jueves 6 de septiembre de 2007
Los graffiteros y las fachadas limpias
POR VALENTÍ PUIG
UN automatismo fatalista vincula las alegres veladas del graffitero con el despertar irritable del comerciante que mañana tras mañana tiene que borrar de la fachada de su tienda el nuevo «graffiti» de cada noche. Es una escaramuza con nocturnidad, y el recomenzar fatigado de quien tiene que lavar su fachada cada mañana. La contumacia transgresora de los graffiteros deja indefenso al comerciante que cumple la ley y paga todos sus impuestos. Ser menor de edad da alas al graffitero, hasta el punto de que esté en estudio la posibilidad de que sean los padres los que tengan que asumir la multa. Es un requerimiento de la comunidad -municipal y autonómica- porque desde hace tiempo sabemos del riesgo que conlleva dejar que las infracciones menores se acumulen sin atención de la Policía y los jueces.
En nombre de una institucionalización de la novedad brutal, algunos museos y salas de arte sufragados con dinero público han dado cabida al rupestrismo del «graffiti». Quizá se pensaba que, ubicados en el perímetro de la cultura oficializada, los graffiteros desistirían de repintar cada noche la tienda de al lado o los vagones del Metro. De hecho, el graffitero con puntero láser no deja huella. Es el mundo del «graffiti» virtual, de los ciber-graffiteros, modalidad de una estética que por banal y cutre que sea no transfiere su libre ejecución al deterioro de las fachadas de los comercios. En esta rama más sofisticada del «graffiti» se protesta contra lo que llaman la criminalización del graffitero más espontáneo y arrojado, pero lo cierto es que no cesan las pintadas con «spray» en las zonas comerciales. El coste público y privado es notorio.
Ahí no estaríamos en una posible dimensión estética, sino en una variante del cristal roto. Los profesores James Q. Wilson y George L. Kelling han escrito un artículo para recordar el cuarto de siglo transcurrido desde que formularon la tesis de la ventana con cristal roto, una tesis corroborada por la experiencia que tiene su expresión al llegar el comerciante a su tienda cada mañana y ver repintados los «graffiti» que ya tuvo que borrar el día anterior. En realidad, es bastante sencillo: de dedicarse la Policía sólo a combatir la criminalidad, deja de tutelar aspectos del orden público en los que la pequeña trasgresión queda impune y genera a la larga un deterioro grave del barrio o de la zona, hasta el extremo de una crisis extrema de autoridad. De ahí deriva la noción de tolerancia cero, aceptada hoy en casi todas partes. El restablecimiento de la seguridad en el Metro de Nueva York resultó paradigmático.
Es más: a partir de un nivel tangible de desorden público -concretado en cientos de leves trasgresiones- se produce de forma indirecta un incremento en las tasas de criminalidad. Simbólicamente, ahora y hace veinticinco años, James Q. Wilson y su colega hablan de aquella ventana con cristal roto que, de no ser repuesto, justifica que otros cristales también queden rotos en toda la zona adyacente. Por eso el comerciante se esfuerza en borrar la huella de los graffiteros, porque intuye que no sólo afecta a su tienda, sino que de no hacer nada lograría expandirse por todo el distrito. De no lavar sus fachadas cada mañana después de las pintadas con «spray», el barrio se va hundiendo lentamente y atrae delitos mayores. En casos de desorden, una lógica imparable provoca una desestructuración del sentido de comunidad y la pérdida de autoestima de un barrio.
Para el cordial aficionado a formas de estética urbana y chalada como el «graffiti», la libre creatividad de quienes presuntamente necesitan expresar su angustia de las calles tiene prioridad sobre el prosaísmo filisteo de los libros de cuentas del comerciante. El dilema es arcaico: para eso están los centros culturales pagados por el contribuyente y abiertos a las prácticas más delirantes, del mismo modo que la técnica del láser-grafittero evita que las paredes de la ciudad chorreen de pintura. Desde hace ya muchos años, se cree que Marcel Duchamp transformó un urinario en obra de arte. Ahora llevamos un tiempo idealizando los trazos rudimentarios del «graffiti». Son modas, desde luego, pero no tiene por qué pagarlas el sector del comercio.
vpuig@abc.es
jueves, septiembre 06, 2007
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