jueves, septiembre 06, 2007

Blanca Alvarez, Amadú y el funcionario

Amadú y el funcionario
06.09.2007 -
BLANCA ÁLVAREZ b.alvarez@diario-elcorreo.com

Podría ser un título para Kafka, si no resultara ser la cotidianidad de la infamia con minúsculas, o sea, esa que apenas se percibe, el trabajo de termitas capaz de convertirse en infamia universal y con mayúsculas. Ricardo Aniño, cónsul español en Dakar tenía que salir a vacacionar y, de un plumazo, denegó cuantos visados quedaban pendientes sobre su mesa. Un probo funcionario, de esos que no deja acumulado el trabajo y despacha, con diligencia, cuanto papel pudiera ensuciar su buen trabajo oficinista. Amadú, su hernia mortal y sus lágrimas de dolor, deben esperar a que el señor funcionario regrese, bronceado, descansado y tras haber contado mil chacarrillos a sus amigos sobre la exótica Dakar.La modernidad nos ha ido convirtiendo en pequeños burócratas, eso sí modernos. Somos modernos porque nos vamos a veranear a lugares de exótico peligro y nuestras vacaciones se convierten en fantásticas cuando podemos visionar, en la cena de regreso, a los náufragos de una patera, sin descolgar la cámara ni mover un pelo para salvar al desgraciado, pero demostrando lo buenas personas que somos al no presentar una queja en la agencia de viajes por haber perdido unas horas de nuestros recorrido turístico. Somos modernos porque somos moderados en la conciencia y en las pasiones. Y tenemos un corazón que sólo se agita con la subida de las hipotecas, pequeñito y mezquino como cualquier funcionario grasiento de esos que tan bien dibujaba nuestro Larra.Por suerte, para no morirnos de pura desidia, quedan jefes de pediatría sevillanos que se gastan sus días libres en campañas de vacunación a niños africanos; quedan periodistas que cuelgan la máquina y abrazan al niño moribundo que debían estar fotografiando; quedan , algunos quedan.Quedan y son anónimos y ni se dan pisto ni creen hacer nada especial. Verán, en mi último reportaje sobre Sarajevo, diez años después de firmada la paz, subimos a un avión, pura chatarra de juguete en el destrozado aeropuerto de la ciudad en ruinas. Amarrados ya en nuestro asiento, vimos subir a un personaje curioso: era andaluz y no soltaba un paquete envuelto con papel de estraza y rodeado por un cordel. Por señas dejó claro que no soltaría ni bajo amenaza. Llegados a Múnich la cosa se le complicó al andaluz, que los funcionarios alemanes pasaron de señas y lo obligaron a facturar el paquete. La curiosidad pudo más y nos acercamos a preguntar. Era gaditano, trabajaba en los astilleros y él y su Mari habían apadrinado a un niño de una aldea bosnia, «vamos, que le pagaremos los estudios y todo mientras yo trabaje», el niño tenía una hermana, la hermana quería casarse y su sueño era vestir un traje de novia. Mari, desempolvó el suyo, lo llevó al tinte, lo empaquetó y el marido, «no había presupuesto para dos billetes», cargó con el traje hasta el pueblo perdido en Bosnia. Y sin darse importancia. Si este gaditano fuera cónsul en Dakar, Amadú ya no lloraría de dolor.

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