miércoles, septiembre 05, 2007

Carlos Semprun Maura, Funcionarios culturales

miercoles 5 de septiembre de 2007
CRÓNICAS COSMOPOLITAS
Funcionarios culturales
Por Carlos Semprún Maura
Debo reconocer que la dimisión polémica de Rosa Regàs como directora de la Biblioteca Nacional me ha encantado. Desde luego, es un hecho diminuto, que no interesa a nadie, pero simbólicamente, por así decir, me ha divertido muchísimo.
Con motivo del robo de dos mapamundis de la Cosmografía de Ptolomeo, de 1482, que deban de valer un huevo, el ministro César Antonio Molina regañó a Rosa y afirmó, se nos dice, que durante los tres años que llevaba al frente de la Biblioteca Nacional no había hecho "absolutamente nada" (salvo chupar del bote). Ofendida, Rosa dimite e intenta dar a ese conflicto laboral un carácter progresista. En el basurero independiente de la mañana (El País, que dedica varias páginas a ese real acontecimiento) nos explica que en España, hoy, existe una caza de brujas contra las mujeres de izquierda (¡y yo que me creía que era una sinecura!); y añade: "He sido objeto de una persecución implacable por parte de una serie de medios concretos: la COPE, ABC y Anson".

Yo, francamente, no estoy totalmente convencido de que César Antonio Molina se haya doblegado ante esa "implacable persecución" de la reacción más reaccionaria; será más bien que había prometido el cargo a un amiguete; pero también es muy posible que sea cierto que Regàs no haya hecho nada (salvo chupar del bote). En cambio, entiendo perfectamente que Rosa intente hacer de su fracaso un éxito y utilice el victimismo de izquierdas para seguir chupando del bote, en otra sinecura.

Da la casualidad de que yo conocí a los dos. Al ministro, como muchos, cuando llevaba las páginas culturales de Diario 16, carruaje que no conducía peor que otros, porque tengo la impresión de que la cultura en los medios españoles se parece a un cementerio: se celebran los nombres inscritos en las tumbas, incluso cuando siguen vivos, y no se discute ni se informa seriamente de arte y creación artística, no se nota vida, y aún menos pasión. Las páginas de "libros", por ejemplo, se parecen a catálogos de editores. En cuanto a Rosa Regàs, la conocí hace siglos en Barcelona, cuando era editora (La Gaya Ciencia) y aún no, afortunadamente, escritora. Formaba parte de lo que yo calificaba "las ocas", que todas las noches iban de la Tortillería a Bocaccio en rebaño. Otros les calificaron de gauche divine.

Algo tiene que ver, este diminuto episodio de la Biblioteca Nacional, con el "Estado cultural" y la labor nefasta de sus funcionarios. Pero hay cosas mucho más graves que la dimisión de Rosa Regàs (¿por qué no se dedica a ocuparse de sus 17 nietos y nos deja en paz?). No se puede hablar de solución, porque no la hay en estas cuestiones de la vida cultural de un país, que depende infinitamente más de sus artistas que de sus funcionarios, se llamen Molina o Regàs, pero su saneamiento exige la supresión del Ministerio de Cultura –y no, obviamente, de la Biblioteca Nacional–, algo imposible con el Gobierno actual y el "buenismo" de amplios sectores de la socialburocracia europea (en los USA no existe dicho ministerio, pero existe cultura). Abogan por un Estado todopoderoso, todobondadoso, que se ocupe de nuestra sexualidad (¡mis polvos son míos!), de nuestra salud, de nuestra educación, de nuestros salarios y pensiones, de nuestra cultura, de nuestro clima, de nuestra ciudadanía; y lo que sale de ese horno templado no son ciudadanos, sino piltrafas robotizadas. Ése es el objetivo.

El Gabinete Aznar dio un primer paso en el buen sentido al convertir el Ministerio en Secretaría de Estado, pero fue insuficiente, porque hay que suprimir todo control estatal sobre la cultura, sus dictatoriales leyes de cine, su precio único del libro y todos los demás aquelarres burocráticos que asfixian la cultura y nutren a las ratas funcionarias. Y, claro, suprimir las subvenciones. A cambio se suprimirían (¡estoy soñando!) los impuestos a la creación artística, para abaratar el precio de los libros y de las entradas para el cine, el teatro, el ballet, los conciertos, los museos, etc. O sea, hay que permitir que se desarrollen plena y eficazmente las leyes del mercado.

Pero la supresión de las subvenciones estatales no debería limitarse a las destinadas a la "cultura": un Gobierno decente debería suprimir todas las subvenciones a las ONG, esas estafas orgánicas –pero sin prohibir ninguna–, reducir drásticamente las subvenciones a los partidos y sindicatos, como a las iglesias y sectas, incluso si son "ecológicas". Todo esto exigiría un estudio concreto, contable, y democráticamente discutido. Lo que yo afirmo aquí, una vez más, es que esta disminución drástica de las subvenciones a las organizaciones parasitarias formaría parte de un conjunto de medidas que permitirían rebajar los impuestos.

La reducción de los impuestos es mucho más que un ejercicio contable estatal: cuanto más disminuyen, más aumenta la libertad cotidiana de los ciudadanos, sus posibilidades de elegir libremente lo que compran, ya se trate de un libro, un par de zapatos o un viaje a Estambul. No es por casualidad si en la URSS sólo una mínima parte del salario se pagaba en efectivo; el resto era en "servicios": transporte de cercanías gratuito, alojamiento colectivo (¡!) barato, cantinas y almacenes de empresa asimismo baratos, etcétera, con el resultado evidente la conversión de los ciudadanos en siervos, mantenidos, pobremente, por el Estado pero con muy pocos rublos para satisfacer sus caprichos, sus trocitos de libertad.

Evidentemente, la situación en España no es la misma, el capitalismo limita considerablemente ese totalitarismo light sociata; pero, para volver a la actualidad, si se leen las declaraciones de César Antonio Molina (después de tantos otros ministros) ante la Comisión de Cultura del Congreso, es para sacar su pistola (simbólica) y salir a la calle. "Yo, César, ministro, decido de todo". Lo peor es que probablemente se lo cree. Se cree césar César, ministro, dictador de las Artes y las Letras. No se da cuenta de que sólo es un funcionario, y de que lo único que puede hacer es dimitir, como Rosa Regàs, aunque sea por motivos diferentes.
Recientemente, y a modo de conclusión, Luis María Anson –citado por Regàs como "cazador de brujas"– se refería en El Cultural (otro catálogo) a las memorias de Jean-François Revel y aplaudía sus críticas a la exagerada politización del Ministro de Cultura francés en tiempos de Jack Lang. Lo siento, pero Revel fue infinitamente más crítico, porque no sólo se indignaba ante esa "politización" de baja estofa, también ante el fraude reaccionario de la "excepción cultural francesa", y hasta ante la existencia de un Ministerio de Cultura. Como también Marc Fumaroli y algunos más; aunque, desde luego, seamos aún una minoría.


Maquillaje culturalpor Luis Marís Anson, de la Real Academia Española
España es hoy, económicamente, una de las quince primeras potencias del mundo. Culturalmente figura en el top ten. Aún más, como cabeza natural del mundo iberoamericano, con 400 millones de hispanohablantes, se encuentra entre las tres grandes potencias culturales del mundo. Ni Suárez ni González ni Aznar, y mucho menos Zapatero, han tenido conciencia del sentido profundo de la cultura en la vida de los pueblos. Así es que politizaron el ministerio del ramo y lo jibarizaron para proteger desde él a los compadres, paniaguados, amiguetes y parientes. Los presupuestos, pagados por todos los españoles, se dedicaron a la anécdota, la ligereza y la superficialidad. Una catástrofe. Jean-François Revel, en sus espléndidas memorias, El ladrón en la casa vacía, denuncia los males que acarrea la politización de la cultura y apenas excluye a Malraux. “El arte -escribe- debería estar siempre al margen de la política”. Y denuncia el uso y abuso de la cultura por parte de los regímenes comunistas. En menor proporción, claro, también las democracias han abusado de la manipulación cultural y ahí esta la farsa del Premio Cervantes, como botón de muestra.Menos mal que entidades privadas españolas -Bancos, Cajas, Fundaciones, empresas- pusieron al servicio de la cultura iberoamericana su dinero en inteligentes operaciones de difusión. Frente a la cutrez de la política gubernamental, la sociedad privada volcó su imaginación y su dinero en los últimos treinta años para potenciar y difundir nuestra cultura -la nuestra y la de las naciones hermanas hispanohablantes- en todo el mundo. Mientras Zapatero incrementaba los presupuestos de Asuntos Exteriores en el 17'1%; de Fomento en el 22'4%; de Defensa, en el 8'6%; Cultura se quedaba igual, con el 4% que apenas absorbía la inflación. Es fácil hacer leña del árbol caído. No seré yo el que me dedique a semejante ejercicio. Carmen Calvo ha cometido errores, sin duda, pero el balance de su gestión ha sido superior al de etapas anteriores, tal vez porque en lugar de dedicarse a la protección de los amiguetes, ha sabido reconocer el mérito allí donde lo encontraba. Su independencia no podía gustar a Zapatero que ama tiernamente la docilidad. La destitución de Carmen Calvo ha sido un aspaviento personal, no la decisión derivada de una reflexión profunda. Carmen Calvo, por ejemplo, ha tenido en la Dirección General del Libro a un hombre serio y culto de verdad: Rogelio Blanco; y en el INAEM a un sabio enamorado del teatro: José Antonio Campos.Quedan sólo unos meses para las elecciones generales. El maquillaje que el presidente del Gobierno ha extendido sobre el rostro de la Cultura española no engaña a nadie. Zapatero sólo pretende presentar un aspecto personal más ágil para las elecciones generales y, ante la campaña electoral, ha elegido la docilidad frente a la independencia. La crisis, un poco pastosa, la verdad, la ha hecho con la vista puesta en la contienda electoral. No tiene otro alcance.Habrá que confiar en que los presupuestos del Estado, a presentar en septiembre, dediquen un incremento razonable al ministerio que deja Carmen Calvo. Que no pueda yo escribir de nuevo: “Las cifras son tozudas y ahí están. La bofetada que este Gobierno de izquierdas ha descargado, con la mano abierta del presupuesto del Estado, en el rostro de nuestra Cultura, se ha oído en los confines del mundo de habla española, allí donde no se pone el sol”. l
Luis María ANSON
Zigzag Hay que echarle valor. Por ella han pasado Shakespeare, Galdós, Delaney, Anouilh, Calderón, Chéjov, Lorca, Valle-Inclán... Se atrevió con La bella Helena de Offenbach y con La Gallarda de Alberti. Reconocida por todos, consagrada en la cima intelectual, decidió jugarse el tipo y hacer un monólogo de Gabriel García Márquez, casi dos horas sobre el escenario en una interpretación memorable que todavía me produce escalofríos. Sólo la cicatería, la mediocridad o la envidia de algunos jurados la privaron de los premios que debieron respaldar aquel alarde interpretativo. Hablo de Ana Belén, claro, triunfadora también en la canción, en la televisión, en el cine, ay, aquellos amores del capitán Brando del inolvidado Manolo Summers. La sigo desde que era la niña Pilar Cuesta y debutaba en la Numancia de Cervantes. Siempre fue un constante sabor a miel, unos ojos asombrados, el fulgor de la sonrisa, un prodigio. Y lo fue en todo lo que hizo, con defectos claro, como todo el mundo, pero con una abrumadora suma de aciertos. Y ahora se ha puesto de acuerdo con Juan Mayorga y José Carlos Plaza para levantar, con dos tacones, en el Festival de Teatro Clásico de Mérida una Fedra que nos ha sobrecogido a todos. El ácido Eurípides se hubiera roto las manos aplaudiendo. También Séneca o Racine o Unamuno o Melina Mercuri. Paso, en fin, a las mujeres que se abren paso. Desde hace muchos años, Ana Belén es un personaje de referencia en la vida española. Ella lo sabe pero las cumbres no la han hecho perder ni la ternura ni la sencillez ni la espontaneidad. Un día la enlacé con las más bellas palabras de la literatura náhuatl: “Estos toltecas eran ciertamente sabios. Solían dialogar con su propio corazón”. Como Ana Belén.



LAS GUERRAS DE TODA LA VIDA
El siglo de Revel
Por Horacio Vázquez-Rial
Voltaire llamó al XVII el siglo de Luis XIV. Al parecer, fue su admirador, Federico II de Prusia, quien decidió que el XVIII era el siglo de Voltaire. Jean-Paul Sartre contribuyó a la idea de que el XIX había sido el siglo de Víctor Hugo. Y, por fin, Bernard-Henry Lévy colocó en el mercado la fórmula "el siglo de Sartre" para hablar del XX.
Todo muy francés, si bien algunos de los evocados en tan encomiosas consignas fueron realmente importantes para la humanidad en general. Podríamos universalizar un poco la cosa y afirmar que el XV fue el siglo de Colón, el XVI el de Carlos V o el de Felipe II, el XX el de Churchill, o el propio volteriano XVIII el de Washington. Después de todo, es gracias a todos ellos que yo escribo estas líneas y usted, lector, se indigna justificadamente al leerlas. Ellos nos hicieron y están mucho más presentes en nuestras almas y en nuestras vidas materiales de lo que somos capaces de comprender.

También es verdad que el finado siglo XX fue el más productivo de la historia en materia de monstruos determinantes y de gurús influyentes, y que el XXI ha nacido con cierto cansancio esencial: ni figuras intelectuales de la talla de los mencionados, ni personajes públicos de la trascendencia de un Zola o un Bertrand Russell, ni dirigentes con las capacidades de un Lenin o un Mussolini, grandes líderes de las izquierdas. Aaron proyectará su sombra sobre esta centuria, como todos los filósofos del liberalismo, de Hayek a Von Mises, pero ninguno de ellos, excelentes críticos de su tiempo, lo habrán soñado: la utopía no es liberal.

Sin embargo, hay un hombre que, con su trayectoria ideológica y la realidad de su existencia, ha concebido un futuro: me refiero a Jean-François Revel. El siglo XXI puede ser, debería ser, el siglo de Revel. El siglo para el cual Revel sirva de modelo, si la estupidez reinante en la clase política no impide la continuidad de nuestra civilización, si Occidente no despierta una mañana sometido a la sharia.

No sé si usted ha leído a Revel, si ha leído La tentación totalitaria, La gran mascarada o La obsesión antiamericana (el mejor libro que conozco sobre el tema), pero si no lo ha hecho y decide comenzar por Memorias. El ladrón en la casa vacía, que acaba de publicar en español Gota a Gota, en versión de Juan Antonio Vivanco Gefaell, no sólo tendrá una puerta de entrada excepcional a la obra de uno de los grandes pensadores franceses de esta época, sino que se encontrará con un hombre del que hacerse amigo, hijo, discípulo.

Al rememorar la misa en la boda de su hija Eve, el 3 de diciembre de 1972, en una iglesia ortodoxa, Revel reflexiona:
A pesar de que Eve y su prometido eran católicos, habían tenido el antojo de convertirse a la religión ortodoxa griega [...] Mi hijo mayor Matthieu acababa de abandonar la investigación científica para abrazar el budismo, y eso después de haberse doctorado en biología [...] En 1967 me casé con Claude Sarraute, judía, y nuestro hijo Nicolas resultó ser también judío porque, según la ley de Moisés, la religión de la madre determina la de los hijos. Sin renegar jamás de esas raíces, jamás llegó a albergar sentimientos religiosos, no más que su madre, por otra parte [...] tuve el placer de meditar sobre las vueltas que da la vida. Qué endeble es la influencia paterna. Yo, antiguo alumno de los jesuitas, convertido en ateo; yo, discípulo de Voltaire, animado desde mis dieciocho años por ese agnosticismo virulento que sabe suscitar la Compañía de Jesús, ¡tenía una hija ortodoxa griega, un hijo budista tibetano y otro hijo judío! [...] Desde hacía unos años la indiferencia había atenuado, y más tarde extenuado, mi anticlericalismo [...] He renunciado a encontrar un sentido a la frase de Malraux: "El siglo XXI será religioso o no será", y no creo que tenga ninguno. De hecho, religioso o no, el siglo XXI será. Pero corre el riesgo (y aquí es posible que Malraux tuviese razón) de ser más religioso que el XX, en el que las ideologías desplazaron un poco la fe para justificar la necesidad humana de exterminar a los infieles y de inventárselos en casos de necesidad. La madurez había desgastado mi intolerancia hasta tal extremo que incluso sentía gratitud hacia mis maestros, porque a fin de cuentas les debía unos buenos estudios.
La extensión de la cita me parecía imprescindible porque en ese solo párrafo, muy mutilado (no hay puntos y aparte en una larga página y media), se expone, en esencia, lo que es un hombre civilizado, un occidental de nuestro tiempo, cuando decide asumir y llevar hasta sus últimas consecuencias su legado cultural.

Freud, tan cuestionable en su concepción científica general, pero tan brillante en muchas de sus aseveraciones puntuales, decía que en cada familia hay un miembro por generación que se hace cargo del legado, de la memoria común y hasta de los recuerdos materiales de sus antepasados: es el que ordena las fotos en álbumes, el que mantiene la biblioteca y hace encuadernar o encuaderna los libros deteriorados, el que no lleva en el bolsillo el reloj del abuelo, sino que lo conserva en el primer cajón de la cómoda, por miedo a perderlo, y de tanto en tanto lo limpia y le da cuerda. Eso mismo sucede en la sociedad intelectual. Revel fue un fiel curador de las joyas de Occidente, mientras los Ramonet, los Chomsky, los cínicos de todo pelaje nacidos por generación espontánea de los despojos de Sartre, se dedicaban a desmontarlas y llevarlas por piezas a las casas de préstamos, si no a los peristas.

Las Memorias de Revel son el minucioso y amoroso catálogo de esas joyas, y del modo en que las fue recibiendo, una a una, a medida que la experiencia se las iba revelando. Era un ateo convencido (ni siquiera emplea la palabra agnóstico a la hora de definirse), pero capaz de gratitud por lo que había aprendido de los jesuitas, y del todo acrítico con las opciones religiosas de sus hijos y de los hombres en general. Era, en ese sentido, todo lo que puede ser un buen cristiano, aunque no por medio de la fe, sino de la bondad misma: era un hombre bueno sin un átomo de buenismo, era un hombre libre y, por tanto, respetuoso con la libertad de todos y enemigo de cualquier forma de intolerancia. Un liberal radical, en todos los órdenes de la existencia. Por lo cual, naturalmente, estaba lleno de contradicciones, que viven de nosotros y en nosotros, y nos enfurecen mientras están allí y a veces, cuando logramos superarlas, vemos que nos han hecho crecer.

La adolescencia es la edad de las contradicciones, y para muchos dura toda la vida. Otros, como Revel, alcanzan la madurez, la edad en la que nos conllevamos con nuestras contradicciones porque hemos aprendido que no siempre conviene acabar con ellas.

Subtituló este libro El ladrón en la casa vacía, con ese punto de culpa que se experimenta al hablar del pasado y comprender que ese pasado no nos pertenece en exclusiva, que ha sido y sigue siendo compartido con otros, muchos de los cuales ya sólo viven en nuestro recuerdo y, por tanto, son juzgados a través de la evocación. Ésa es la tragedia de la mayoría de los libros de memorias: el miedo a que nos juzguen, sí, pero también el miedo a juzgar, que Revel supera mediante el humor, con cuyo auxilio se pueden decir cosas terribles sin que parezcan tales. Es una constante discretamente presente en toda la obra del autor, que en algún momento descubrió que las ideas de lógica aplastante suelen mover a la sonrisa: La obsesión antiamericana es una buena prueba de ello, desde su título.

La vida de un francés libre y honesto, contada por él mismo con una distancia que no excluye la pasión, y que termina siendo la historia de un individuo a la vez que de la política y de la cultura de su tiempo: lo mismo que podría decirse de las Memorias de ultratumba de Chateaubriand. Dos siglos más tarde. No es poco.


JEAN-FRANÇOIS REVEL: MEMORIAS. EL LADRÓN EN LA CASA VACÍA. Gota a Gota (Madrid), 2007, 672 páginas.

Pinche aquí para acceder a la web de HORACIO VÁZQUEZ-RIAL.
vazquez-rial@telefonica.net



CRÓNICAS COSMOPOLITAS
El Estado contra el arte
Por Carlos Semprún Maura
Muy mal traducido, me dicen (yo lo leí en francés allá por 1992, cuando fue publicado), este libro es sencillamente genial, y tan denso, tan rico, tan culto, que no se puede agotar su comentario en pocos folios. Me limitaré, pues, a señalar algunas pistas, con el ambicioso objetivo de alentar su lectura.
Tan complejo y genial es El Estado cultural, que en los analfabetos comentarios que he leído en la prensa española (en realidad, sólo dos) se afirma, sin rubor, que en sus páginas se expresa justo lo contrario de lo que real y tajantemente defiende Fumaroli.

O el autor, deslumbrado por la belleza de las Ramblas y la emoción aritmética de la sardana, se ha convertido súbitamente a la religión del Estado Cultural, o Ignacio Vidal-Folch, que le entrevista en Barcelona (El País, 20-VI-07), ilustra a la perfección el célebre dicho de "traduttore, traditore". Incluso a la hora de hablar de televisión le hace decir exactamente lo contrario de lo que escribe. Por cierto, no es por capricho si Fumaroli, al comparar la televisión norteamericana con la francesa, elogia la primera: en gran parte, explica, por la ausencia de control burocrático del Estado federal en la televisión.

Lo mismo, o peor, resulta el comentario cerril de Bernabé Sarabia en El Cultural (21-VI-07): "Pese a que de una lectura precipitada de El Estado cultural podría deducirse que trata de disminuir la capacidad del Estado francés para incorporar la cultura a todos sus ciudadanos, la intención de Fumaroli es la contraria". Nos da usted un buen ejemplo de "lectura precipitada", o si no miente descaradamente; porque Fumaroli no hace sino condenar esa farsa de la "incorporación", de la "cultura para todos", del Estado Cultural, que, como Atila, lo arrasa todo.

Fumaroli aborrece los extremismos, y, cuando no se le lee precipitadamente, sus opiniones resultan evidentes: es partidario de un Estado modesto y de la democracia liberal, no en balde dedica su libro a "la memoria de Raymond Aron"; y cita elogiosamente a Jean-François Revel. Pero la cobardía y el conformismo intelectuales han alcanzado tales cumbres que nuestros críticos, cuando quieren hablar bien de un autor, niegan o disimulan su calidad de liberal, porque para el pensamiento cautivo el término liberal se ha convertido en sinónimo de serial-killer.

A contracorriente de muchas idées-reçues, Fumaroli reivindica la III República (1875/1940) como el periodo en que Francia disfrutaba de una verdadera democracia liberal. No existía, claro, el Ministerio de Cultura, sólo un secretariado de Bellas Artes, con un puñado de "artistas oficiales", mediocres, no faltaba más, pero a los que nadie hacía el menor caso; en cambio, fue un gran periodo para las Artes y las Letras, pero también para la Sorbona y el Instituto Pasteur, por ejemplo. En pintura, ahí están el expresionismo, el cubismo, el surrealismo (que Fumaroli no aprecia, pero yo sí); en literatura, Proust, Gide, Apollinaire y un larguísimo etcétera; el teatro no tenía subvenciones, pero sí autores; había un cine incipiente, con gente como René Clair, Jean Vigo, Jean Renoir o Marcel Carné, que, sin ser geniales, lo son cuando se los compara con la subvencionada mediocridad actual. Etcétera.

Claro, se podría preferir otros nombres a los aquí citados a vuelapluma, pero lo que nadie puede negar, sin mala fe, es que ese periodo de 1875 a 1940 fue incomparablemente más importante, desde el punto de vista de la creación artística, que el actual. Ahora bien: para Fumaroli no se trata solo del arte: la enseñanza, la ciencia, la industria, el nivel de vida y la douceur de vivre fueron ejemplares, en comparación con los de otras épocas.

Hay una pega, y Fumaroli lo sabe; y responde a los numerosos críticos de la III República, endeble, burguesa, liberal, afirmando que fue capaz de ganar la más importante guerra de la historia de Francia, la de 1914-18. Lamento tener que matizar su entusiasmo, porque sin la intervención militar de los USA, en ayuda, esencialmente, del Reino Unido, no es nada seguro que los Aliados hubieran vencido. Además, los críticos de la III República, si exageran sus defectos para exaltar el Estado todopoderoso frente al Estado modesto, no se equivocan totalmente cuando critican su ceguera ante el peligro nazi, y su rendición, prácticamente sin combatir, en la guerra de 1939-45.

Fumaroli es consciente también de que, después de la II Guerra Mundial, numerosos franceses, ciegos o cómplices ante el peligro nazi, se hicieron compañeros de viaje del totalitarismo comunista, que durante más de treinta años dominó la universidad, la cultura y buena parte de la vida política del país. Pero, las cosas como son, elude un problema esencial: ¿cómo ser liberal y a la vez capaz de combatir en defensa de la libertad? La III República no lo hizo. Churchill, Reagan y Thatcher, en cambio, sí.

Pero, claro, Fumaroli trata sobre todo de cuestiones culturales. Realiza un recorrido histórico apasionante, desde los clásicos griegos y latinos, recuerda la tradición francesa de las Luces y el pensamiento liberal de Montesquieu, Tocqueville, etcétera, y se detiene un momento en Bismarck, culpable de haber dado los primeros pasos hacia el Estado Cultural, con su Kulturkampf, en el marco de un Estado Todopoderoso.

Ahora bien, esa política cultural, estatal y burocrática sólo se desarrolla plenamente con los totalitarismos nazi y comunista. En Francia, incluso si con el Frente Popular, se constatan pinitos de dirigismo, son muy moderados, y hay que esperar hasta 1959 y la creación, por De Gaulle, del Ministerio de Asuntos Culturales, de corte soviético y dirigido por Malraux, para que se pueda hablar de y condenar al Estado Cultural, cuyo apogeo burocrático, a manos de funcionarios mandamases que asfixian la creación artística, tuvo lugar bajo la Presidencia de Mitterrand, con Jack Lang en el Ministerio de Cultura, que convirtió en Ministerio de Propaganda y endureció el control estatal con sus leyes sobre el cine, el precio único de los libros y demás aquelarres. Por cierto, comparto plenamente la peculiar antipatía de Fumaroli por el señor Lang.

Con su estilo siempre brillante, Fumaroli, después de recordar que los grandes dramaturgos, como Ionesco y Beckett, fueron "descubiertos" en pequeños teatros privados de la Rive Gauche –antes de Malraux–, constata que Francia cuenta ahora con toda una red de teatros subvencionados pero carece de nuevos autores, que tiene más museos subvencionados que nunca pero no pintores. Y así con todo. Yo añadiría el cine, con un complejo sistema estatal-corporativo que permite producir unas cien películas al año sin el menor talento.

Los estragos del Estado Cultural, con su Décentralisation y su "cultura de masas" en manos de funcionarios mandamases, están a la vista de todos; pero se niegan, por pachorra y conformismo y porque muchos logran chupar del bote de las subvenciones. ¿Para qué angustiarse en busca de la calidad, de la novedad, de la obra maestra, cuando la nómina y la pensión están aseguradas? Hay que tener en cuenta, además o sobre todo, que la gente, mucha gente al menos, se acostumbra a la mediocridad, y como sólo ve películas mediocres y emisiones de televisión mediocres, y sólo lee novelas mediocres, etcétera, termina por sentirse a gusto con la mediocridad y teme el relámpago emocional de la verdadera obra de arte.

De manera harto convincente, Fumaroli demuestra que en los periodos y países sin Ministerio de Cultura la creación artística se porta mucho mejor, porque el Arte necesita libertad. Por otro lado, a través de su crítica al Estado Cultural, Fumaroli también critica la política francesa de estos cincuenta últimos años.

Concluiré con una cita: "La tercera vía francesa, ni comunismo ni capitalismo, ha terminado por dar a luz un monstruo que conjuga dos inmoralidades, dos esterilidades, la del comunismo y la del capitalismo de Estado de los nuevos conversos". Amén.

MARC FUMAROLI: EL ESTADO CULTURAL. ENSAYO SOBRE UNA RELIGIÓN MODERNA. El Acantilado (Barcelona), 2007, 461 páginas.

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