domingo 30 de septiembre de 2007
Que lo cuelguen
Juan Urrutia
H ABRÁN leído, supongo, que, a causa de la demanda interpuesta por dos reos sentenciados a muerte en el estado de Kentucky, el Tribunal Supremo estadounidense está considerando la inconstitucionalidad de la inyección letal. Escribí sobre este tema en otra ocasión pero hoy intentaré abordarlo desde un punto de vista diferente. Así como aquella vez arremetía contra el sufrimiento, a todas luces evitable, pero inherente a los métodos utilizados actualmente por el tío Sam y sus sobrinos, hoy quiero plantear un interrogante: ¿existe quién merezca morir por sus actos? Ignoro como va a terminar este artículo, no sé a que derroteros me llevará pero como le dijo Humphrey Bogart a su hijo: “si tienes que hacer algo, aunque no te guste, hazlo bien”. No me gusta meterme en terrenos tan pantanosos pero he comenzado así y es tarde para echarse atrás. Una de las cosas a tener en cuenta a la hora de responder semejante y tan macabra pregunta es que cada persona tendrá una respuesta diferente según su edad, vivencias y mundología. A los idealistas e ingenuos veinte años uno diría que nadie merece que lo maten, que la pena capital es un asesinato legal y aduciría cientos de motivos contra las ejecuciones. Los padres de una chiquilla de doce años encontrada desnuda y con el cráneo destrozado en la falda de un monte pensarán, aunque quizás no lo digan, que su asesino merece morir. Un psicólogo nos contará que dentro de los asesinos, violadores y otros monstruos existen diferentes tipos de patologías, aunque no siempre. Desde el psicópata que viola o mata indistintamente porque necesita ejercer poder sobre su víctima y discierne perfectamente entre el bien y el mal hasta el ser atormentado que responde con visceral violencia cuando determinados comportamientos de su prójimo activan el resorte preciso en su memoria transportándole al momento en que su padre le ridiculizaba cruelmente frente a sus amistades. Dicho de otra forma, el que mata porque se burlan de él, casos hay muchos. Nos dirá el profesional que no se puede medir a todos por el mismo rasero. Así, hay quien jamás ha conocido la parte bestial del ser humano y opinará que sólo un enfermo puede cometer determinados actos. Es posible. En el extremo opuesto tenemos a las personas que se han asomado a la ventana más dolorosa de la naturaleza humana y que pensarán que existen individuos de una maldad tan extraordinaria que el mundo seria un lugar mejor sin ellos. Es obvio que los familiares más cercanos al reo, especialmente sus padres, sufrirán por su hijo y porque éste fuera capaz de cometer un crimen brutal. Hasta tal punto que no serán pocos los que nieguen las evidencias incapaces de aceptar una realidad demasiado cruel. No todos los padres reaccionan así, algunos piensan que sus vástagos se lo han buscado. Incluso dentro de quienes esperan en el corredor de la muerte las opiniones están divididas: la mayoría desea seguir vivo pero han sido varios los presos que han solicitado su ejecución al juez para no volver a reincidir. Pocas miradas serán objetivas en este asunto, entre otras cosas porque determinados conocimientos al respecto cambian irremediablemente la concepción del ser humano que pueda tener cualquiera. No es como cuando se busca en una enciclopedia información sobre la batalla de las Termópilas, son datos que llenan de ira y sed de venganza el corazón del más pintado o, por contra, de compasión y humanidad. Especialmente cuando se descubre que un asesino comparte rasgos con nosotros —surge la empatía—: ama a su madre, le gustan los perros, se siente solo, extraña a su familia... Además si es tratado con brutalidad durante su cautiverio o, en demasiados países, ejecución, como es natural en cualquier persona que lo sea, nos indignamos profundamente. Hasta ahora no me he mojado mucho, he evitado conscientemente pronunciarme en exceso. Creo que sería cobarde callar mi opinión después de mostrar las, presuntamente, de los demás. La respuesta es sí, existen, a mi juicio, individuos de una maldad tan asombrosa, con una capacidad de hacer daño tan grande que merecen que les corten los testículos y les hagan caminar con ellos en las manos hasta desangrarse como se hacía en la antigua India. Existen sujetos que arrojan personas vivas a cubas de ácido, prostituyen niños, matan por oficio y realizan infinidad de actos más que horribles que omito porque no es mi intención causar problemas estomacales a nadie. Pero por muchas atrocidades que hayan cometido la Justicia no debe matarlos. En el momento en que lo hace pierde su función protectora de la sociedad, deja de funcionar exclusivamente como un mecanismo que evita la permanencia en las calles de los criminales, mediando a la vez entre víctimas y verdugos para que cada cual reciba la indemnización o sanción que merezca. Se transforma licantrópicamente en un instrumento de venganza. El hecho de que los agraviados puedan ver morir a quienes les hicieron daño no tiene otro nombre. El mensaje para la sociedad es que el ojo por ojo y diente por diente es aceptable desde un punto de vista ético; sigue esta pauta una de las principales instituciones del país. Eso en un lugar como los EEUU donde las armas se venden en la sección de deportes de cualquier gran superficie, temo que resulta ser un gran problema.
domingo, septiembre 30, 2007
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