miercoles 30 de enero de 2008
Los días de plomo
POR IGNACIO CAMACHO
ERA un zumbido siniestro que se clavaba en las entrañas como una amarga punzada de frío y de congoja. En el espeso silencio funeral de las calles atestadas, el pájaro gris volaba sobre las cabezas de una multitud sobrecogida por el desconsuelo y la zozobra, rasando los tejados, y dibujaba arabescos invisibles en aquel cielo plomizo y ceniciento que presagiaba un futuro de luto, desasosiego y pesadumbre. Recuerdo las miradas perdidas, los puños apretados, el estremecimiento afligido que sacudía la atmósfera como un espasmo eléctrico. Y el miedo, y el estupor, y la angustia, y la rabia. Sobre todo, la rabia, áspera, mortificante y destemplada como un puñetazo en el alma.
Desde hace diez años, cada vez que un helicóptero sobrevuela la ciudad siento de nuevo en las tripas el hormigueo atormentado de aquellos días de plomo en que el cielo lloraba lágrimas de espanto. Vuelvo a ver las manos anónimas que se alzaban para tocar los féretros, los montes de flores húmedas al pie de la esquina maldita, las velas rojas de una vigilia estéril, las caras vueltas para ocultar el llanto. Vuelvo a evocar las horas desgarradas de aquella madrugada que parecía no amanecer nunca, las luces azules de la policía titilando al alba, el paso quedo de la gente que afluía sin despegar los labios, el espontáneo duelo cívico que fue brotando en medio de la desolación y la herrumbre moral como un árbol de dignidad y de coraje. Y la lluvia, helada como un cuchillo de desamparo, caudalosa como un río de tristeza. No habrá lluvia capaz de borrar tanta ignominia, ni tormenta de tiempo que arrastrar pueda los arenales resecos de toda aquella infamia.
Porque, mientras Sevilla lloraba por unos huérfanos a los que alguien trató de preservar con dibujos animados de la terrible certeza de los telediarios; mientras España aguantaba el aliento para no sucumbir a la cólera; mientras un arzobispo clamaba en la catedral, como un nuevo Becket, por el hermano muerto de un Caín sempiterno; mientras millones de personas de bien se descorazonaban en el sinsentido del horror, alguien se regocijaba desde la cárcel ante el dolor de una sociedad convulsionada. Porque dejaron escrito que nuestros lloros eran sus sonrisas y nuestro sufrimiento su alegría. Porque no sólo quisieron, aunque jamás lo lograsen, asesinar nuestra libertad, sino también pisotear nuestro honor, mortificar nuestra serenidad y derretir nuestra esperanza.
Por eso, y por la limpia fortaleza truncada de Alberto, y por la dulce paz segada de Ascensión, y por la inocencia que les robaron a sus hijos, y por la irreversible amargura de una madre, y por la confianza que perdimos y por el desaliento que hallamos, y por la mirada abatida de Teresa, y por la tragedia inútil, y por la alevosía del crimen, y por la pena padecida, y por la ira acumulada, y por estos diez años de soledad insondable, desconsolada y yerma, no olvido ni perdono. Y no reconozco a nadie, repito, a nadie, el derecho de administrar en mi nombre el perdón ni la memoria.
http://www.abc.es/20080130/opinion-firmas/dias-plomo_200801300320.html
miércoles, enero 30, 2008
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