miercoles 26 de septiembre de 2007
La hidra de mil bolsillos Patxi Andión
La sociedad civil se pregunta por sus fallos orgánicos, pues, como organismo en vida, precisa de cuidar sus constantes vitales, las cosas que le hacen ser y continuar siendo y en cualquier caso buscar la mejora de la acción operativa entre sus constantes, es decir, de sus individuos. Los hombres civiles son los que en su acción común validan la existencia de su todo, de la sociedad civil, y al igual que el organismo vital del ser humano, funciona en tanto en cuanto funcionen sus partes, se interrelacionen con eficacia y armonía, se complementen y se apoyen mutuamente.
Por eso, cuando descubre una pequeña fisura, un pequeño e indefenso bultito sospechoso, algo que amenace el funcionamiento regular, se alarma, y sin que le llegue la camisa al cuello acude al médico, que en su caso es La Justicia, porque las cosas de los derechos y deberes sólo son diagnosticables a la luz de la norma, su grado de cumplimiento o el nivel de su transgresión. La norma es a la sociedad civil como la fiebre al cuerpo humano, en cuanto se mueve de su temperatura ideal, produce desarreglos que, cuanto más se prolongan, más dificultosos son de remediar y los problemas se agravan.
Sin embargo; los civiles, en cuanto humanos, son presas de sus propias malformaciones y ambiciones. La codicia es un sentimiento que anida en el ser humano en cuanto éste descubre que su interés le hace más fuerte y debilita a la vez al otro. Puede que sea incluso algo más que un sentimiento y venga en la estructura, aunque sólo salga en determinadas situaciones a determinados niveles y en algunos individuos, pero anida como una hidra maléfica en el corazón del menos pensado.
La codicia que trasunta la norma de todos es, además de un delito, una traición social y la sociedad civil se duele. Le duele esa codicia irrefrenable que acosa al hombre público. Aquella actitud que se diagnóstica al principio, en la medida de los signos externos injustificados, los coches excesivos, las fincas que se pretendían inalcanzables, las obras de arte sobrepagadas, de forma que en términos de uno de sus gurús, el difunto Jesús Gil y Gil, el hombre público termina comportándose ostentóreamente. Magnífico y afortunadísimo acrónimo de ostentoso y estentóreo y que define de manera absoluta el comportamiento del corrupto. Comportamiento que, incluso una vez que la Justicia ha puesto a buen recaudo al hombre público corrompido y descubierto, suele mantener ante sus nuevos pares tras las rejas.
La corrupción tiene muchas caras, pero algunas son más conocidas que otras, porque las consecuencias públicas las pagan siempre los demás. Quizá de todas ellas y sus formas, la corrupción urbanística se lleva la palma por decirlo ordinariamente. Alerta el fiscal general del Estado que el “efecto Marbella” se expande como la hidra. Y abunda en que en algunos sitios, como en Cádiz, está ya “fuera de control”.
Los hombres públicos corruptos serán desenmascarados, encausados y condenados, ya lo sé, pero también sé que serán juzgados por los delitos económicos cometidos y creo que deberían, además, ser juzgados por traición civil, delito mucho más grave que cualquier agravio a la bandera o a los símbolos del Estado. Éste sigue siendo el hijo tonto de la sociedad civil.
No se quiere apagar el verano y no hay fatiga sin abanico. Septiembre
miércoles, septiembre 26, 2007
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