jueves 6 de septiembre de 2007
El milagro de la serpiente de mazapán.
Félix Arbolí
E RAN los años de la posguerra y un trozo de pan tenía más valor para nosotros que el beso de esa pelirroja con la que jugábamos en los atardeceres veraniegos Con el estómago vacío es muy complicado sentir el amor. La manida estampa del poeta muerto de hambre, cantándole a la amada pleno de romanticismo, es pura ficción. Cuando el gusanillo protesta su forzada inactividad, el amor, la pasión y la poesía no son precisamente las judías que precisamos. Lo se y lo digo por experiencia. Y el que opine lo contrario, es que no se ha encontrado en esa tesitura y habla sin el menor fundamento. En la época a que me refiero, todo resultaba difícil, hasta esos amores no tan infantiles, pero si furtivos, que escamoteábamos a nuestra familia y gozábamos a hurtadillas. Todo estaba prohibido, controlado y racionado. La chavalería de entonces, a excepción de aquella que tenía unos padres adinerados, enchufados en el Régimen o privilegiados estraperlistas (profesión muy admirada y ponderada, de futuros banqueros en muchos casos), las pasábamos canutas, pero no en sentido figurado, sino en el más real que uno pueda precisar. Sentíamos verdadera hambre y nos comíamos todo cuanto caía en nuestras manos y presentaba un aspecto más o menos apetecible, aunque no figurara en el cuadro alimenticio habitual. Pasábamos más hambre que los pavos de Manolo, que se comían los raíles del tren a picotazos creyendo que eran gusanos. Era un dicho muy usual en aquellas fechas que ha llegado, por lo visto, hasta nuestros días. En Cádiz, rodeando la inolvidable Plaza de Mina, había unos árboles llamados algarrobos, cuyos frutos son unas vainas azucaradas que se dan como alimento al ganado. No se si aún continúan. Cuando me refiero a algún pasaje o vivencia que ha tenido como escenario mi “Tacita de Plata”, me parece retornar a épocas muy pretéritas que ya sólo deben existir en mis recuerdos y añoranzas. Bueno pues muchos chiquillos de aquella etapa tan puñetera y dura, nos acercábamos a ellos y recogíamos del suelo las vainas caídas que nos servían de alivio para el hambre que sentíamos en todo momento y que las cartillas de racionamiento eran incapaces de aplacar. ¡Qué bien nos sabían esas guarrerías!. Las “chuches” tan normales hoy en los años infantiles, para satisfacer caprichos momentáneos, para nosotros eran aliciente y fórmula con las que atajar el hambre a base de pasas, higos chumbos, altramuces y otras “lindezas” más o menos comestibles, que saciaban nuestro desesperado intento de engañar los estómagos vacíos. A los ocho años, hartos de corretear durante todo el día, en pleno crecimiento y desarrollo y con pocas diversiones de sosegada realización, nuestras energías se quemaban al máximo y necesitábamos recuperarlas desesperadamente. Echar combustible a la máquina para que continuara tirando de los vagones. Sea lo que sea. Lo primero que hallábamos a nuestro alcance y parecía comestible, sin detenernos a considerar etiquetas, usos y características, con tal de que sirvieran para acallar los gritos desesperados de nuestros entresijos. En casa, ya lo sabíamos, un guiso de medio día y unas tagarninas para la noche, alternando con algo de pescado, croquetas o cualquiera otra menudencia que no fuera de costosa preparación. Y el trozo de pan sobrante, no por falta de ganas, sino por la partición de la barrita, allá la llamábamos “cundi”, que nos debía durar hasta la cena. Un menú sencillo y muy reiterativo que esperábamos con la misma ilusión y deseo que los judíos esperarían al famoso maná durante su huida de Egipto. ¡Cuanta hambre pasé tras esa horrible guerra!. Recuerdo que cuando visitaba a mis familiares, dentro y fuera de la localidad, procuraba hacerlo en el momento de la comida y elegir la casa donde sabía que iba a estar más rica y abundante. Eran un verdadero aliciente mis días de visiteo, ya que suponía un cambio considerable en mi rutinario y escaso condumio. Ya tenía catalogadas las distintas casas familiares y sus hábitos culinarios. Solo tenía que decidir la que me parecía más grata y sustanciosa a la hora de “papear”. Ahora pienso en esos días y me parecen escenas de una encarnación anterior. Me cuesta trabajo pensar que hoy me sobren y se tiren alimentos que entonces me hubiesen hecho el niño más feliz del mundo. Bacalao, mucho bacalao. Estaba considerado el jamón de los pobres. Hoy se está convirtiendo en el caviar de los ricos. Recuerdo las bacaladas que colgaba mi madre en la cocina y cortábamos en tiras, para comerlas como si se tratara del “bollycao” de nuestros días. Tanto bacalao tragué por hambre, que hasta su olor me produce nauseas. No lo quiero ni en el mejor restaurante y con la garantía del “chef” más reconocido. A éste y al plátano los he aborrecido de por vida. Sin embargo no aborrecí a los boniatos, mi alimento diario durante gran parte de mis años de bachillerato, cuando tenía que comer fuera de casa por hallarse el colegio en Cádiz y mi residencia en San Fernando. Ni tampoco las “poleás”, que era como llamábamos a esa mezcla de harina y agua, ausente de leche y azúcar, porque ambas estaban racionadas o excedían del presupuesto familiar. Fue nuestro almuerzo diario y repetitivo durante varios años. Ahora me impresiona que haya sido capaz de tragarme esa bazofia diariamente y que me supiera tan rica. Bueno, pues en ese ambiente tan “sano” y “espléndido” en el que transcurría mi infancia, se produjo el hecho milagroso del que todo lo dirige y controla y tema de mi artículo. En Cádiz, (mi siempre añorado y sentimental escenario), había y creo que aún existe, (algo insólito), una pastelería muy acreditada llamada “La predilecta”. Estaba situada en pleno centro de la ciudad, calle de San José entre la calle Ancha y la citada Plaza de Mina. Era de las más afamadas de la ciudad y sus escaparates amplios y bien aprovechados, llamaban la atención de todos cuantos pasaban por su cercanía. Hasta el olor te hacía creer que estabas degustando sus exquisitos productos. El hambre da alas a la imaginación. Era una parada casi obligatoria junto a mi hermano en nuestras horas de recogida nocturna. Como dos soñadores y no para un pueblo, como el de Buero Vallejo, sino de una quimera irrealizable, nos deteníamos ante sus vitrinas e íbamos repartiéndonos a viva voz los distintos productos que se exhibían. A veces era tan fuerte nuestra fantasía o había tantas apetencias acumuladas, que hasta nos cabreábamos el uno con el otro por aquel pastel o confitura que había acaparado nuestra mutua atención. Uno de esos días, recuerdo que estábamos en vísperas de la Nochebuena, fuimos directos como era nuestra costumbre hacia ese escaparate de nuestros deseos e iniciamos nuestro acostumbrado reparto imaginario. Estábamos en plena operación, cuando se acercaron dos niños repelentes y pijotas en compañía de su papá, con aspecto de enchufado o estraperlista. En el argot popular “un piojo resucitado” de los que tantos abundaban en la nueva España que para ellos sí había amanecido. Al vernos contemplando las tentaciones exhibidas, quisieron darnos una lección de “nuevos ricos” y empezaron a elegir en voz alta y mirándonos de soslayo los dulces que querían les comprara su padre. Era insultante su descaro y falta de delicadeza. El padre asentía complacido a sus peticiones. . Tan hiriente era su altanería y prepotencia hacia nosotros, que no pude resistirlo más y con la mayor naturalidad, alzando un poco la voz para me oyeran, le dije a mi hermano… - - ¡Mira muestra figura de mazapán!. Aún la tienen en el escaparate. De un momento a otro vendrán de casa a recogerla.. Me refería a una enorme serpiente de mazapán que ocupaba el lugar más destacado y central. Estaba en una artística caja y toda rodeada de frutas escarchadas, peladillas y cuantas golosinas se consumen en esas fechas tan especiales. Sus ojos eran de cristal, como los que usan para las muñecas de lujo. Todo fascinante y deseable al cien por cien. Era la “vedette” del escaparate sin lugar a dudas. Bien visible, un cartelito indicaba “Vendido”, lo que hacía más creíble la mentira que mi hermano, tras unos instantes de sorpresa y vacilación, captó rápido y me siguió la corriente. - Si, es la que habíamos pedido a mamá. ¡Ya estoy deseando tenerla en casa!. Debimos ser muy convincentes en nuestro engaño, ya que los niños y su papá, nos miraron con cierto odio y se fueron sin pronunciar palabra. Ni se detuvieron a comprar lo que con tanto alarde habían anunciado y seleccionado. Nos marchamos comentando gozosos el éxito de nuestra lección a tanta fanfarronería y envidiando a los desconocidos propietarios de esa enorme caja tan llena de sabrosas variedades. Al llegar a casa nos enteramos que había venido un tío, hermano de mi padre. Era ingeniero de Montes, y jefe del Distrito Forestal de Alicante. Su visita fue una inesperada y gratísima sorpresa para todos. No solo nos solucionó unos asuntos que habían quedado pendientes, pues la guerra le cogió en zona roja, sino que nos llenó la casa de todo tipo de alimentos, golosinas, confituras y demás artículos propios de esas fiestas, a los que ya teníamos olvidado el tacto, el gusto y hasta la vista. Pero lo más sorprendente de este generoso despliegue alimenticio, fue la contemplación de la enorme caja con nuestra famosa serpiente. ¿Cómo es posible que con tantas confiterías existentes en la capital mi tío fuera a ésa y entre todos sus obsequios apartara ese mazapán que había acaparado nuestra atención y protagonizado nuestra engañosa historia?. Si esto ocurre en una película de ambiente navideño, diríamos: “!Las cosas del cine!” . La hubiéramos considerado como esos típicos milagros tan emotivos y dulzones (y no por su sabor), con los que finalizan las historias en la pantalla para sensibilizar al espectador y hacerle escapar algunas lagrimas. A veces, la realidad supera a la ficción. La caja y los enormes y brillantes ojos del exquisito ofidio toledano, estuvieron celosamente guardados entre mis pertenencias más queridas durante bastante tiempo. Eran el testimonio del milagro más bonito ocurrido en mi vida desde el instante de mi nacimiento.
miércoles, septiembre 05, 2007
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