Lustiger, judío cristiano
06.09.2007 -
JOSEBA ARREGI
Una noticia en los medios daba cuenta este verano del fallecimiento del cardenal Lustiger, en su día arzobispo de París. Una figura pública, como prelado de la Iglesia católica, en la laica República Francesa. Sarkozy, presidente de esa república, interrumpió sus vacaciones para asistir a las honras fúnebres. Unas honras como las ofrecidas a las grandes figuras de la República.Francia despidió a uno de los suyos, a pesar de las puyas críticas que el fallecido pronunció en vida sobre la misma sociedad francesa a la que pertenecía. Había afirmado en una entrevista que los franceses nunca agradecerían lo suficiente a De Gaulle, fundador de la V República, haberles hecho creíble la mentira de la Resistencia. Una mentira que a muchos franceses hizo más llevadera la memoria de su comportamiento nada heróico durante la ocupación nazi. Ya lo dejó dicho otro francés ilustre, éste del siglo XIX, Ernst Rénan: todas las naciones se fundan en el olvido. Y la mentira es otra forma, ni peor ni mejor, del olvido. Lustiger nació judío, con lo cual fue judío de por vida. Se es judío porque se nace judío. Así lo explica Franz Rosenzweig: «Sólo hay una comunidad en la que este nexo de vida eterna vaya de abuelos a nietos; sólo una que no puede pronunciar el nosotros de su unidad sin percibir al mismo tiempo en su interior las palabras que lo completan: somos eternos (...). Sólo la comunidad de sangre nota cómo corre por sus venas, ya hoy, cálidamente, la garantía de su eternidad (...). Lo que para otras comunidades es futuro y, por tanto, en todo caso, algo que aún está más allá del presente, para ella, y sólo para ella, es ya presente (...), sólo la comunidad de la sangre no precisa de tales instituciones de la tradición. No tiene que andar importunando al espíritu: en la propagación natural del cuerpo tiene la garantía de su eternidad» (Franz Rosenzweig, 'La Estrella de la redención', 1997, 356).Pero este mismo autor que tanto subraya la condición natal del ser judío advierte de algo que debiera dar que pensar en los debates actuales: «Sólo nosotros confiamos en la sangre y dejamos la tierra (...) y fuimos los únicos entre todos los pueblos de la Tierra que separamos lo que estaba vivo en nosotros de toda comunidad con lo muerto. Pues la tierra nutre, pero también ata (...). Al que conquista el país terminan por pertenecerle sus gentes; y no puede ser de otro modo, si éstas están más apegadas al país que a su vida propia como pueblo. La tierra, así, traiciona al pueblo que confió su duración a la de ella. Continúa durando, pero el pueblo que hubo sobre ella pasó» (o.c. 357).El cardenal Lustiger estuvo, pues, obligado a compartir el destino de los judíos: la persecución y el asesinato de buena parte de su familia. Desde su indeclinable condición de judío optó, siendo adolescente, por el cristianismo. En las honras fúnebres no faltó el kadish, el canto fúnebre judío. Esta doble condición le predisponía al diálogo interreligioso. Ésa ha sido, precisamente, la característica más subrayada en los comentarios de prensa.Pero ¿qué significa diálogo interreligioso, diálogo simplemente, para un judío como el cardenal fallecido? No se puede dejar de lado el hecho significativo de haber optado por la fe cristiana. No se puede tratar, por tanto, de un diálogo sin opciones, sin tener que tomar decisiones, de un diálogo supuestamente fácil porque todos los dioses son iguales, iguales todos los valores y todas las opciones. No se puede tratar de un diálogo fácil porque no hay verdad, porque todo da igual, porque todo vale lo mismo, es decir nada, y lo único que importa es la subjetividad soberana que todo lo iguala bajo su imperio.Aunque de la generación más joven, el cardenal Lustiger pertenecía a esa tradición de judíos europeos, fundamentalmente asimilados, perfectos conocedores de la cultura y del pensamiento moderno, europeo, occidental, y muchos de ellos sufridores en propia carne del lado más oscuro de esa cultura y de ese pensamiento. Nombres como el citado Franz Rosenzweig, Adorno, Horkheimer, Benjamin, Moses Rosenkranz, Paul Celan, Primo Levi, Hannah Arendt, Hans Jonas, Gershom Scholem, Martin Buber, Viktor Klemperer o Emmanuel Lévinas pueden estar en el lugar de muchos otros. Existe un hilo conductor que ata a todas estas personas, además de su condición de judíos, y me atrevería a decir que precisamente por serlo, profundamente enraizado en la tradición judía. Más allá del marxismo que vincula a algunos de ellos -pero no precisamente el marxismo científico-, lo que les ata es una visión crítica, profundamente crítica de la cultura moderna, que tan bien conocían y a la que tanto contribuyeron. Sea la crítica de la filosofía absoluta de Hegel (Rosenzweig), sea la crítica de los nacionalismos modernos (el poeta Rosenkranz), sea la crítica de la subjetivización del conocimiento (Max Horkheimer), sea la dialéctica de la Ilustración (Adorno, Horkheimer), sea la crítica del totalitarismo (Arendt), sea la visión crítica del progreso, la que tiene el ángel que camina de espaldas hacia el futuro y no ve ante sí más que desolación y destrucción (W. Benjamin), sea la crítica acerada del lenguaje científico-ingenieril del nazismo, y también del comunismo (Klemperer), sea el análisis crítico de la ingeniería genética modelada en la ingeniería mecánica clásica (Hans Jonas): todos participan, desde ángulos diversos, de una visión profundamente crítica de la cultura moderna en la que tan inmersos estaban.Lo resume perfectamente Emmanuel Lévinas comentando un texto talmúdico: «Opuestos a la existencia (...) demasiado bien definida, los occidentales quieren gustar de todo y por sí mismos, recorrer el universo. ¿Y no hay universo sin los círculos del infierno! El todo en su totalidad es el mal añadido al bien. Recorrer el todo, tocar el fondo del ser es despertar el equívoco que se acumula en él. Pero para la tentación nada hay irreparable. El mal que completa el todo amenaza con destruir todo, pero el yo sigue fuera. Puede escuchar el canto de las sirenas sin comprometer el retorno a su isla (...). Puede conocer el mal, sin caer en él, probarlo sin probarlo, hacer el intento sin vivirlo, correr la aventura, pero en seguridad. Lo que tienta es esta pureza en el seno del compromiso universal, o este compromiso que os deja puros. O si se quiere, la tentación de la tentación es la tentación de saber» (E. Lévinas, 'Quatre lectures talmudiques', 2005, 73-74).Esta crítica radical de la cultura moderna se produce desde la propia tradición judía, desde la experiencia de la palabra, una experiencia totalmente contraria al nominalismo que funda la modernidad, desde la experiencia de una palabra que está más allá de los conceptos y que posibilita la traducción porque hay un mismo implicado en todas ellas (W. Benjamin), pero que es primero una palabra recibida.Cito de nuevo a E. Lévinas comentando otro texto talmúdico: «A menos que nos quiera enseñar (el texto talmúdico que comenta) la esencia de la palabra. ¿Cómo podría hacer daño la palabra si no fuera más que flatus vocis, palabra vana, simplemente palabra? (...).(El texto) nos enseña que la palabra, en su esencia original, es un compromiso con nuestro prójimo ante terceros, acto por excelencia, institución de la sociedad. La función original de la palabra (consiste) en asumir una responsabilidad por alguien ante alguien. Hablar es implicar los intereses de los hombres. La responsabilidad sería la esencia del lenguaje» (o.C. 46).Aunque entre el judío y el cristiano exista la diferencia de que aquél vive mirando al futuro a la espera de la redención y éste parte de que en Jesús ya se ha producido la misma (Rosenzweig), en el respeto por la palabra seguro que el cardenal Lustiger podía conjugar perfectamente su doble condición. Por ello seguro que para él el diálogo implicaba un esfuerzo enorme, una tarea cargada de dificultades, lo más serio que pueda emprender el ser humano. Estamos muy lejos, recordando al judío cristiano cardenal Lustiger, del nominalismo que nos envuelve, del subjetivismo que todo lo controla, del dialoguismo recetario, más táctica y estrategia que esfuerzo serio, tan de moda. Aquéllos a quienes, como al cardenal Lutiger, el nazismo les robó hasta el habla en la que pudieran formular su queja (F. Lyotard), nos recuerdan lo que implica, de verdad, la palabra, el hablar y el diálogo.
jueves, septiembre 06, 2007
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario