domingo, septiembre 30, 2007

Alvaro Delgado Gal, Las preces de Ibarra

domingo 30 de septiembre de 2007
Las preces de Ibarra

POR ÁLVARO DELGADO-GAL
Rodríguez Ibarra ha emergido esta semana de Colombey-les-Deux-Églises, versión autonómica, para manifestarse en toda su rústica majestad. Afirmó, en la Ser, que no se ha desplegado el ejército en Afganistán con el aviso y prudencia requeridos, porque la tropa se componía sólo de bolivianos, extremeños y andaluces. Y propuso una receta para restaurar la paz en el mundo: el servicio militar obligatorio. Si tuvieran que ir al frente los ricos, además de los pobres, no se oiría el silbido de una bala. No intentaré refutar al señor Ibarra, quien ha buscado más un golpe de efecto que decir algo inteligente. Pero su vindicación adversativa del ejército de levas no carece de interés. De interés como síntoma, quiero decir. Adelanto que no he hecho el servicio militar. Hace años, un primo mío me invitó al fútbol, deporte al que no soy adicto. Me extrañó que el campo fuera demasiado grande para lo que alcanzan unos ojos normales. El intríngulis estaba en que mis ojos no eran normales. Padecía cinco dioptrías en el mejor, y fui dado de baja por inútil. Aclarado este punto de índole biográfica, e irrelevante, retomo el hilo y vuelvo al argumento.
¿Por qué es interesante? Porque integra una mutación dentro del pensamiento de izquierdas clásico. Éste se halla profundamente endeudado con la tradición republicana que ha expuesto Philip Pettit y abrazado con entusiasmo acaso poco meditado nuestro presidente de Gobierno. El pintor fetiche de los republicanos es Jacques-Louis David, el gran glosador de las virtudes romanas. En la Roma que retrata David y evoca Tito Livio, el ejército se nutría de ciudadanos, al revés que las huestes mercenarias congregadas por el persa o el cartaginés. Pertenecer al ejército era una obligación, aunque a la vez un derecho, y dado que este derecho no era asequible a los esclavos o a los extranjeros, también un privilegio. Los clásicos se refieren, constantemente, a las libertades de la ciudad: de Atenas, de Roma, de Esparta. Defender las libertades de una ciudad suponía mantener su constitución a salvo de las intromisiones de un poder foráneo. Cuando la constitución era democrática, lo último equivalía, por definición, a preservar la democracia. Es aquí donde el concepto de un ejército no mercenario entronca con el pensamiento republicano. El ciudadano no sólo participaba en el gobierno de la ciudad votando en la asamblea, sino que lo hacía, igualmente, empuñando las armas. Se trataba de una responsabilidad agotadora, que cesaba, en la Atenas de Pericles, a la edad... de sesenta años. El rendimiento poético de los grandes trágicos, longevos todos ellos, revela bien la situación. Eurípides, autor de cerca de cien tragedias, de las que se conserva sólo un puñado, generó el grueso de su obra ya anciano. Esto es, después de que hubo sido dispensado de sus deberes militares.
El «ethos» republicano nos cae un poco lejos. Se nos antoja ciclópeo, desmesurado, teatral. Si hubiésemos sido Mucio Escévola, habríamos preferido, probablemente, no tostarnos la mano que no había sabido llegar al corazón del rey Porsena. Pero algo permanece, en abstracto al menos: la noción de un bien común y la correlativa capacidad de sacrificio que la subordinación a ese bien superior entraña. Pettit no ha renunciado a la lírica del bien común, que es recogida, y entonada de nuevo, por Rousseau y otros nostálgicos de un pasado cuyas virtudes sirven, por contraste, para resaltar las miserias de un presente degenerado y despótico. Pero Pettit dedica más tiempo a hablar de la autonomía individual, y del deber en que se halla el Estado de asegurarla mediante las inversiones oportunas. Ello da lugar a una circunstancia curiosa y específicamente contemporánea. Se apela a los sentimientos antiguos, que borran al individuo y exaltan la patria y las libertades colectivas, con un fin por completo nuevo: el de acrecer los derechos personales de cada cual. Se trata de una composición de lugar paradójica, y quizá insostenible. Pero es la composición de lugar en que, de momento, se encuentra menos a disgusto el PSOE. En este escenario, no cabe el ejército ciudadano que inauguran a gran escala los coetáneos de David y Marat. Es verdad que el ejército de levas ha quedado técnicamente obsoleto, puesto que se han encontrado procedimientos inéditos de dar cuenta del adversario sin el uso de tropa. Pero éste es un argumento distinto. Lo que en realidad pasa, es que jugarse el pellejo es incompatible con la economía egoísta del hombre normal, y el patio no está para llamamientos sublimes.
Precisamente por eso, porque no está para llamamientos sublimes, Ibarra ha preferido evitar el modelo heroico e intimar el ejército masivo acudiendo a un concepto rencoroso: la lucha de clases. Otro invento, porque maldita la falta que hace invocar la lucha de clases cuando no hay lucha de clases. Y muchos menos, una lucha de clases que enfrente a los extremeños con los madrileños o catalanes. Pero en fin, antes muerto, que ser generoso.

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