lunes 1 de octubre de 2007
La muerte amiga
NUESTRO caminar humano va ligado a múltiples acaeceres que salpican la existencia de dolor y de contradicciones. La versión trascendente de aquélla nos alerta acerca del significado de la muerte y de su mensaje de liberación y de asentamiento eterno. «La Iglesia nos enseña -cual advierte Joris-Karl Huysmans en su obra En camino- cuando llega el tiempo del dolor que la vida verdadera no empieza con el nacimiento, sino con la muerte. La Iglesia es indefectible, más que admirable, inmensa». La fe, afirmando el destino eterno del hombre -ha precisado el Concilio Vaticano II-, ofrece la única respuesta satisfactoria que tiene la angustia que el hombre siente frente a la perspectiva de la muerte.
La diaria experiencia nos abona el resquebrajamiento producido en los ámbitos cultural, ético y religioso, afectando a la integridad de los grandes principios y axiomas que tradicionalmente les presidieron. No obstante se pulsa en ciertos sectores un moderado retorno a luces de espiritualidad ante el convencimiento de que el ímpetu de secularización no es capaz de dar respuesta adecuada a ciertos interrogantes que le apremian. Con el paso de los años el hombre está de vuelta de muchas cosas que pudieron distraerle otrora. Consciente de su fragilidad, se va mostrando más propenso a la estimación de los auténticos valores de la vida y a la idea de un cercano sentir de la divinidad.
Nadie nos ha educado para morir, más bien nos vamos «educando» al ritmo de las costumbres y de los cambios sociales (Carmen Fuentes). La sociedad actual propende obsesivamente a la resolución de los «problemas» de presente, dando la espalda a toda preocupación de trascendencia sobre el futuro del hombre. La vida se ofrece como auténtica cuando sabe incorporar la idea de la muerte como complemento insoslayable de su estructura. Una vida es auténtica -afirma el profesor Aquilino Polaino- cuando en ella se acoge la propia muerte como una característica más de la condición humana y, por eso, cada día se vive como si fuese el último, procurando sacar lo mejor que cada uno lleva dentro para ponerlo al servicio de los demás.
La muerte constituye un puente de tránsito entre la vida terrenal y la vida eterna. Es algo dogmáticamente definido, naturalmente aceptado. El cúmulo de nuestras ideaciones y sentimientos, el arsenal de proyectos que colma nuestra existencia, no suponen una ventolera de humo llamada a desvanecerse. Es símbolo y evidencia de que desde el nacimiento nos erigimos en un ser perfectible con vocación de permanencia. La liturgia recoge con precisión tan lúcido esquema. «En Él -en Cristo- brilla la esperanza de nuestra feliz resurrección; y así, aunque la certeza de morir nos entristece nos consuela la promesa de la futura inmortalidad». En la cima de todo se impone la aceptación amorosa de la voluntad de Dios sobre nuestras planificaciones individuales.
La novela Pulitzer de Michael Cunningham Las horas ha sido llevada al cine bajo la dirección de Stephen Daldry. Es una obra densa en ideas y no menos en su realización. La escritora Virginia Woolf aparece como personaje destacado, extremadamente sensibilizada y presa de notable inestabilidad mental. «¿Es posible que morir sea dejar de existir de un modo absoluto? ¿Es posible dejar de vivir?». Interrogantes que afloran tras una lectura de sus páginas y que se clavan desazonantes en el alma del espectador. Surge un sentimiento firme en nuestro ser que se revela ante la idea de un aniquilamiento total como inexorable resultado de la muerte.
El enfermo impuesto de enfermedad incurable y de su muerte a plazo fijo, necesita una fortaleza anímica excepcional para sobreponerse a tan infausta situación. En el filme Amarga victoria, de Edmun Goulding, Judith Traherne padece un tumor cerebral, lesión irreversible que le llevará muy pronto a la muerte. Su angustiosa situación inicial irá abriendo paso a una actitud de serenidad que a todos sorprende y emociona. El doctor Frederick Steele le habla en términos de sinceridad e invitación a la necesaria provisión de fortaleza. «Todos tenemos que morir. La diferencia es que tú sabes cuándo y nosotros no. Hay que vivir, que cuando llegue la muerte nos encuentre tranquilos y en paz». Judith ansía envolverse en un clima de conformidad ante el acerado mal que le aqueja. Avanza en el proceso de autodominio, de vencimiento del temor que, en momentos, le cerca y presiona de modo despiadado. «Cuando la muerte me llegue será como una vieja amiga, que ha de hallarme gozosa y tranquila».
El humor reflexivo ennoblece y reviste de cierta distinción a la vida. En el incipiente diálogo con una persona a quien no se viene tratando, qué efecto de aproximación y entendimiento deriva de una actitud atenta y sonriente. Un avezado escritor, Juan José Alonso Millán, nos sugería que «incluso a la muerte hay que recibirla con una sonrisa» (Rev. Chesterton). Bien está la activación de los valores morales al rozar las últimas estribaciones de la vida. Uno de ellos, y no baladí, será, sin duda, semejante bienquerencia de despido. La enfermedad, la vejez, no privan de que unas gotas de humor salpiquen de vez en cuando el monótono avance de las horas.
No faltan proyectos de honda inspiración surgidos con la mirada puesta en auxiliar al hombre en el crucial momento de su partida. Xavier Busquet, facultativo de un programa de atención domiciliaria y equipo de soporte (Programa Pades), explica que el objetivo perseguido «simplemente es reivindicar la dignidad de todos los seres humanos y procurar una buena muerte para humanizar el acto de morir». Una serie de trabajos se agrupan en perfecta coordinación en el libro Aprender a morir. Vivencias cerca de la muerte. El Papa Juan Pablo II ha rendido a todos los católicos y a todos los hombres de cualquier creencia una lección inolvidable, acentuando su ansia de vivir hasta el postrer momento de su existencia. Las Coplas de Jorge Manrique por la muerte de su padre encierran junto a un impar valor literario, una lección sublime sobre el valor de la vida y el significado de la muerte que le sucede. «Recuerde el alma dormida, avive el seso e despierte contemplando cómo se pasa la vida, cómo se viene la muerte tan callando».
El hombre de fe sabe que nuestro paso por la tierra está signado por la temporalidad, que caminamos hacia una vida inmarcesible que nos aguarda tras aquél. Cómo nos enternecen aquellos versos de Santa Teresa de Ávila «Vivo sin vivir en mí» de tan sublime inspiración mística. Supuesto harto expresivo de la muerte como entrañable amiga a la que se aguarda con impaciencia. La confianza de haber de morir aviva la esperanza de que la muerte, como fiel acompañante, llevará el alma hasta el goce de Dios. «Venga ya la dulce muerte, el morir venga ligero, que muero porque no muero».
domingo, septiembre 30, 2007
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