jueves 6 de septiembre de 2007
El gran falsario Javier Pérez Pellón
De falsarios está repleta la historia antigua y la moderna. Casi todos los políticos y grandes estrategas desde Temístocles, Alejandro, César o Napoleón, deben no pocos momentos de su histórica gloria al hecho de haberse comportado, oportunamente, como falsarios, aunque ello no haya ofuscado el puesto privilegiado que, merecidamente, se han ganado entre los elegidos de la aventura humana. Y no hay duda que se comportaron como falsarios por el bien de sus patrias y por los ideales que guió la grandeza de sus acciones. Falsarios, a su manera, fueron, a pesar de su ferocidad, Hitler y Stalin, o de sus medias tintas como Tito, Nasser o J.F.Kennedy, aunque sus falsedades tuvieran el apoyo popular y estuvieran justificadas porque basadas en los nobles ideales del bienestar de sus gentes y de sus países.
Los políticos de hoy día, dejándose acariciar por la falsedad de sus biografías oficiales, sólo esconden una insoportable vanidad y un deseo irrefrenable del poder que puedan conseguir mediante el sufragio popular.
En sus famosos Encuentros Indro Montanelli habla de un tal Stanley Clifford Weyman, nombre falso, por supuesto, que se inventó la historia, nunca existida, del presunto amor de Rodolfo Valentino con Pola Negri; que otro día logró engañar al Presidente USA Harding, vistiendo el uniforme de capitán de corbeta, para escoltar a la princesa Fátima, hija del rey de Afganistán en visita a Los Estados Unidos; o que se improvisara cónsul general de Rumanía, sólo por el gusto de vestir un uniforme azul, con galones de oro y presentarse, en tal guisa, en el acorazado Wyoming, de la flota de guerra americana, pasando revista a la marinería que le rendía honores, haciéndose pasar por enviado especial de la reina María; de la misma forma que engañó a toda la prensa internacional, que cubría informativamente las sesiones en la sede de la Naciones Unidas, acreditándose como corresponsal de la Erwing News Service, agencia de noticias jamás existida, siendo el único periodista no soviético que conseguía cenar, frecuentemente, con Gromyko. Jamás estafó un dólar a nadie. Sufrió la cárcel e innumerables procesos. Sus falsedades fueron sólo la venganza del hijo de un pobre emigrado judío de Brooklyn, huérfano desde muy niño y privado, por esta causa, de la más elemental instrucción, incluyendo la escuela primaria.
Pero el falsario, del que ahora tratamos de ocuparnos, no pertenece ni a la serie de aquellos que pusieron la ferocidad al servicio de sus ideales políticos, ni a los grandes estrategas de la historia, ni a políticos, más o menos honestos, ni a la tierna categoría de los Weyman, sino a aquella que a decir de Bernanos es “la expresión de las formas más bajas de la vida colectiva, la vanidad, la avidez y la envidia” (“virtudes”, en este caso, encarnadas en una sola persona), que, o bien por ignorancia, o por otros fines innobles, los gobernantes del mundo entero, incluído el Papa de Roma, se han dejado engañar, durante casi cuarenta años, por motivos que todavía ignoramos.
Lo más espeluznante del personaje del que hablamos es que se sirvió del terror, llenando el mundo entero de víctimas inocentes, en primer lugar su presunto pueblo, al que, también, consiguió hundir en la más terrible miseria, para esconder su falsedad, que fue el pasaporte que le abrió la única y exclusiva frontera de la finalidad de su vida: enriquecerse.
La última noticia la ha dado, con un breve comentario, la agencia italiana ANSA, pero, al menos entre la prensa más acreditada, local e internacional, que he tenido la orportunidad de hojear, esta noticia no ha tenido suficiente importancia o mérito como para ser incluída en ninguno de esos medios de información y, mucho menos, en la TV, sujeta aquí, como en todo el mundo, a la más estricta “observación” del poder político, del que gobierna y del está en la oposición.
La agencia ANSA habla de la expulsión de Túnez de Suha Arafat, la hoy viuda del Rais, a tres años de la muerte de Yasser Arafat, del cual ha heredado su más que impresionante fortuna, calculada en algo así como en mil o mil trecientos millones de dólares, todos ellos, uno a uno, procedentes de las ayudas que, durante más treinta años, llovían de todo el mundo, incluyendo las de sus hermanos árabes, para aliviar los sufrimientos del pueblo palestino y conseguir, con ello, llegar a un honorable proceso de paz en esa región, tan desvastada por el odio y la guerra.
Durante el curso de estos años Yasser Arafat ha sido el único depositario, “exclusivo administrador delegado” de esta inmensa fortuna, convirtiéndole, como le llamaría Oriana Fallaci, en el gran rey Midas de nuestro tiempo. Allí donde pedía se le daba generosamente.
Ya en vida de Arafat, su ministro de Finanzas, Salam Fayyad, hoy rampante Primer Mnistro Palestino, comenzó a investigar sobre las cuentas de la Autoridad Nacional Palestina y con su ayuda, en el 2004, una investigación de la CBS, la red televisiva americana, descubrió la famosa transferencia de 100.000 $ mensuales que Arafat hacía a una c/c que su mujer Suha tenía bierta en un banco de la capital de Francia, donde había fijado su lujosa residencia en compañía de su perro y de su hija Zahwa. De la misma manera que, según los acuerdos de Oslo de 1993, entre Israel y Arafat, todas las sumas recogidas por las autoridades israelies, en forma de impuestos aduaneros y destinados a las finanzas palestinas, iban a parar, al final de su trayecto, a una c/c de exclusiva disponibilidad de Arafat y de su consejero económico Mohammed Rachid. El mismo Fayyad contó, también, el haber sido testigo de la entrega de un cheque, firmado por Saddam Hussein, a nombre de Arafat, por un valor de 50 millones de dólares, aparentemente destinados a la causa palestina, pero que, en realidad, fué a parar, directamente, al fondo del ávido bolsillo del célebre falsario que usaba, naturalmente como falso, el nombre de Abu Ammar.
La fortuna de Abu Ammar, aparte de la que ha dejado repartida, a su nombre y al de su amada esposa, treinta años más joven que él, en diversas cuentas corrientes en bancos suizos, franceses, americanos y de los Emiratos Arábes, está, también, diversificada en acciones de una compañía aérea de las Islas Maldivas, en otra de transportes en Grecia, en otra de diamantes en Africa y en plantaciones en América Central, según diversas relaciones de la revista Forbes, del Fondo Monetario Internacional, del New York Post y del Maarviv International.
Cuenta Orina Fallaci que, al final de la entrevista que hiciera a Arafat, en Amman, en marzo de 1972, y después de todas las barbaridades que había dicho en ella preguntó a un compañero de armas, Farouk el Kaddoumi, que porqué le soportaban. “Porque es él quien tiene el dinero”, fue la seca y sonriente respuesta.
No obstante todo esto fuera de dominio público, el día de su “muerte oficial”, 11 de noviembre del 2004, en el hospital militar francés de Percy, el entonces presidente d la República, Jacques Chirac tuvo la desfachatez de enfangar las maravillosas notas de la Marsellesa haciéndolas sonar en honor del ilustre difunto. Mientras que al día siguiente, durante los solemnes funerales en El Cairo, delegaciones del mundo entero, —por supuesto ninguna del Estado de Israel—, incluyendo la italiana, numerosísima, pagada con aéreos especiales, a cargo del contribuyente, la española, idem de idem, con Moratinos al frente de ella y la de la UE con nuestro tonto nacional, Javier Solana, que había restregado sus barbas, en numerosas ocasiones, con las sucias de Arafat, en lamigosos abrazos, y otras muchas más que asistían emocionadas a las oraciones fúnebres, sólo comparadas con las dedicadas a los grandes estadistas egipcios contemporáneos, Gamal Abd el-Nasser, en 1970, y Anwar el-Sadat, en 1981.
A mi me espantó ver entrar armado a este Premio Nóbel de la Paz de 1994, —cómo para toncharse de risa o de pena !vaya!—, en el 1982, con pistolón en la cintura, en el Parlamento italiano, donde por sacrosanta ley de la República está prohibida la entrada del ejército. Como me causó una gran desilusión el verle, varias veces cómo, en el Patio de San Dámaso, la Guardia Suiza del Vaticano le rendía honores, esperarando ser recibido por su “amigo” el papa Juan Pablo II.
Cuenta Oriana Fallaci en El Apocalipsis, su último libro, que “cuando el cerebro se apagó y apagándose disolvió todos los números secretos, todos los nombres falsos, todos los códigos que sólo él conocía. Y por cada número, cada nombre, cada código, una fila interminable de muertos. Las criaturas que él había matado o hecho matar. Israelíes, palestinos, italianos, ingleses, franceses, americanos…”.
El gran falsario falseó todo en su vida, comenzando por su nacionalidad y fecha de nacimiento, pues a pesar de haber declarado mil veces el haber nacido en Jerusalén el 4 de agosto de 1929 y ser de nacionalidad palestina, su certificado de nacimiento, depositado en la Universidad de El Cairo, afirma que Yasser Arafat, nació en el Cairo el 24 d agosto de 1929 y que su nombre completo resulta ser Muhammad ‘Abd al-Rahman ‘Abd al-Ra’ü ‘Arafat al-Qudwa al-Husayni.
Falso hasta las entrañas y terrorista por vocación, gusto y bajas ambiciones de riqueza personal.
“Será alnejado de la tienda en la que acampaba para ser arrastrado al rey de los terrores”, dice la Biblia en el Libro de Job.
“Tenemos necesidad del terror global para rejuvenecer la nación” afirmaba Lenín.
“Los medios más fáciles para conseguir la victoria sobre la razón son el terror y la fuerza” sentenciaaba Adolf Hitler en su Mein Kampf.
Harold Clayton Urey, Premio Nóbel de Química en 1934, y uno de los padres de la bomba atómica y de la de hidrógeno, llegó a afirmar, en una conferencia “Discurso sobre la bomba atómica”, diciembre de 1945, que “antes de nada tenemos necesidad de ser aterrorizados”.
Incluso Winston Churchill, en plena Segunda Guerra Mundial, diría aquello de “victoria a toda costa, a despecho de cualquier terror. Sin victoria no existe la supervivencia”.
Cada una de estas opiniones, desde las sacras bíblicas, hasta las espantosas hitlerianas o leninistas o las sorprendentes de Churchill, tienen su fundamento en defensa de unos ciertos ideales.
El terror de Yasser Arafat, el gran falsario, es de un género muy particular, el más aberrante de todos: la ambición de la riqueza para su exclusivo disfrute personal.
Por todo ello los títulos en todos los idiomas de falsario, falsary, rascal, trompeur, bouffon, lestofante, farsante, trolero y su traducción al árabe de bellaco (charrani), mezquino (miskin), zafio (yaf), petulante (mugatraf), truhán (al-bardan), mamamarracho (muharray), zoquete (süqata), se los ha ganado a pulso.
Ahora parece que ciertas autoridades palestinas han abierto los ojos a la luz de tantas evidencias y reclaman a la viuda los dineros de Arafat, que pertenecen, según ellas, al pueblo palestino. Por de pronto la señora Suha, expulsada de Túnez, como persona indeseable, ha hecho las maletas trasladándose a Malta donde su tesoro parece, de momento, estar bien custodiado.
Pero quien sabe si también esta vez, como ya ha sucedido en el pasado, los secretos de Arafat, el falsario que engañó a medio mundo, no se vuelvan a convertir en mercancía de cambio o de chantaje. Sobra dinero para corromper al más honrado de los palestinos llamados en causa. Y quizás por esto, por un “fortuito” accidente en el curso de esta historia, los secretos de Arafat, no lleguen nunca a ser revelados.
jueves, septiembre 06, 2007
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