lunes 13 de abril de 2009
Pueblos con encanto y turismo para ‘masocas’
Félix Arbolí
H ACE unos años los que vivían en pueblos y trabajaban en el campo estaban ansiosos por venirse a la ciudad y trabajar donde fuera con tal de perder de vista la tierra, el arado y las duras faenas agrícolas, que constituían su único mundo. Las salidas y puestas de sol no significaban nada especial ni maravilloso para ellos, sólo el inicio y final de sus jornadas laborales. Necesitaban evadirse del fatigoso trabajo que realizaban a cambio de un guiso comunitario y con escasos ingredientes y un “cacho pan”, porque la “peoná” no daba para más. Lo de “trozo”, “pedazo” y “rebanada”, pertenecían a un nivel social más sofisticado en esos lugares, aunque fueran habituales en las charlas populares capitalinas. .
El agricultor a sueldo, conocido popularmente como jornalero, era el profesional más atrasado y menos favorecido de todos, por una sociedad que ejercía un abusivo despotismo en su manera de tratar a sus trabajadores agrícolas, ya que sólo pretendían incrementar sus ingresos y privilegios. En un elevadísimo porcentaje eran analfabetos y poco escrupulosos a la hora de lavarse, comer, hablar y comportarse, no por dejadez, pobres criaturas, sino por la ausencia de tiempo libre para estos menesteres debido a la excesiva explotación a que estaban sometidos. A veces y me duele reconocerlo, eran mejor tratados el caballo del señorito, la vaca que proporcionaba leche a la familia y el asno que les hacía los recados y portes, que el pobre peón que malvivía sin descanso ni esperanzas dejándose la piel en cada instante. Los terratenientes y caciques vivían en sus mansiones o cortijos solo en cortas temporadas veraniegas o recaudatorias, ya que su residencia habitual estaba en la ciudad. El campo para la inmensa mayoría era un infierno insoportable lleno de bichos, ruidos, olores a excrementos de animales, picaduras molestas de mosquitos y una interminable soledad, que sólo sufrían aquellos que no pudieran evitarlo. En cuanto se inició la industrialización nacional en gran escala con el INI, -del que desde la muerte del “dictador”, no queda ya ninguna de sus numerosas empresas y menos de propiedad española-, y la reconstrucción de las secuelas de la guerra, con la dirección general de regiones devastadas, los labriegos ávidos de cambios y mejoras huyeron a las ciudades y cambiaron aperos y abonos por el “palaustre” (palabra que reivindico, aunque no figure en el diccionario), el martillo, la tuerca y el ladrillo. Y este éxodo masivo de los pueblos agrícolas hacia las urbes dejaron los campos vacíos.
A propósito del tema, me viene a la memoria un episodio que a pesar de mis cortos años entonces, no llegaba a los diez, no he podido olvidar. Recuerdo que estando en el campo chiclanero, recuperándome de una pleuresía, tuvo un aborto la “guardesa” de la finca. (¡Va por mi paisana Aido, nuestra ministra de la Igual-dá, que incomprensiblemente se la librado del cese, y su empecinado esfuerzo por “feminizar” todo!). En éste suceso no tuvo intervención alguna las leyes de Zapatero, que aún no había nacido, ni el saltarse las severas normas eclesiásticas y las recomendaciones del Papa. En aquellas fechas el aborto sólo suponía un “embarazoso” asunto que se solucionaba de muy distinta forma según la situación económica y social de la protagonista. En las familias acomodadas y “honorables” con el viaje a Londres o a Ámsterdam de la niña pretextando motivos de estudios., del que regresaba sin el menor vestigio de su “deshonra”. Un error más social que moral. Entre la clase necesitada o sin posibles, el caso se intentaba solventar jugándose su vida la madre al ser atendida por comadronas o aficionadas sin escrúpulos que no siempre acababan de la mejor manera, porque no había hospital o médico que se lo permitiera y ayudara. Normalmente, en honor a la verdad, se daban más casos de abortos entre la alta sociedad, que entre los humildes, ya que éstos siempre han sido más reacios a eliminar la vida de ese hijo y por ello sus abortos eran mayormente ajenos a sus deseos e intenciones. La causa de nuestra “guardesa”, –hoy estoy haciendo feliz a la increíblemente salvada ministra-, fue su excesivo trabajo. Era una mujer dura como una roca y muy difícil de convencer, que no hizo caso a las continuas recomendaciones de mi madre, para que no realizara aquellas tareas que pudieran ocasionarle algún peligro a ella o a su futuro hijo, aunque ajena a estas advertencias, continuaba su ritmo de trabajo habitual sin la menor precaución. El suceso ocurrió durante la noche, con la sola compañía de su marido y sin que nadie advirtiera el menor ruido o lamento, aunque su casa estaba a sólo veinte metros de la nuestra. A la mañana siguiente se fue andando hasta el pueblo para hacer la compra, a unos cuatro kilómetros de distancia, sin decir, ni ver a nadie. Nos enteramos cuando regresó y la vimos sin tripa y con no muy buena expresión. La bronca de mi madre fue fenomenal, pero no le hizo mella alguna. .
Esa era la vida en el campo durante los primeros años de la posguerra, antes de que hicieran su aparición los del maletín, la chequera y su corte de abogados y asesores para comprar a precio de saldo extensiones de terrenos y superficies arboladas, que habían estado labrando y sembrando los que malvivían del abuso y la miseria del que algunos llamaban patrón y otros “amo”, palabra tremendamente ofensiva para cualquier ser humano. El resultado es conocido. Los mejores pueblos de nuestra costa y nuestras montañas, cambiaron su entrañable y sorprendente paisaje natural por ese abigarrado y atosigante panorama de hoteles “súper estrellados” gracias a sus lujos y caprichos, edificaciones elevadísimas y suntuosas, urbanizaciones de ensueño y los dichosos campos de golf donde la pelotita surca los cielos en un vuelo libre de árboles, flores y pájaros que han desaparecido por completo. Unos terrenos ricos y agradecidos en el pasado que han perdido su encanto y tradición para convertirse en simples parcelas de multinacionales foráneas por obra y gracia de municipios corruptos y autoridades sin escrúpulos que los han vendido al mejor postor y en muchos casos de sus propios intereses.
Pero como dicen que la Historia es un paso adelante y otro atrás en una sucesión ininterrumpida, ahora resulta que está de moda el campo y sus ayer incomodidades y hoy alicientes, en contra del barullo, el estrés y las prisas a todas horas de las antaño ansiadas ciudades. Actualmente, la máxima aspiración del “urbanita” es pasar unos días, los máximos que pueda, en ese ambiente bucólico, lleno de los más diversos olores y sonidos, donde hasta el móvil se considera inútil y estresante, entre otras causas porque no suele encontrar cobertura. Estamos regresando a un ayer que nunca debimos abandonar y del que ahora nos arrepentimos cuando ya no tiene una fácil solución. Hasta los caseríos más abandonados, solitarios e inhóspitos se han convertido en una atracción para el turista que está asfixiado con tanto humo, tantas alturas y tantos problemas hasta para ir a comprar la simple barra de pan. Y una juventud preparada y decidida deja su vida ajetreada y confusa y se traslada a estos alejados y abandonados rincones agrestes donde nos le importa hacer de albañil, pintor y granjero, para reparar esa vivienda abandonada y en no muy buen estado e iniciar una nueva manera de vivir mucho más placentera, sana y libre de absurdos prejuicios.
Han nacido los pueblos con “encanto”, para un turismo acomodado de seres tremendamente aburridos, que encuentran placer y alicientes en sufrir las incomodidades y carencias del campesino que se fue harto de padecerlas. Este llamado “turismo rural”, como podría titularse “ regreso al pasado” “síndrome del ladrillo” o “diviértase y pague por el inmenso y desconocido placer de oler a mierda de vaca, “sin colorantes ni conservantes”, es el último grito de la modernidad y una de las más solicitadas sensaciones. Una especie de deporte nacional capaz de hacerle sombra al fútbol del domingo, ya que en estas casas reconstruidas, que han recuperado su ambiente rústico y sencillo y los objetos y la decoración de antaño, no disponen como es lógico ni de televisión, ni ordenadores, ni microondas, ni ninguna otra innovación científica y técnica de las que precisamente tratan de huir los huéspedes. Y por este “divertido” aislamiento en pleno campo, sueltan los euros como si se trataran de papelillos en fiesta de cumpleaños, para vivir unos días o un fin de semana, como aquel oprimido campesino del pasado, aunque no se tengan que tragar los incomibles guisos con el “cacho” de pan. Pero no crean que esos huevos que les sirven procedan del corral, ni esos chorizos y tacos de jamón de la matanza casera, porque si indagan un poco advertirán el sello de la granja mecanizada en las cáscaras y la marca de los embutidos que tanto anuncian en la tele. Para mayor “encanto”, hasta les pegan el madrugón para ordeñar a “Juana”, la vaca familiar. Un servicio más incluido en el precio del hospedaje, porque son así de generosos. Y ahí tienen al ingenuo turista muerto de sueño, intentando sacar el líquido lechoso a esa cornúpeta, que vuelve su cabeza extrañada de que un intruso inexperto le ande toqueteando sus intimidades e intenta espantarlo a base de “rabazos” bucólicamente embadurnados de excrementos resecos. Sin olvidar por supuesto las faenas agrícolas de la siembra y el regadío que al propietario le viene de maravillas para ahorrarse trabajo y sacarse un beneficio y al visitante una experiencia más que contar el lunes en la oficina. Es decir, todos contentos. Estas aventuras laborales se llaman “actividades al aire libre” y figuran como reclamo en los programas y anuncios publicitarios.
Hay lugares que ofrecen la oportunidad de aprender inglés a los que alquilan sus viviendas durante una corta permanencia. Lo anuncian hasta en la tele, y aseguran que en ese lugar sólo se permite el idioma de Shakespeare, aunque figure dentro de nuestros límites territoriales. Ya son varios los que han aparecido y organizado con ese fin y se multiplican imparables. Son como pequeños “Gibraltares”, donde el pabellón británico ondeará, me figuro, sin que se haya tenido que llegar al uso de la fuerza y el engaño, sino sólo al desembolso de unas libras esterlinas que se convertirán rápidas en generosos y abundantes euros. Lo que ignoro es si en tales sitios ocupa el lugar de honor la foto de la soberana británica o la del soberano español. Aunque en las actuales circunstancias fotos y banderas ya no tienen, al parecer, la mínima importancia. Terminaremos con la bandera que ondea en la plaza de Colón, como único símbolo y vestigio de lo que una vez se llamó España, si a Gallardón no le da por talar el mástil confundiéndole con uno de sus tan odiados árboles. .
Son muchos los pueblos que se han dedicado a la caza del ingenuo turista, al que intentan hacerle creer que han encontrado esa moderna “Arcadia” que andaban buscando. Aunque al igual que ocurre en el anuncio de esa fabada que los turistas creen que es un prodigio culinario de la vieja cocinera y la realidad nos hace ver que se trata de una marca enlatada y comprada en el “super”, en algunos de estos pueblos encantadores, se buscan aperos, enseres y objetos que ya estaban en desuso, en cualquier mercadillo, para que con las clásicas ristras de ajos, cebollas y pimientos más secos que la mojama, el huésped crea que está viviendo un retroceso en el tiempo sin necesidad de extraños artilugios, a base sólo de chequera y tarjetas de plástico. Lo que muchos ignoran es que si visitaran el domicilio habitual de los propietarios que les alquilan esas “reliquias”, comprobarían que disponen de todas las comodidades e innovaciones por cuya eliminación ellos han pagado. Todo un montaje bien orquestado para hacer gozar en plan “masoca”, a los que están saciados de todo y necesitan aventuras con esfuerzos y riesgos para darle un sentido emocional a sus vidas.
http://www.vistazoalaprensa.com/firmas_art.asp?id=5139
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