martes 29 de enero de 2008
Recuerdos de un lector (I)
La memoria crea falsos recuerdos. Yo no puedo recordar cuándo aprendí a leer, porque lo hice a una edad muy temprana, con los tres años recién cumplidos o antes incluso. Me enseñó mi abuelo, con la ayuda de una cartilla un tanto vetusta que en su primera página incluía las letras vocales, acompañadas de un dibujo alusivo: la a de abanico, la e de erizo, la i de iglesia, la o de ojo, la u de uvas. Guardo todavía un ejemplar de aquella cartilla, desgualdrajado y amarillento; y, mientras lo hojeo, me imagino aupado sobre las rodillas de mi abuelo, arrimados ambos a la camilla que escondía bajo sus faldas el calor hospitalario del brasero, pronunciando al unísono esos sonidos que servían para designar el mundo; y llego a imaginar tan vívidamente esa escena que por momentos creo recordarla. Pero sé bien que a quien recuerdo aprendiendo a leer es a mi hermana, cinco años más pequeña que yo, que tuvo idéntico maestro y también trepaba a sus rodillas en las tardes de invierno; cuando acababa de tomarle la lección, mi abuelo la besaba en las mejillas, restregándole su barba picajosa de tres o cuatro días, una barba que le crecía recia y pugnaz, porque era muy macho y además se la afeitaba con navaja barbera. Mi hermana se quejaba de aquellos besos que le dejaban las mejillas escocidas, como yo mismo me quejaba; pero ahora que esos besos me faltan me despierto añorando aquel escozor en la piel, y a veces incluso llego a sentirlo en la duermevela como una lija amorosa que frotase todo mi rostro, lavándolo de arrugas y pensamientos sombríos.
Recuerdo a mi abuela encerrada en su habitación, engolfada siempre en el rezo del rosario y en la lectura de novenarios y revistas piadosas. Santa Rita y el pueblo cristiano, se llamaba su predilecta; en sus páginas finales se incluía siempre un capítulo de un folletín sobre la Abogada de los Imposibles. Mi abuela padecía cataratas y solía pedirme que le leyera las páginas de aquella hagiografía por entregas, salpimentadas de episodios peregrinos, a veces un poco tremebundos (el milagro de los estigmas y de las marcas de la corona de espinas en la frente me dejaba turulato), en los que lo candoroso se daba la mano con lo sobrenatural, hasta infundirme una suerte de arrobo o beatitud que casi me hacía levitar. Otra de mis primeras lecturas fueron los pasajes de Historia Sagrada que incluía la enciclopedia Álvarez, con la que mis padres estudiaron: allí se contenían los episodios más divulgados del Génesis (la creación del mundo, la expulsión del Paraíso, el arca de Noé, el sacrificio de Isaac…), que fueron durante muchos años la levadura de mi imaginación y me enseñaron que hay otra realidad más cierta que la que perciben nuestros sentidos, otra realidad que anida allá donde sólo acceden quienes miran sin legañas.
Mi abuelo, que me enseñó a leer, no era sin embargo hombre de lecturas numerosas. La sabiduría que había atesorado no se la habían proporcionado los libros, sino las asperezas y sinsabores de la vida; sin embargo, guardaba como oro en paño un ejemplar muy magullado de las poesías de José María Gabriel y Galán, que había llegado a aprenderse de memoria allá en su infancia campesina. Sospecho que hoy ya nadie frecuenta a Gabriel y Galán, tan alejado de la muy cuestionable sensibilidad contemporánea; pero su poesía rural, candeal, muy delicadamente emotiva me sigue poniendo un amasijo de ortigas en la garganta cada vez que la releo. El poema predilecto de mi abuelo se titulaba El vaquerillo; y me lo recitaba a diario, con una voz que era a un tiempo muy viril y muy acendradamente melancólica, como si en el niño protagonista estuviese viendo al niño que yo era por entonces, o incluso al niño que él mismo había sido:
«He dormido esta noche en el monte
con el niño que cuida mis vacas.
En el valle tendió para ambos
el rapaz su raquítica manta
y se quiso quitar, ¡pobrecillo!,
su blusilla y hacerme almohada».
Mientras mi abuelo leía aquellos versos cálidos y ateridos, yo sentía crecer dentro de mí el relente de una noche pasada en la intemperie, y me acurrucaba contra él, para sentir el calor de su sangre desfilando por sus venas antiguas, como un río rumoroso y lentísimo, para sentir los latidos de su corazón, como un reloj que midiese la respiración del mundo. Pegados el uno al otro, como la piedra al liquen, sentíamos que se nos hacían de acero los cuerpos y de oro las almas; y la noche que ya se avecindaba a lo lejos ni siquiera nos rozaba: ambos éramos invulnerables y eternos como los dioses.
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martes, enero 29, 2008
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