué sirvió toda aquella lucha? Para que los rusos anden de pobretones por Europa y aguantando a las mafias en su país". "Sí, pero, ¿para qué sirve cualquier cosa que hagamos? Dentro de unos años estaremos todos calvos de verdad".
Uno debe reconocer el error, pero aun así la perspectiva general de la vida se le escapa, al menos tal es mi caso.
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http://findesemana.libertaddigital.com/articulo.php/1276234207
lunes, enero 21, 2008
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