viernes, enero 25, 2008

Miguel Angel Loma, Casi un cuento de la pasada Navidad

viernes 25 de enero de 2008
Casi un cuento de la pasada Navidad

Miguel Ángel Loma

C ARMEN FERNÁNDEZ, limpiadora de la barriada marginal de Sevilla comúnmente conocida como «Las Tres Mil Viviendas», era una madre solitaria de dos niños de cuatro y seis años, Sara e Iván, que por esas torpezas que cometen los más débiles, cayó de bruces en el alcoholismo.

Ante su lamentable situación y para evitar el desamparo de sus críos, los Servicios Sociales de la Junta de Andalucía, movidos por un justo y noble impulso, actuaron drásticamente retirándole a Carmen la custodia de sus hijos. Cómo sería de drástica la actuación juntera que, en el centro de menores donde se acogió primeramente a los niños, se tenía la idea de que Carmen había muerto, y así se lo comunicaron a las dos criaturas, que mediante un procedimiento de preadopción fueron asignados rápidamente a una nueva familia.

Pero como pocas fuerzas hay en la tierra como el amor de una madre, tras la dolorosa pérdida de sus hijos y con el fin de recuperarlos cuanto antes, Carmen se liberó de su desgraciada dependencia consiguiendo rehabilitarse totalmente en poco tiempo. Rehabilitada, levantó la frente y cuando la pobre mujer reclamó la custodia de sus hijos, se topó con una realidad incluso más dura que su superado alcoholismo: la oposición frontal de la Junta de Andalucía y el cerrojazo sobre su reclamación de un juez de familia que consideraba irreversible el procedimiento de adopción iniciado. Parece que eso de la rehabilitación y de rehacer la vida debe ser cosa sólo para asesinos, pero no para mujeres como Carmen, cuyo único título de orgullo y motivo para seguir viviendo era el ejercicio de su arrebatada maternidad.

Sin darse por vencida ante la negativa de Junta y juez, Carmen inició una batalla judicial por la recuperación de sus niños, en la que contó con la colaboración de un abogado tan peleón como ella. Y en esa dura y larga brega, Carmen ganó juicio tras juicio que le fueron dando la razón, y un definitivo recurso ante la Audiencia Provincial que reconocía que los niños tenían que volver con su madre biológica, que calificaba de «calvario» su penosa situación y que condenaba a la Administración al pago de una indemnización para Carmen por su enfermedad, que «era consecuencia directa o indirecta del sufrimiento soportado»... Porque lo que Carmen también había ganado tras tantos años de lucha y padecimientos por recuperar a sus hijos, era un cáncer.

Pero como la cosa no podía quedar con una Carmen enferma, pero indemnizada, la sentencia fue recurrida ante el Tribunal Constitucional, quedando suspendido el pago y siendo retenida la cantidad a cobrar por Carmen, mientras se decidiese el recurso por tan alto como «acelerado» Tribunal, conocido mundialmente por la rapidez de sus resoluciones. Alguien debió pensar que había que agotar todas las posibilidades antes de que Carmen, con el cáncer comiéndole la vida, se sintiera indemnizada, si es que el dinero indemniza esta clase de padecimientos.

Pese a la retención operada sobre su indemnización, su abogado pudo salvar de la quema una parte que Carmen aprovechó para darse quizás el único lujo de su vida: alquilar un piso en Madrid donde alojarse con su anciana madre y con su hija Sara, ya que su otro hijo, Iván, a esas alturas de la historia y tras tantos años de separación, se había quedado con la familia que le adoptó siendo muy niño; circunstancia que sin duda constituyó un nuevo y definitivo golpe para Carmen.

Según refería su abogado, la última vez que habló con Carmen, ésta se mostró muy ilusionada ante la inminente celebración de una Navidad que estaba a las puertas, le había pedido gambas y bombones..., pero tres días antes de que llegase la esperada fecha, con el recurso ante el Constitucional durmiendo el sueño de los justos (es un decir), aparecía en la prensa sevillana una nota bajo el título «Epitafio de su abogado», firmada por el letrado de Carmen y que a continuación transcribo textualmente del periódico donde lo leí:
«Sapos y serpientes ensucian tu ataúd modesto. En la lámpara del velatorio hay cucarachas; en la única silla, culebras; en el quicio de la ventana, raído, buitres. Eres carroña suculenta. ¡Qué fácil fue derribar tu cuerpo ajado! Apenas un roce certero de la guadaña en tu minúsculo corazón ya seco y te venciste. ¡Tanta agitación! ¡Tanto sobresalto!... y ahora, fiel a la cita, ya sólo ella te acompaña... nadie más. Doña Carmen Fernández , la madre de Sara e Iván, mi cliente y amiga, tras cuatro mil noventa y ocho largos días, uno tras otro, de tortuoso calvario, cruel y tenazmente infligido por una hidra sin alma, descansa por fin en paz y sosiego. Su ardua batalla de casi once años y medio tiene un fácil epítome: luchó en absoluta inferioridad - aquí no había Heracles- por sus hijos Iván y Sara. Vivió pobre y sufrió muchísimo. Así será fácil que AQUEL en quien ella creía, y cuyo nacimiento celebramos por estas fechas, la haya acogido. Feliz Natividad».

En una Administración tan hegemónica y de vocación totalizadora como la que padecemos por estas tierras del Sur, que se muestra tan sensible con los menores que ya hasta intenta regular los juegos infantiles de patio de colegio, y tan celosa de la responsabilidad de los ciudadanos con sus hijos como para arrebatárselos a las primeras de cambio, resultaría muy ilustrativo conocer a cuántas otras madres, con circunstancias similares a las de Carmen, se les ha sometido al mismo despiadado tratamiento, aunque me temo que resultará imposible encontrar algún caso parecido: nadie aguanta tanto.

Tras la muerte de Carmen, si algunos y algunas que ocupan cargos públicos y viven de los contribuyentes tuvieran unos gramos de conciencia, habrían pedido perdón por los padecimientos que le han causado a esta pobre mujer cuya triste historia parece sacada de un relato de otros tiempos. Habrían pedido perdón aunque fuera a título póstumo y al único efecto ya de rehabilitar la imagen de Carmen ante sus hijos, pero tal y como se ha desarrollado la historia, lo más probable es que, antes de arrepentirse por el empecinamiento de sus torpes decisiones, más de uno se habrá sentido ofendido por las palabras del abogado que los calificaba de «hidra sin alma».

Y en esto creo que no acertaba mi buen colega Gabriel: quien carece de alma, ni es consciente del dolor que provoca, ni es capaz de alargar el sufrimiento hasta la frontera de la inhumanidad.
http://www.vistazoalaprensa.com/firmas_art.asp?id=4407

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