domingo, septiembre 30, 2007

Jose Ignacio Wert, La Monarquia de la gente

domingo 30 de septiembre de 2007
La Monarquía de la gente
POR JOSÉ IGNACIO WERT
Hace 32 años -entre el entusiasmo de unos pocos, la hostilidad de otros, y una benevolencia esperanzada de la mayoría- se reinstauró en España la Monarquía. La Constitución de 1978 vino a dar incontestable refrendo democrático a esa reinstauración. El desempeño del Rey, primero como empresario de la Transición (según la ingeniosa metáfora de Fernández-Miranda) y, más adelante, como garante y en cierta medida salvador de la democracia recién conquistada (especial, pero no únicamente, en su decisivo desempeño el 23-F) transformaron esa benevolencia esperanzada de la mayoría en un generalizado sentimiento de reconocimiento y admiración hacia el Rey que se mantiene vigoroso hasta nuestros días.
Pueden aducirse multitud de datos de opinión que avalan ese juicio (ver algunos de ellos en recuadro). El Rey es el personaje público que concita mayor aceptación entre los españoles. Ello se sustenta en un reconocimiento muy mayoritario del valor de su contribución a la nueva democracia española (de hecho, la mayoría considera su papel más decisivo que el de cualquier otro actor de ese proceso), y una masiva concordancia en que la Monarquía ha sido y es extraordinariamente funcional para el arraigo de la democracia por la importancia del papel moderador y arbitral que desempeña.
Lo más significativo de este proceso de consolidación en la opinión pública de estos sentimientos es la forma en que el mismo ha atravesado las líneas de fractura política que existen en la sociedad. La forma en que el Rey ha conseguido convertir en verdad estadística el desideratum que formuló al inaugurar su reinado, el de ser «un rey de todos», resulta no sólo un hecho admirable, sino un fenómeno insólito en nuestra historia política de los dos últimos siglos, en los que el pleito por la forma de Estado era una querella central en una sociedad dividida. La mejor prueba es que apenas un 2% de los españoles considera que la definición monárquica de nuestra Constitución debería ser reformada.
Ahora bien, junto al reconocimiento a esa importante legitimidad de ejercicio que el Rey ha conseguido atesorar mediante un ejercicio prudente y sagaz de su papel constitucional, debe decirse que la misma se ha producido en un contexto en el que tanto los principales partidos como los medios de comunicación, como el conjunto de la sociedad civil han prestado adecuado soporte a la consolidación de esos sentimientos, manteniendo los estándares requeridos de respeto y apoyo a ese ejercicio. Cabe preguntarse si está entrando en quiebra esa conducta por parte de algunos en los momentos actuales y cuáles serían las consecuencias.
Unos de forma directa (y en ocasiones, desconsiderada y hasta violenta) y otros de forma oblicua intentan introducir en el debate público la utilidad o la conveniencia de la Monarquía en esta fase de nuestra vida política en la que la democracia se halla plenamente consolidada.
Me parece que se equivocan gravemente. La funcionalidad de la Monarquía en el sistema político que instaura la Constitución de 1978 va mucho más allá de su papel en la fase de consolidación democrática. El papel de símbolo de la unidad, de árbitro y moderador de las instituciones se proyecta en el tiempo, máxime en un sistema de Estado compuesto, en el que existen poderosas fuerzas disgregadoras de la unidad nacional y en el que el propio equilibrio constitucional excluye la noción de Ejecutivo dual que inevitablemente comportaría la forma republicana. El Rey cumple un papel insustituible precisamente en virtud de su capacidad de operar por encima de las contiendas políticas cotidianas, a las que no podría escapar de ningún modo un Jefe del Estado alineado políticamente. Esa capacidad se ha puesto de manifiesto de forma inequívoca en las situaciones de alternancia política que se han sucedido en todos estos años.
Pienso que las fuerzas políticas responsables y los medios de comunicación no pueden jugar con una cuestión tan sensible. Y, desde luego, quienes lo hagan deben saber que el «demos» no se lo está pidiendo.
El republicanismo es, por supuesto, una opción defendible. Pero quienes abogan por la República no pueden, después de todos estos años, ampararse en la democracia, porque en defensa de aquella bien podría decirse que «del Rey abajo, ninguno».

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