martes, marzo 20, 2007

Felix Arbolí, Matrimonio, si... mariconadas, no

martes 20 de marzo de 2007
MATRIMONIO, SI… MARICONADAS, NO
Félix Arbolí

H A llegado y pasado sin penas ni glorias el día de San José, en el que se celebra el “Día del Padre” y su santo los Josés, Pepes y Pepitas, que por el mundo existen. Antaño era un día muy especial y santificado. De precepto, según las normas de nuestra Iglesia, que siguen estableciéndolo aunque el laicismo imperante en nuestra sociedad, auspiciado por nuestras autoridades, tanto nacionales, como autonómicas, intente convertirlo en un día anodino y carente de interés y celebración. En casa, si celebramos ambas facetas la del padre y la del santo. Tengo un hijo que se llama José Luis, el benjamín de la familia, aunque ya sea padre de familia y ronde los cuarenta años. Para los padres los hijos no crecen y serán siempre “los niños”, aunque peinen canas y sean padres de familia a su vez. Los vemos crecer y nos damos cuenta de su evolución e independencia, pero en el fondo de nuestro ser, en ese subconsciente que nos domina sin apenas darnos tiempo a razonar, los consideramos como algo muy nuestro e imposible de erradicar de nuestras vidas. Y en ese hombretón fornido que nos sobresale en talla y nos empequeñece en medidas físicas, o esa mujer espléndida, que nos recuerda a los años mozos de nuestra compañera, cuando nos enamoramos perdidamente de ella, vemos a esos deliciosos y entrañables pequeños que nos hicieron pasar las noches en vela, preocupados por ese molesto picor, empacho o dolor que los tenía alterados o contemplando admirativamente la maravilla que es capaz de producir el juego del amor, rociado con ese derroche de pasión que ya es agua pasada y recuerdos para la nostalgia. ¡Dios que grande Eres al brindarnos placer, amor y pasión para darnos la oportunidad añadida de conocer la inmensa satisfacción del sentimiento paternal!. Esta costumbre de celebrar el santo, que he introducido en el ámbito familiar, es vestigio de mis años andaluces donde la onomástica era un día bastante señalado y celebrado. Más que el cumpleaños, ya que era un dato que sólo sabían los muy íntimos y el nombre, por el contrario, era conocido de todas nuestras relaciones. Ignoro si con las alteraciones sufridas en todos los ámbitos de la vida social y familiar en mi querida Andalucía, la “Realidad Nacional”, según ese extraño galimatías inventado por el genio de Chaves, continua esta práctica como en mis ya lejanos tiempos de nacimiento y residencia. Yo moriré con las costumbres heredadas de mis mayores y mis hijos, cuando yo les falte, que hagan lo que quieran. Tienen perfecto derecho a ello. El domingo l8, por ser laborable San José, según el capricho de nuestras queridas autoridades autonómicas que tienen en su poder hacerlo festivo o no, me reuní con todos mis hijos, sus respectivas parejas y mis nietos (la auténtica debilidad y una de las mayores ilusiones que tiene la vejez), para comer en familia. En mi vida me he sentido más feliz, realizado y compensado. Desde primeras horas de la mañana, cuando llamé para reservar mesa en el restaurante, experimentaba la misma sensación e idéntico nerviosismo que el crío en las horas previas a la famosa noche de Reyes. Este año ha sido algo especial, como si se tratara de algo nuevo y muy hermoso. Ignoro el por qué, pero sentía la necesidad de aferrarme al máximo a esos momentos y vivirlos como si fueran irrepetibles. No hice comentario alguno al respecto con nadie de la familia. Ha sido la comida más placentera, dichosa y sabrosa de toda mi vida. Y he tenido miles de comidas familiares hasta con mayores motivos de celebración. Me da hasta miedo adentrarme en consideraciones y motivos para sentir esa reunión con un carácter tan especial y distinto a todas en los que hemos participado la familia al completo. Ya son muchos años los transcurridos desde que gracias a Dios y al prodigio de esa mujer que me acompaña en la vida, he pasado por esta celebración. Pero unos por estar alguno de los hijos ausente de la ciudad, otros por compromisos anteriores adquiridos e ineludibles de otros, etc, ha tenido que quedar alguna silla vacía en esa mesa donde mi orgullo y satisfacción de la paternidad alcanzaba cotas inaccesibles. Este año de tantos sobresaltos y tragedias familiares e inesperadas recaídas en mi salud, he podido ver cumplido mi ansiado objetivo y me he visto arropado al completo por ese conjunto maravilloso donde el amor llega a su máxima cota y del que me considero afortunado artífice y piedra angular de su origen y continuación. Ya son tres generaciones de las que soy cabeza visible y responsable en unión de mi mujer. ¡Y no existe riqueza mayor, ni obra de arte más perfecta!. Usando el latín, solo puedo pronunciar un sincero “Laus Deo”. Es realmente formidable la formación de una familia entrañablemente unida entre sí, ajena a los complejos, intereses egoístas, celos y deformaciones tan comunes en nuestros días, donde el concepto familiar se quebranta y desaparece con excesiva frecuencia. Vivimos una época de locuras colectivas y normas que rozan más de lo debido el absurdo y lo esperpéntico. Y lo peor de esta anomalía es que nuestras leyes y autoridades refrendan esta demencia como legítimas aspiraciones de un colectivo que no desea encontrar y aceptar el sitio apropiado a su peculiar manera de comportarse y sentir. Una unión con todas legalidades permitidas, pero que nunca debió llamarse matrimonio, adecuada a esos seres cuyos “continentes” y “contenidos” son de similares apariencias e intentan presentarse bajo la falsa simulación de una sociedad conyugal socialmente correcta. También está influyendo al desprestigio y la ofensa de la dignidad del matrimonio, las que lo utilizan como objetivo de una vida más cómoda, donde el amor es un sentimiento desconocido y se prestan a la venta de su juventud y la falsedad de sus caricias. Saben que siempre hallarán al necio de turno que la compre para su “disfrute”, ya que hace años perdió la suya y necesita esa “mercancía” de capricho para estimularse sexualmente y presumir de…cuernos. Sin omitir en esta relación de despropósitos a los coleccionistas de bodas que cada día abundan más en esta enorme jaula de grillos, donde prevalece el ruido de la fanfarronería sobre la discreción de la honesta sinceridad. Cuando ven a un matrimonio que pasa de los veinticinco años de unión, quedan sorprendidos, incapaces de que un” contrato” firmado en plena juventud continúe vigente transcurridos tantos años. Ignoran la fuerza y firmeza que impregna el verdadero amor a esa promesa que se presta para toda una vida en común y son pocos los que llegan a cumplirla. No digamos, si como en mi caso, los años son cuarenta y siete, a tres solamente de las famosas y esperadas bodas de oro, que pocos privilegiados llegan a celebrar. Lo consideran como algo insólito, casi milagroso y nos ven como bichos raros cuando le aclaramos que continuamos enamorados el uno de la otra con mayor ilusión y cariño que en los primeros años donde todo era un puro albur. Un amor arraigado y fuerte que nos mantiene aferrados a la vida en un discurrir continuo de ilusiones y gozosas realidades, porque donde prima el cariño verdadero hasta las renuncias y sacrificios se convierten en satisfacciones íntimas y muy personales. Yo que me he criado sin padre, murió cuando sólo tenía cuatro años y no conocí a ninguno de mis abuelos, que se fueron antes de mi llegada, he podido descubrir y comprender tarde y por propia experiencia la grandeza y la fuerza de la paternidad, sus trascendentales influencias y el enorme caudal de cariño que se derrocha, cuando procede de un matrimonio sin artificios, ni componendas. Esa paternidad que sin conocerla, he estado añorando desde que tuve uso de razón. Dios sabrá por qué me privó de tan maravillosa cobertura.

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