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POR ÁLVARO DELGADO GAL
Miércoles, 22-10-08
BLANDEAN los toros en la suerte de varas, la merluza sabe a bacalao, y Gwyneth Paltrow no es tan guapa como Grace Kelly. Las cosas, qué se le va a hacer, parece que van a menos. Pero si las cosas decrecen, lo hacen todavía más las ideas. Lo digo por la rabiosa, caótica polémica pseudoideológica que por estos pagos, y me temo que no sólo por ellos, ha desencadenado el desastre financiero internacional. La polémica se articula en torno a una tesis sencilla y dramática: los infaustos desórdenes que se han llevado por delante a las bolsas de todo el mundo demuestran que el comunismo no es lo único que no funciona en la economía. Por las trazas, tampoco lo hace el capitalismo. De aquí se pasa, sin solución de continuidad, a una reivindicación retro de la socialdemocracia. Los liberales replican que nones, y que puestos a encontrar culpables, los que quedan más a mano son los banqueros centrales. En lo que sigue, argumentaré que la polémica está mal enfocada, y que no nos auxilia en absoluto en la tarea de comprender lo que ha sucedido o de anticipar lo que nos aguarda en el futuro.
El que ha formulado el alegato anticapitalista de modo más intrépido ha sido, ¡oh sorpresa!, nuestro presidente de Gobierno. A finales de septiembre, durante una tenida castellano-leonesa, que es donde suelen visitarle las ocurrencias auténticamente peonales, aseveró que los USA deberían tomar nota de los socialdemócratas, más responsables, más estupendos, más vigilantes y hacendosos. Por supuesto, se estaba poniendo como ejemplo a sí mismo y al sistema financiero español. Tres semanas más tarde, el Gobierno de España anunciaba una inyección monetaria a la banca de 150.000 millones de euros, lo que supone cerca de un 15 por ciento del PIB. Pero dejemos de lado la letra pequeña, y casi siempre cómica, que pespuntea las actuaciones de Zapatero, y vayamos a la cuestión mollar. ¿A qué alude el presidente cuando habla de «socialdemocracia»? Es claro que a las pautas de gobierno y a las expectativas que dominaron el escenario europeo hasta la crisis petrolera del 73. Ése es el modelo fetén, el arquetipo de la buena política, para Zapatero y muchos otros. Después se han producido adaptaciones, penosos aunque inevitables desvíos, pero no ha variado el referente desde el punto de vista moral, como no varió, incluso entre los romanos débauchées, la idea de que en los dos Catones se cifraban todas las virtudes republicanas. ¿Entonces? Pues entonces, nada. Desde hace años, la Teoría de la Elección Pública ha desarrollado instrumentos analíticos muy potentes a partir de los cuales resulta posible explicarse varias de las disfunciones de que se hallan afectados los regímenes redistribuidores de las décadas doradas. La más notoria es la quiebra virtual del sistema de pensiones, secuestrado por la clase política para comprar el voto de los ciudadanos a expensas de las generaciones venideras. Es ridículo sostener que el desaguisado actual acredita por antífrasis los excesos de quienes, en nombre del bien común, han colocado a muchas de nuestras sociedades en vía muerta. Ni las inoperancias perpetradas a lo largo de los últimos cincuenta años, ni la urgencia de remediarlas, prescribirán por el hecho de que se haya armado la de san Quintín en Wall Street y aledaños. La socialdemocracia, cuyos méritos pasados sería cicatero negar, se ha ido, y no volverá por muchas preces que se eleven al cielo.
¿Significa esto que la economía de mercado va a quedar incólume? Tampoco. La defensa del mercado en estado puro guarda un parecido asombroso con las teodiceas de los filósofos cristianos. El concepto fue acuñado por Leibniz, quien invirtió gran parte de su fabuloso cacumen en argüir que las miserias y maldades de este mundo son compatibles con la omnipotencia, omnisciencia, e infinita bondad del Señor. En este optimismo dogmático, algunos liberales rivalizan con Leibniz. El mercado es infalible; el mercado se autocorrige; si por ventura sucede una calamidad, la causa no reside en el mercado, sino en un agente exterior y malévolo, encarnado por lo común por los políticos o los funcionarios, o una combinación de ambos. El villano, en este caso, sería Greenspan, presidente durante diecinueve años de la Reserva Federal, o los banqueros centrales que se situaron en su estela.
Es cierto que Greenspan y sus colegas cometieron errores cuyas consecuencias iremos midiendo con el tiempo. Me temo, sin embargo, que ello no basta para llevar el agua al molino liberal. Greenspan fue un libertario consecuente y, en tanto que tal, decidió que el movimiento browniano de los agentes financieros constituía una fuente insuperable de información y, a largo plazo, de estabilidad. Fiado en esa creencia, relajó los controles que durante la generación anterior habían ejercido los administradores del dinero público. El resultado, lo estamos viendo. En el plano académico es probable que se le dé un repaso notable a las hipótesis de los mercados eficientes y de las expectativas racionales, según fueron elaboradas por la Escuela de Chicago. En el de la práctica política asistiremos a grandes mudanzas, todavía difíciles de imaginar.
Pase lo que pase, podemos estar seguros de algo: y es que aumentará el protagonismo del Estado. Reclamaba recientemente la intervención de éste el semanario «The Economist», heraldo oficial del libertarismo en materia económica. Permítanme que agregue una obviedad más. El Estado se reafirmará de modo fatal, no porque lo haga todo maravillosamente -en el pasivo del Estado figuran, entre otras lindezas, las hambrunas chinas o los campos de exterminio nazi-, sino porque disfruta del monopolio de la fuerza, y el que monopoliza la fuerza termina por hacerse cargo de la situación cuando se atascan las cañerías y simultáneamente falla el suministro de luz. Las elucubraciones liberales sobre la capacidad del mercado para autorregularse dando tiempo al tiempo son infantiles. Resultan, acaso, defendibles en teoría. Pero esta teoría es ridículamente incompleta. En casos extremos, se desatan revoluciones sociales, y las revoluciones no guardan miramiento alguno con los mecanismos homeostáticos del mercado. Las revoluciones son procesos violentos y enormemente destructivos, que sólo concluyen después de que Leviatán haya echado su cuarto a espadas. Es importante señalar, en este frangente, una asimetría profunda entre el mercado, y la política en su acepción hobbesiana. La política sobrevive al desastre de la política, entre otros motivos, porque no existe alternativa a la política. No hay sociedad a menos que alguien tenga vara alta sobre los demás, de donde se deduce que siempre habrá alguien que acabe teniendo esa vara alta... si es que la sociedad quiere persistir. El mercado, por lo contrario, prospera sólo en un ámbito de seguridad civil. Por lo mismo, no sobrevivirá a menos que esa seguridad esté garantizada.
Las reflexiones que anteceden son, con todo, un tanto superferolíticas, o como dirían los ingleses, far-fetched. Lo más probable es que recuperemos el pulso después de haber sufrido alguna que otra descalabradura. Los cambios se notarán en los detalles, en torno de los cuales, por el instante, nos encontramos, catecúmenos e iniciados sin distinción, por entero a obscuras.
ÁLVARO DELGADO-GAL
http://www.abc.es/20081022/opinion-tercera/categorias-20081022.html
martes, octubre 21, 2008
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