miercoles 5 de septiembre de 2007
CARLOS LUIS RODRÍGUEZ
a bordo
Ocaso de los poderes fácticos
Hay que hacerse una pregunta en relación con la polémica de la Cidade da Cultura. Si ninguna institución importante, si ninguna administración ni partido estaban en contra de la continuación del proyecto, ¿por qué existía un sentimiento generalizado de que corría un serio peligro, por qué se pensaba que en cualquier momento todo ese respaldo podía desmoronarse?
La respuesta se encuentra en una creencia muy arraigada entre nosotros. Se sigue creyendo que al margen de todos esos poderes que forman el armazón del país, existen otros que pueden doblegarlos, aunque sean minoritarios o estén guiados por un capricho. Sería una versión moderna y autóctona de aquellos poderes fácticos que vigilaban en la sombra los primeros pasos de la democracia, y sin cuya aquiescencia o inhibición no se podía hacer nada.
Esa función correspondería aquí a determinadas plataformas y ciertos medios aquejados de un exceso de vanidad. La acción combinada de unos y otros, creían los pesimistas, sería mucho más fuerte que el empeño conjunto del resto del país. Y la verdad es que hay cantidad de precedentes que les dan la razón.
Aquí la sociedad tiende a confundir el ruido con las nueces. Basta con que un puñado de audaces decidan constituirse en plataforma y empiecen a intimidar dialécticamente a sus adversarios, para que muchos les dejen el campo libre. No sería la primera vez que las propias instituciones se arrugasen ante esta presión, sin darse cuenta de que hacerle más caso a la minoría que vocifera que a la gente que permanece en silencio es una vergonzosa claudicación.
Eso es lo que empezaba a suceder con la Cidade da Cultura. Ocupando el centro del debate, una minoría que repetía argumentos simplistas y soluciones grotescas. Enfrente, unos poderes públicos a la defensiva que seguían propugnando la obra, aunque con un tono más débil, sin querer rebatir con fuerza el cúmulo de insensateces vertidas por los detractores.
De ahí que tuviera fundamento esa sensación de que la que Cidade da Cultura pendía de un hilo. Sin embargo, el guión de otras veces se modificó. Ni los caprichos impulsados por la sobredosis de vanidad, ni los esfuerzos de la consabida plataforma doblegaron a esa mayoría social, convencida de que dilapidar los trabajos realizados y las inversiones hechas, era un dislate.
Mayoría social que por una vez estuvo acompañada de un poder político carente de complejos. Moverse al compás de flautistas de Hamelin de corto recorrido hubiera sido una fatal equivocación. Una Cidade da Cultura abandonada a medio hacer, hubiese sido un momumento visible, muy visible, a la incapacidad de la Galicia autonómica para tomar decisiones, tener criterios y desoír cantos de sirena.
Ahora que parece que el rumbo se endereza, hay que decir que la victoria de la Cidade da Cultura sobre sus liquidadores es también el triunfo de la sociedad sobre quienes quieren suplantarla. Es el ocaso de los poderes fácticos. Ya no es suficiente con que una élite ensoberbecida incline hacia abajo su pulgar para que un proyecto como éste caiga. Si no cuenta con argumentos de peso, su presión no sirve de nada.
Non lle poñades chatas á obra mentres non se remata; o que pense que vai mal, que traballe nela; hai sitio para todos. ¿Fraga? ¿Touriño? ¿Quintana? Castelao. ¡Cómo nos conocía el bueno de Daniel! Somos un pueblo dónde abunda el chateador, aunque por una vez, pierde.
martes, septiembre 04, 2007
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