lunes 3 de agosto de 2007
Noche oscura
JUAN MANUEL. DE PRADA
COINCIDIENDO con el décimo aniversario de su muerte, se publica un libro sobre la beata Teresa de Calcuta en el que se recogen hasta cuarenta cartas que la «Santa de los miserables» dirigió a personas de su máxima confianza, en las que da cuenta de sus dudas de fe, del «enorme vacío y oscuridad» al que con frecuencia se enfrentaba, en su búsqueda denodada de Dios. A la vista de tales cartas, la revista Time y, a su rebufo, gran parte de la prensa occidental se han lanzado orgiásticamente a glosar lo que, con expresión banal, han denominado una «pérdida de la fe». El tratamiento sensacionalista y esquemático que se ha hecho de las cartas de la beata revela la incomprensión, entreverada de regocijo soez, que nuestra época -o siquiera los voceros de nuestra época- muestra ante el fenómeno de la espiritualidad, empeñados en confirmar su hipótesis de que la fe religiosa es una mera fabricación humana. Naturalmente, tal hipótesis se sustenta sobre la presunción de que la fe es una posesión estólida, mostrenca, que sólo pueden mantener quienes adoptan una actitud pueril y acomodaticia ante la realidad de las cosas; y que tal fe, sometida a interpelación, se desmorona aparatosamente, como suele ocurrir con las quimeras.
A esta visión tan pedestre de la fe no negaremos que haya contribuido cierta actitud camastrona de muchos creyentes que creen por inercia, como quien hereda de sus mayores una maula que no sabe dónde colocar y acaba arrumbándola en el desván de los cachivaches inservibles. Pero la verdadera fe es justamente lo contrario: es una posesión que el creyente arriesga cada día, que cada día somete a escrutinio e inquisición, que cada día le plantea dudas agónicas ante las que, lejos de arredrarse y encerrarse en una concha protectora, se expone hasta sudar sangre, como le ocurrió al mismo Cristo. Si existe una medida de la fe, es precisamente su capacidad para interpelarse a sí misma, su coraje para adentrarse en los pasadizos de esa noche oscura del alma de la que nos hablaba San Juan de la Cruz; y, en este sentido, podemos afirmar que la fe de Teresa de Calcuta era una fe grandiosa, curtida en la duda lancinante, dispuesta siempre a enfrentarse a la oscuridad: la fe de una verdadera santa.
Es cierto que la fe es un don que viene de lo alto, una gracia que el hombre recibe gratuitamente, como los siervos de la parábola evangélica reciben los talentos de su señor. Pero quien cava un hoyo y esconde ese don bajo tierra, en su afán por no perderlo, es «un siervo malo y negligente»; sólo la fe que se expone, que no renuncia a enfrentarse con las tinieblas, permite al siervo «entrar en el gozo de su señor». Teresa de Calcuta fue beneficiada en el reparto de talentos; pero Quien se los entregó no quiso que los enterrase bajo tierra, quiso que los invirtiera en operaciones de alto riesgo. Teresa de Calcuta tuvo que zambullir su fe en los océanos inabarcables del dolor humano, tuvo que ponerla a prueba cada día, hasta calcinarse, en el desempeño de una misión terrible, tuvo que apurar hasta las heces un cáliz que a buen seguro hubiese preferido dejar pasar. Pero la fe que había recibido se lo impidió; y comprendió que su fe sería puesta a prueba cada día, que su fe gritaría desgarradamente cada día, caminando junto a esos «pequeñuelos» sufrientes de los que nos habla el Evangelio, que son la verdadera efigie de Dios. ¿Qué creyente, ante la contemplación de tanta penalidad como la que Teresa de Calcuta contempló en vida, no habría dirigido un grito desgarrador hacia lo alto? ¿Qué creyente que haya caminado al lado del dolor humano, que se haya fundido con ese dolor, no siente, como Teresa de Calcuta, «contradicción en su alma»? ¿Acaso no la sintió el propio Jesús en Getsemaní, cuando se aproximaba su Pasión? La existencia de Teresa de Calcuta fue una pasión constante; sólo la fuerza sobrenatural de la fe explica que no desfalleciera. Pero era humana; y, como humana que era, su corazón temblaba de horror ante la vastedad de la entrega que se le exigía. Ese temblor atormentado y feroz, humanísimo, es la expresión más hermosa de su fe. Esas cartas no nos hablan de una pérdida de la fe; nos hablan del temple de esa fe.
www.juanmanueldeprada.com
lunes, septiembre 03, 2007
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