martes 29 de enero de 2008
EL PAÍS DE LAS MARAVILLAS
Billary: ¿los nuevos demócratas sureños?
Por José María Marco
Carolina del Sur es uno de los estados más característicos del Sur más profundo. Antes, hasta mediados del siglo pasado, vivía en el subdesarrollado, estaba saturado de cultura racista y era absolutamente leal al Partido Demócrata: en los comicios de 1940, el 96% de los 96.000 electores que acudieron a las urnas votó demócrata. Pero las cosas han cambiado, y mucho, desde aquel entonces.
Hoy, la más meridional de las Carolinas tiene cuatro millones de habitantes (el doble que en 1940). Como en casi todo el Sur, los bajos impuestos, la escasa sindicalización y un incremento de la productividad propio de una población dispuesta a hacer lo que sea para salir adelante atrajeron primero a grandes industrias nacionales, luego a plantas industriales extranjeras (BMW, Fuji y Michelin, por ejemplo) y, por fin, a una inmigración interna con espíritu empresarial.
Las consecuencias en el voto fueron trascendentales: el estado se volcó en favor del Partido Republicano. Es sabido que, en las más recientes elecciones presidenciales, el republicano que ha conquistado Carolina del Sur ha conquistado igualmente la Casa Blanca.
De la herencia sureña ha quedado la cuestión racial, que en los últimos cincuenta años ha ido perdiendo virulencia, a pesar de algunos rifirrafes simbólicos, como el que mantuvieron la Naacp y el Congreso local a cuenta de la bandera del estado, que a los miembros de la famosa organización, partidaria de los "derechos" y la "igualdad" –eso dice al menos–, siempre les ha recordado el pasado tenazmente esclavista del lugar. Aun así, como decía, la situación ha ido evolucionando razonablemente bien, y aunque hasta las leyes de Derechos Civiles prevaleció una segregación infame, los carolinos del sur no se mostraron tan beligerantes o, por mejor decir, tan violentos en este asunto como los habitantes de Mississippi y Alabama.
La composición de la población también ha cambiado con el tiempo. Hoy, el porcentaje de habitantes negros, aunque superior al de muchos otros estados, no alcanza el 30%. Por su parte, los blancos representan en torno al 65%.
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No parecía que la raza fuera a ser un factor fundamental en estas elecciones, ni siquiera por la presencia inédita de un candidato negro. Más aún, el voto del electorado afroamericano parecía inclinarse por Hillary Clinton hasta hace poco tiempo, lo que proporcionaba a estas primarias un carácter sumamente curioso y sofisticado, muy característico de los Estados Unidos de hoy en día.
Así era, o así parecía que iba a ser; hasta que, después de algunas torpezas de Hillary Clinton en el campo minado de lo políticamente correcto, desembarcó Bill, el Superesposo, que hasta ahora se había mantenido en un segundo plano, relativamente discreto.
Bill ha entrado en escena como un elefante en una cacharrería, con una apuesta arriesgada –siempre le ha gustado proceder así– a medio plazo y más peligrosa aún a largo. Sin venir a cuento, en una entrevista identificó a Barack Obama con el reverendo Jesse Jackson. Era tanto como afirmar que Obama, por ser un candidato negro, está destinado a representar únicamente a la minoría negra.
Alberto Acereda, seguramente con razón, ha interpretado la posición de los Clinton ante Obama como un síntoma de la desvergüenza partidista del aparato demócrata, muy dispuesto a utilizar los peores trucos, guiños racistas incluidos, para quitarse de encima a un candidato mucho más molesto de lo que se esperaba en un principio. Hay quien dice, no obstante, que la intervención de Clinton no ha sentado bien en el propio Partido Demócrata, como demostraría el respaldo que otra dinastía –ésta ya histórica–, la de los Kennedy, ha prestado a Obama.
El caso es que Bill Clinton, por su cuenta o con el consentimiento de su esposa, ha introducido la cuestión racial en la campaña. Y una vez que el genio ha salido de la botella ya no habrá manera de volver a encerrarlo. Es un arma de doble filo, lo que quizá explique que se haya acentuado tanto la tendencia al avinagramiento propia de los rasgos de Billary, como llaman algunos a Hillary –ahora, más en serio que antes–.
El martes 5 de febrero, cuando se vote en los grandes estados, Hillary Clinton tendrá toda la ventaja del mundo: ha construido una estrategia a largo plazo, tiene al partido detrás, van a entrar en juego electorados entre los que es muy popular, y la diversidad racial y social de las poblaciones votantes jugará en contra de Obama, que ha quedado marcado por el "estigma" clintoniano de la raza. (¿Qué habrían dicho los progresistas de ser un republicano el que se hubiera atrevido a hacer una observación parecida?).
Ahora bien, el propio Obama ha jugado sistemáticamente la carta de la "unidad", el "cambio" y la "transversalidad". La ha jugado incluso en contra de lo que parecía su electorado natural. Por ejemplo, Obama pertenece a la Trinity United Church of Christ, una iglesia que insiste en los valores "negros", en la cultura "negra", en las raíces "negras", en la comunidad "negra". El racismo es descarado, y para nada vergonzante. Un periodista de la Fox se ha preguntado qué diría la opinión pública, en particular la progresista, de una iglesia que hablara con el mismo descaro de los valores "blancos" y de la comunidad "blanca". De hecho, más que sus escarceos islamistas de niñez, ése es uno de los verdaderos puntos débiles de Obama. Y él, que conoce su fragilidad, ha huido como de la peste de cualquier clasificación racial.
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Obama, que se sabe muy bien a sus clásicos demócratas, ha dado la vuelta al argumento, y es posible que la insinuación de Bill Clinton haya empezado a perjudicar a su mujer más que a aquél. En Carolina del Sur, Obama ha ganado con un margen mucho mayor del esperado (55% del voto, por el 26% cosechado por Hillary). Obama se ha llevado un importante 24% del voto blanco y ha contado con el respaldo de una amplia mayoría del electorado joven, fascinado con su retórica buenista del "cambio". Ante eso, los Clinton no están muy bien pertrechados: en lo relacionado con la juventud, sólo los de su generación, es decir, los eternamente jóvenes de los 60, que hoy andan o se acercan a esa edad, votan a Hillary…
A más largo plazo, la salida de Bill puede que haya hecho un daño irreparable a la ya de por sí antipática imagen de Hillary. Ni McCain, ni Romney ni Giuliani habrán sacado a relucir la "cuestión racial" en esta campaña. Habrán sido los demócratas, y más precisamente la pareja presidencial de "nuevos demócratas", que más que eso parecen ahora "demócratas sureños" de los de siempre, de los de antes de los Derechos Civiles, esos que defendieron la secesión y luego la segregación...
Es posible que, llegado el mes de noviembre, una parte del electorado, en particular el negro, lo recuerde. Y más probable aún es que el candidato republicano encuentre la forma de recordárselo. Hay fantasmas del pasado que ni el más voluntarioso viaje al centro logra jamás despejar del todo.
Pinche aquí para acceder a la página de JOSÉ MARÍA MARCO, autor de LA NUEVA REVOLUCIÓN AMERICANA.
http://exteriores.libertaddigital.com/articulo.php/1276234238
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