miércoles, septiembre 05, 2007

Ignacio San Miguel, Estar en el candelero

jueves 6 de septiembre de 2007
Estar en el candelero
Ignacio San Miguel
C ASI al mismo tiempo han muerto dos escritores que se odiaban: Umbral y Vilallonga. Los dos rivalizaban en un defecto bastante común entre escritores: la maledicencia. Parecían tener mucho veneno acumulado, que se iba renovando a medida que le daban salida. Claro que todo estaba muy calculado, porque era un veneno que daba réditos. Muchos los leían para enterarse de chismes y descalificaciones. Porque el uno era un chismoso vocacional, y no libraba a su propia familia de su malevolencia; y el otro iba dejando un rimero de gente herida con sus flechas untadas de curare. Hace unos años tuvieron un encontronazo los dos, debido a una de estas flechas, y el refinado aristócrata escribió un artículo en que anunciaba que si veía a Umbral por la calle, le rompería la cara; aunque, pensándolo bien, quizás no lo hiciera porque podría infectarse la mano. Le acusó también en este artículo, una y otra vez, de ser hijo de una portera de Valladolid, algo que le parecía denigrante en grado sumo. Al parecer, el colmo de la impudicia. Este precioso trabajo literario no creo que le molestara mucho a Umbral, pues obviamente su intención había sido sacar de sus casillas al marqués de no se qué, es decir, a Vilallonga, lo cual había conseguido plenamente. Me imagino que le alegraría su éxito. El odio y las rencillas entre escritores son en exceso frecuentes y resultan descorazonadoras. Claro que lo mismo ocurre entre políticos, artistas, etc., grupos de profesionales en que las rivalidades están a flor de piel. Quizás llame más la atención esta actitud entre los escritores porque se les atribuye unas cualidades que no se corresponden con la realidad. Es decir, fundándonos muchas veces en sus escritos, nos podemos representar caracteres nobilísimos y altura de miras en estos autores. Pero una cosa es predicar y otra repartir trigo. Pero, aún suponiendo la existencia de ese vicio de la rivalidad que puede conducir a la animosidad y hasta al odio, presente no sólo entre los escritores, sino que se podría decir que entre todas las gentes, lo cierto es que algunos lo sacan a relucir con toda desvergüenza, sin reparo alguno. Pero es que tener en cuenta otra debilidad humana, que es el deseo de estar de actualidad, de que se hable de uno. De estar en el candelero, en una palabra. De ahí vienen esas estridencias. De lo que se trata es que hablen de uno, aunque sea mal. Es cierto que no todos son así. Por ejemplo, a nadie se le ocurre pensar en el profesor Rodríguez Adrados metido en esas lides. Un caso paradigmático en el campo de la política lo tenemos en Manuel Fraga, quien no pierde ocasión de hacerse notar. Con independencia de sus indiscutibles méritos intelectuales y políticos, lo cierto es que la discreción no parece ser una virtud que cultive con interés. Son ya muchas las veces en que sus declaraciones públicas han resultado chirriantes y contraproducentes para los intereses de su Partido. Sin duda, aparte de su natural deseo de hacerse perdonar su pasado franquista, sus intervenciones suelen obedecer a planteamientos no siempre desdeñables. Pero ¿por qué elegir los momentos más extemporáneos? ¿Por qué, precisamente ahora, en vísperas de las elecciones, en que su Partido necesita más de la unión y el arropamiento de su líder, se le ocurre hablar de la necesidad de pensar en la sucesión de éste? Sabemos que no simpatiza con él y que tiene su delfín, pero ¿acaso no podía haber esperado unos meses para manifestarse como lo ha hecho? No, no puede uno menos de sospechar de la existencia de motivos psicológicos profundos, quizás inconscientes para él mismo, que le llevan a alborotar, a armar ruido. Se trata del síndrome del pavo real. Se trata de destacar a toda costa, de que hablen de uno, de que durante unas semanas se especule sobre lo que uno ha dicho y de lo que ha querido decir, de si tiene razón o no la tiene. Es raro que las personas discretas se dediquen a la política. Ésa es la desgracia de las democracias. Porque las cualidades que elevan a los políticos al triunfo no son precisamente las que pueden hacer un buen gobernante. Ser buen orador, ser buen mitinero, fingir cordialidad con la gente, acariciar niños, etc., todo aquello que arrastra el voto, no implica necesariamente dotes de gobernante. Puede ocurrir que sí, que el personaje en cuestión posea todas las cualidades requeridas, de un orden y otro, pero con frecuencia no es así. Es seguro que entre las personas discretas ha de haber gente verdaderamente cualificada para el buen gobernar. Pero, desgraciadamente, permanecen en la oscuridad porque no están dispuestas a entrar en el circo de la política. Así es como tenemos que aguantar gobernantes mediocres aupados por su demagogia subyugante y el aparato de los medios de comunicación. Sin salirnos del ámbito de la política, en el que el deseo de figurar resulta más previsible e inevitable, pues su objetivo necesario exige ganarse el favor popular, es de notar que a Rajoy muchos le achacan falta de ambición, lo que le sobra al delfín de Fraga. Algunos dicen que el ideal de vida de Rajoy es leer plácidamente un libro mientras de fuma un puro. Y que esta falta de codicia del Poder le perjudica en la lucha política. Es posible que sea cierto, pero a mí me parece que esta carencia constituye una virtud en un hombre de cualidades intelectuales y preparación política tan relevantes, y que aunque por sí misma no justifique su victoria, le añade un motivo más para desear que triunfe. Resulta no sólo moral, sino estéticamente, desagradable contemplar la pugna política como pelea de gallos en que los golpes bajos son constantes, y sobre todo impera la deformación de los hechos, y últimamente la mentira en su más desvergonzada expresión. Y, para colmo, los exabruptos extemporáneos de personas que, llevadas de un invencible deseo de estar en el candelero, pierden miserablemente la ocasión de permanecer calladas. Habrá quien no lo vea así, pero a otros nos parece que es de agradecer la presencia de un político en el que no se observa el obsceno afán de poder evidente en otros, y cuya agresividad se limita a señalar puntual y exactamente los evidentes fallos del Gobierno. Es muy posible que no gane las elecciones, pues las cualidades de la ecuanimidad y el equilibrio no están en alza en el corral político. Pero su fracaso no supondrá nada bueno para España.

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