miercoles 5 de septiembre de 2007
Si fueran promesas
POR IGNACIO CAMACHO
NO son promesas electorales, que al fin y al cabo sólo obligan a quienes se las creen, como decía el cínico de Mitterrand. Es decir, que por lo general no se suelen cumplir. La promesa es un contrato evanescente, lleno de letra pequeña invisible para el electorado, que el político aplica o no a su conveniencia —casi siempre es no— después de resultar elegido. Pero la deriva de gasto social que Zapatero ha emprendido, y por la que ha merecido el racional reproche de un Joaquín Almunia que sabe hasta qué punto se puede así recalentar y desequilibrar la economía, se llama clientelismo. Dádivas inmediatas otorgadas para obtener el favor de los votantes a costa de la caja pública. Subvenciones electoralistas y subsidios propios de un populismo venezolano con los que el Gobierno trata de aprovechar el superávit en su propio beneficio, en contradicción con la lógica de la igualdad de oportunidades aunque se disfrace de redistribución de la riqueza. En el mejor de los casos, se trata de un modo premoderno, caciquil, de redistribuirla.
El procedimiento es tan sencillo como antiguo. El dirigente-candidato —de cualquier partido, porque el fenómeno ocurre también en autonomías y municipios— ve la caja llena y las urnas próximas, y decide tirar de la chequera para aprovechar el margen ventajista del poder. No sólo promete: ejecuta, que el tiempo apremia. Antes de las elecciones veremos más iniciativas como la del baby cheque. ZP ya ha anunciado por su cuenta una subida inmediata de pensiones, y no es improbable que decida subvencionar la deuda de las familias apretadas por el estrangulamiento hipotecario. A Jesús Caldera se le pueden ocurrir aún muchas ideas, que serán siempre bien celebradas en un país acostumbrado al Estado-maná, tradicionalmente dispuesto a la derrama discrecional de fondos que, según la doctrina de la ex ministra Calvo, por ser públicos no son de nadie. El que se oponga o frunza el ceño será considerado un odioso y desaprensivo liberal, un cicatero administrador insensible a las necesidades de la ciudadanía. Más probable es, por tanto, que los candidatos entren en competición por ofrecer el aguinaldo más generoso.
El reparto directo, la regalía clientelar, la compraventa explícita del sufragio, es mucho más rentable a corto plazo que la inversión estructural, que requiere largos tiempos de planificación y ejecución. Incomparablemente más eficaz que construir infraestructuras —¿tiene algo que ofrecer el Gobierno, alguna receta contra los mortales puntos negros de las carreteras o el colapso veraniego de Cataluña?— y no digamos que invertir en tecnología o en sociedad del conocimiento, que son conceptos muy decorativos en los discursos ante foros especializados. Pero cuando suenan los clarines de campaña, priva lo inmediato, el dinero contante y sonante a fondo perdido, la transferencia directa con carta de acompañamiento al beneficiario para que no se le olvide a quién le debe la merced. Y que truenen los almunias de turno: como ha recordado Bono, otro mago de la chistera populista, así les iba a ellos, tan sensatos, en sus elecciones.
martes, septiembre 04, 2007
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