miércoles, septiembre 05, 2007

Antonio Robles, La Tercera España

miercoles 5 de septiembre de 2007
IZQUIERDA LIBERAL
La Tercera España
Por Antonio Robles
Los desencantos ideológicos de finales del siglo XX nos han dejado desorientados a principios del XXI. ¿Por qué una ideología es más digna de aprecio que otra? ¿Existe un criterio para determinar la superioridad de una ideología sobre otra? ¿Cómo orientarse?
¿Por qué es más progresista ser nacionalista que centralista? ¿Por qué se ha de ser una cosa u otra? ¿Quién decide, y cómo lo determina, por qué es de fachas ser respetuosos con la bandera constitucional española y de demócratas sacralizar la ikurriña o la senyera? ¿Por qué el pacto de gobierno en el País Vasco del filocomunista Javier Madrazo con los clérigos nacionalistas del PNV es loable, pero intolerable la sola idea de que PP e IU colaboren juntos en el Gobierno de España? ¿Por qué la izquierda española ha considerado al Chile de Pinochet una dictadura intolerable y a la Cuba de Fidel Castro un país hermano al que se debe ayudar para que su población no sufra? ¿Por qué se considera a la asignatura Educación para la Ciudadanía un sistema de adoctrinamiento y a la vez se exige que se dé religión y se evalúe su contenido?

Las dudas se amontonan y las ideologías nos confunden. Lo único cierto es que no nos podemos fiar de los parámetros ideológicos de izquierdas y derechas, ni de sus formas de hacer política, porque ni esos parámetros ni quienes los llevan hoy a cabo se ajustan a criterios coherentes.

Nunca fue tan incierto orientarte en semejante compadreo: el socialista Pascual Maragall pide un Estado federal asimétrico y el Partido Popular nivelar, a través de la Caja Única, el Estado de las Autonomías. La izquierda catalana exige una oficina fiscal propia y la derecha española denuncia que se quiera romper la igualdad fiscal entre los españoles. Un mundo al revés. Yo creía que la izquierda buscaba la igualdad y la derecha beneficios fiscales…

Tendencias reaccionarias, progreso y formas cívicas de hacer política

Es evidente que tanto la mecánica parlamentaria como los partidos y sus ideologías han dejado de ser operativos por falta de mantenimiento. Desde el final de la II Guerra Mundial, los ajustes han sido mínimos y la acumulación de intereses burocráticos propios del poder a secas, excesivos. Es preciso regresar al pensamiento ilustrado para recuperar de nuevo la idea de progreso, como, en un artículo extraordinario, explicaba Fernando Savater en las páginas del El País el pasado 4 de agosto ("Regreso al progreso"). Y es preciso hacerlo ataviados con el espíritu del librepensamiento, porque el propio concepto de progreso ilustrado, como hijo de su tiempo, no está a salvo de su paso. Y es preciso hacerlo para poder orientarnos con certeza sin que los profesionales de la política nos vendan gato por liebre. El ciudadano sólo puede elegir correctamente si dispone de la información suficiente y el criterio para utilizarla. Atendamos a lo que escribía Savater:
Será progreso cuanto favorezca un modelo de organización social en el que mayor número de personas alcancen más efectivas cuotas de libertad: es decir, son progresistas quienes combaten los mecanismos esclavizadores de la miseria, la ignorancia y la supresión autoritaria de procedimientos democráticos. Hablando el lenguaje que hoy resulta más próximo e inteligible, la sociedad progresa cuando amplía y consolida las capacidades de la ciudadanía. Ser progresista es no resignarse ni conformarse con las desigualdades de libertad que hoy existen, sino tratar de superarlas y abolirlas. Y es reaccionario cuanto perpetua o reinventa privilegios sociales, descarta los procedimientos democráticos en nombre de mayor justicia o mayor libertad de comercio, propala mitologías colectivas como si fuesen verdades científicas, etcétera...
Con esta sola apreciación, las coartadas para el contrabando ideológico, vengan de la izquierda, de la derecha o del nacionalismo, se hacen insostenibles. Por ejemplo, la declaración del catalán como lengua propia para excluir al resto como impropias, sean o no constitucionales, está basada en los "derechos históricos", o sea, fundamentada en aquellos predemocráticos privilegios del Antiguo Régimen abolidos por la Revolución Francesa. Ese borrón y cuenta nueva es ahora revisado para, así, recuperar mecanismos políticos propios de la aristocracia. De dar validez a ese fundamento, nadie podría oponerse sin contradecirse a que la Iglesia, los duques y los marqueses reivindiquen las propiedades históricas que la historia y las leyes hace tiempo desamortizaron.

Añado al eje progresista/reaccionario de Savater la fuerza motriz que lo mueve, la forma de ejercer la política. Si en los contenidos izquierdas y derechas intercambian papeles sin más criterio que el simple pragmatismo, en "las formas" viven en constante concubinato. Unos y otros procuran por cualquier medio conservar el poder, y, si no se tiene, alcanzarlo por los mismos maquiavélicos atajos. Me repito (El Mundo, 4-III-2007, "Defensa de la política"):
La política se ha llenado de individuos que se reconocen y se promocionan mutuamente con una simple mirada, es la mirada del poder.
Frente a éstos, están en peligro de extinción aquellos otros que, además de querer ejercer el poder, necesitan tener una disculpa ética para alcanzarlo y amoldarse a unas formas de ejercerlo honestas. Están en desventaja. Para los primeros, lo importante es el fin, o sea el poder a secas, no los medios; para los segundos, no todo vale. Éstos tienen ideales y principios; los primeros, sólo ambición.

En esa primacía de los medios, los principios y las normas se violentan con el objeto de adaptarlos a las coyunturas, los discursos se eligen a la carta. Ahora toca exigir responsabilidades porque es el rival quien pierde, o esgrimir justificaciones porque el corrupto es un compañero de partido. Siempre sonrisas interesadas, codazos de terciopelo, navajadas previas como respuesta paranoica a la cultura de la desconfianza. Ni rastro de lealtad, de coherencia, de objetividad ante las reglas no escritas. Un vacío inmenso para el bien común.

Restaurar o inventar la honestidad en los pactos contractuales y ejercerlos con formas alejadas del ventajismo se impone como valor imprescindible para que la ciudadanía pueda volver a confiar en la política y desaparezcan de ésta todos los que actualmente la utilizan como un medio de poder. Desgraciadamente, hoy han ido abandonando la política todos los que podían aportar algo al bien común, mientras ingresan en ella quienes buscan unas ventajas que nunca les brindaría la actividad laboral. Para ser más claros: hoy, la política es lo contrario de lo que debería ser. Si tienen alguna duda, pregúntenle a Pepiño Blanco.

La idea de "progreso" y las "formas cívicas" de hacer política habrían de ser una referencia insalvable contra los contenidos reaccionarios, y su síntesis la atmósfera transparente de la política.

Las ideologías liberal y de izquierdas no abarcan la complejidad del mundo por sí solas

Pero las ideologías no sólo se han desfigurado, también han perdido capacidad de comprender y abordar la complejidad del mundo actual. Por eso las dos grandes protagonistas del siglo XX, las de izquierdas y las liberales, ya no representan por sí mismas la mayor parte de los intereses y antagonismos que se dan en sociedades tan complejas como las del bienestar del siglo XXI.

Digámoslo de entrada: ni una ni otra podrían resolver por sí solas los grandes problemas de la humanidad. Si es que alguna vez pudieron hacerlo. Sin embargo, la simplicidad impuesta por su rivalidad en los últimos cien años ha dado forma a moldes intelectuales y políticos que hacen difícil pensar las cosas fuera de esos dos parámetros. Aunque de diferente manera. Por razones difíciles de comprender, aunque fáciles de explicar, la izquierda se ha considerado a sí misma moralmente superior a la ideología liberal. La intelectualidad ha tenido mucho que ver con ello. La ideología liberal, a su vez, se ha considerado a sí misma la garante de la libertad, al confundir el derecho a la propiedad con la libertad misma.

Una y otra, sin embargo, siguen siendo válidas; no así los subproductos ideológicos nacidos de cada una de ellas: el comunismo, en el caso de la izquierda, y el capitalismo darwinista, en el del liberalismo.

Esa superioridad moral de la izquierda ha monopolizado la idea de progreso, de ilustración, de justicia social, y de la misma libertad, entendida como fruto de la igualdad de oportunidades. Todo un despropósito, a juzgar por las huellas dejadas en su práctica comunista. Esta perversión ha sido y es posible por la inclinación, muy humana, de creer en las palabras. La marca de la tribu suele imponerse sobre la razón, y si la marca tiene solera el caparazón se vuelve tan duro que quienes se refugian en él es muy difícil que lo cuestionen. Hoy, en España, haga lo que haga, el PSOE tiene garantizado un 27% del electorado, y el PP un 24.

Ni un solo país gobernado por el comunismo ha respetado la idea ilustrada de progreso, de la cual nació aquél y por la cual justificaba su praxis. Ni un solo país gobernado por el comunismo ha respetado la libertad de pensamiento, ni la de expresión, ni la libertad política; y todo a costa de nada: el fracaso de sus planes económicos ha sumido en una igualitaria miseria a todos los que lo han padecido. Y lo peor, ha perseguido, encarcelado, humillado, esclavizado y eliminado a millones de personas. Un insoportable sufrimiento en nombre de ideales hermosos.

Con la retransmisión en directo de la caída del Muro de Berlín, el 9 de noviembre de 1989, se dejaba constancia empírica del fracaso histórico de esta ideología. El comunismo había quedado desenmascarado definitivamente; y sin embargo se negó a reconocerlo. Imbuido de no se sabe qué derecho de pernada moral, ha enterrado todo el lastre histórico que lo desautorizaba y se ha replicado en cualquier reivindicación nueva nacida de la existencia misma del propio Estado Democrático de Derecho, como el feminismo, el ecologismo, el indigenismo, la diversidad sexual, etcétera, pero ahora ya definitivamente disuelto tras el concepto general de "Izquierdas".

El control del poder por parte del comunismo solía venir precedido de buenas intenciones, pero a medida que se aposentaba en él y extendía su influencia a todos los estamentos sociales se convertía en totalitario.

Al contrario que el capitalismo: de la explotación laboral inhumana de sus inicios se fue adaptando a las presiones político-liberales de los Estados democráticos y a las sociales que los sindicatos obreros imponían, para acabar aceptando buena parte de la filosofía social de la izquierda (seguridad social pública y educación universal, seguro obrero, derecho al paro, jubilación garantizada, etcétera). Nunca cedió: toda conquista social fue arrancada a su pesar. Por eso en el Segundo y Tercer mundos, históricamente menos presionado por organizaciones de izquierdas, monopoliza mercados, esquilma materias primas, impone aranceles agrícolas en plena globalización e impide que sus productos agrarios sufran competencia, sin tener en cuenta el principio de reciprocidad.

Por el contrario, el pacto económico y la riqueza semicompartida en el Primer Mundo ha convertido en cómplices de sus métodos de producción a la mayoría social, aunque a la vez malgasta energía, contamina con desmesura, consume de forma no sostenible y, con las deslocalizaciones de los últimos tiempos, reduce los derechos laborales que tanto sufrimiento han costado a varias generaciones de trabajadores. No es nada extraño a su naturaleza: está en su esencia escatimar beneficios en cuanto las reglas del mercado laboral le son favorables.

El capitalismo tampoco ha respetado la idea de progreso, porque la entiende como una espiral constante e infinita de producción y explotación de recursos materiales, sin tener en cuenta la finitud del espacio y del tiempo, al menos para la medida de nuestras vidas y de las de las generaciones que nos son más próximas y consideramos propias.

En cualquier caso, el pulso entre uno y otro sistema se resolvió con el fin de la Guerra Fría a favor del capitalismo, al derrotar éste económicamente al comunismo. Sin embargo, la izquierda, al menos en España, sigue atribuyéndose la superioridad moral sobre el capitalismo, y éste, a pesar de haberse adaptado a muchas conquistas progresistas de la izquierda, sigue siendo presentando como el sistema más reaccionario del mundo.

¿Por qué estas paradojas? Especulemos: el espíritu del comunismo nació de un afán de justicia social; el del capitalismo, de la avaricia humana. El primero confió en la bondad de la naturaleza humana, el segundo alimentó su egoísmo. Paradójicamente, el egoísmo en la propiedad y la producción puede activar mecanismos de ambición y competencia que conduzcan a un mejor y mayor servicio para asegurar sus ganancias, y éstas, a su vez, llegar a muchas personas, mientras que la bondad, el altruismo y todas las virtudes buenistas del comunismo desactivan los mecanismos de la avaricia pero, por lo mismo, acaban con la riqueza. En ese camino, el primero se convirtió en dogmático y el segundo en pragmático.

El comunismo se justificó en sus principios morales de igualdad aunque fuera a costa de desactivar la creación de riqueza, mientras que el capitalismo renunció a parte de sus desmesurados beneficios: era más inteligente que un mayor número de ciudadanos tuviera capacidad económica, para que la rueda del sistema avanzara, que atrincherarse en beneficios obscenos que acabaran alentando revueltas sociales y revoluciones comunistas. He aquí la visión pragmática del capitalismo.

Paradójicamente, el triunfo del sistema liberal sobre el comunismo se ha realizado a costa de la progresiva asunción de principios morales de la izquierda, pragmatismo que pone de manifiesto que ha renunciado (¿?) a su naturaleza más depredadora para ser y seguir existiendo, mientras que la izquierda, acosada por la evidencia de su fracaso, ha renunciado a ser... para afirmarse en el seno del liberalismo a través de su huella social.

La combinación sincrética de ambos sistemas desembocó en un espacio de centroizquierda y ha tenido su éxito mayor en las socialdemocracias europeas, al compaginar la igualdad económica de la izquierda, la propiedad privada del capitalismo y la libertad política del liberalismo. El resultado han sido sociedades más ricas, justas y libres.

El espíritu reaccionario del XIX: el nacionalismo

Con ello no salvamos todos los escollos, sólo los más groseros. Como una maldición histórica, desde finales del siglo XIX se han sumado a los sectarismos estrictamente ideológicos los nacionalismos, esa especie de pseudoideología y pseudorreligión que ha pervertido aún más las formas, los contenidos y los fines de las ideologías.

Hoy, en España la obsesión por recuperar o inventar señas de identidad ha infectado por igual a izquierdas y derechas, y de ahí se han pervertido medios y fines de ambas. En ellos se concretan las tendencias más reaccionarias y mejor camufladas de la historia: manipular el pasado para secuestrar el presente, utilizar el territorio y las colectividades como fundamento de legitimidad allí donde se había conseguido universalizar la ley, relegar los derechos individuales del ciudadano y sacralizar los entes colectivos contrarios al bien común y a las reglas constitucionales establecidas, desenterrar "derechos históricos" abolidos definitivamente por los Estados Democráticos de Derecho, etcétera. Y todo para excluir en nombre de la construcción nacional.

En sólo 25 años, la aspiración por universalizar derechos y deberes, como el sistema único de sanidad pública, la educación universal y gratuita, la unidad de mercado, la lengua común, la unidad de la Agencia Tributaria, la igualdad de todos los españoles ante la ley, ha sido desprestigiada y convertida en sospechosa; y, por supuesto, sustituida por la superstición cantonalista más reaccionaria e inconsciente desde los reinos de taifas. Incluso la palabra España o la selección nacional de fútbol son combatidas con saña por ser símbolos constitucionales de la unidad de todos los españoles. En una palabra, han logrado que el Estado más antiguo de Europa se avergüence de serlo.

De pronto, tomas conciencia de que exponer lo sensato resulta violento y de que ocupa su lugar una liturgia de supersticiones nacionalistas románticas, todas ellas perfectamente inútiles, salvo por su capacidad excepcional para generar resentimiento. Los ejemplos son infinitos y casi siempre ridículos, pero no por eso se ven como tal. Es tanta ofuscación la suya en pro de la construcción nacional, que llegan a dar cobertura informativa a la noticia del derribo del último toro de Osborne en medio de un caos ferroviario, aéreo y eléctrico. O convierten el suicidio de Xirinacs en referencia ética de la lucha por la independencia. Ésa es la Cataluña empecinada en sus delirios de pueblo elegido, la que ocupa todas las instituciones locales y empieza a intoxicar a las del resto de España.

El legítimo derecho de las partes a ser frente al todo se ha convertido en un salvoconducto destructivo contra éste. Es tarea de una generación plantarse, levantar la cabeza y sacudirse de encima esta estúpida huida hacia ninguna parte.

Izquierda liberal: la Tercera España

Decíamos hace un instante: ¿por qué seguir sosteniendo la existencia de partidos de izquierdas y liberales? Y le dábamos sentido no sólo porque es un imperativo democrático la diversidad ideológica, sino porque su proceso dialéctico puede ser la solución para muchos problemas enquistados históricamente. Viene de largo; decía Pablo Iglesias: "Quienes contraponen liberalismo y socialismo, o no conocen el primero o no saben los verdaderos objetivos del segundo".

Si aplicamos esta filosofía a la España actual, podría ser una oportunidad para superar el sectarismo de ambas Españas y, de paso, sintetizarlas en una sincrética Tercera España llena de contrastes, pero ninguno excluyente. Tarea ciclópea, porque la dificultad no está en diseñar nuevos fines o abrir caminos para alcanzarlos, sino en convivir con hábitos históricos incapaces de salir de ese laberinto de trincheras.

Y es que la derecha española es muy liberal en economía, pero su liberalismo político sólo es coyuntural y su liberalismo moral, nulo. El progreso entendido como el horizonte de libertad que habíamos definido antes es sistemáticamente combatido por el tradicionalismo católico más rancio. Da lo mismo que sean los derechos de los homosexuales, el derecho a una muerte digna, la investigación con células madre, el control de la natalidad, la educación para la ciudadanía, el aborto, la autonomía personal en las costumbres sexuales, la utilización de los impuestos como instrumento social para una mayor igualdad de oportunidades materiales: todo, todo lo que ponga en cuestión la moral vaticana y los privilegios de la derecha más retrógrada es sistemáticamente combatido. En esa mentalidad no hay "progreso" democrático, sólo vetusta voluntad reaccionaria. Por el contrario, la poca o nula capacidad liberal de la izquierda en economía se compensa con una mentalidad abierta en el liberalismo moral.

Compaginar el liberalismo moral y la justicia distributiva de la izquierda con la capacidad productiva y la libertad individual del liberalismo serían pilares básicos de esa Tercera España. Y el proyecto político para llevarlo a cabo bien podría ser liderado por Rosa Díez en un partido único para toda España nacido de la fusión y disolución de Ciudadanos, Plataforma Pro y cualesquiera otros grupos que compartan la idea de progreso precisada por Fernando Savater.


ANTONIO ROBLES, vocal secretario del Grupo Parlamentario de Ciutadans en el Parlamento autonómico catalán.
antoniorobles1789@hotmail.com



Desde la izquierda
¡Ciudadanos de España, uníos!
El catalanismo es un pozo de virtudes, el españolismo un nido de fachas; Cataluña, Galicia o Euskadi son palabras hermosas para llevarlas cerca del corazón y España, exabrupto propio de inquisidores y centralistas cutres, casposos, lolailos y clericales.
Antonio Robles
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Vivo en un extremo de España donde nombrarla es sospechoso. No me pregunten por qué o sospechoso de qué. Por mi parte sólo puedo alegar que hoy España es la garantía constitucional de la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley. Me explicaré: la desorientación de la izquierda después de la caída del Muro de Berlín ha encontrado sosiego en conceptos e ideas propios del pensamiento débil, convirtiéndolos en dogmas de fe. No se sabe bien por qué "descentralizar" es siempre bueno y "centralizar" malo. Acercar al ciudadano la gestión de determinados problemas sociales puede ser bueno, pero de otros muchos muy malo. ¿Ha sido bueno descentralizar políticamente las competencias sobre incendios? No. Los acontecimientos de Guadalajara demuestran que el celo político de una autonomía impidió que otras, o el Estado, actuaran coordinadas y de inmediato. Resultado, 11 muertos. Fíjense en Marbella: cuanto más pequeña llegue a ser la gestión política, más probabilidades hay de corrupción endogámica.
Descentralizar la gestión puede ser bueno casi siempre, pero descentralizar la autoridad política sobre la gestión es casi siempre malo. La razón es a la vez comercial, porque ahorra costos y aumenta la eficacia, y científica, porque la evaluación de una hipótesis exige tener la totalidad de los datos para comprobar su veracidad o conveniencia. Y también es más cómoda: ¿quién prefiere una Seguridad Social troceada que obligue al ciudadano a papelear permisos para poder ser atendido cada vez que sale de su comunidad de vacaciones? ¿Qué ganaríamos si mañana hubiéramos de enseñar el pasaporte en la frontera del Ebro cada vez que quisiéramos visitar nuestro pueblo?
Otro concepto es el de "pluralidad". Puede ser bueno para respetar diversas ideas, pero puede ser muy malo si su existencia exige trocear los criterios comunes que garanticen los derechos jurídicos universales de una comunidad. Es el caso de los tribunales de Justicia. Para qué creen ustedes que los nacionalistas catalanes quieren tribunales de Justicia propios, ¿para acercar la justicia a los ciudadanos? La mano de la ley, cuanto más lejos esté del entorno familiar y étnico, mejor. Y si no, recuerden cómo actúan determinados tribunales en el País Vasco en determinados casos, con determinada gente. O fíjense en el Fiscal General de Estado, Conde Pumpido, cuánta independencia judicial muestra frente al Gobierno. La connivencia entre el poder político y los jueces se impide mejor cuanto más alejado esté el uno del otro.
La lista de conceptos es interminable, pero todos tienen una característica común, si caen en el ámbito del Estado son malísimo por el mero hecho de ser Estado y buenísimos si pertenecen al de las autonomías, nacionalidades y naciones. Por ejemplo, el catalanismo es un pozo de virtudes, el españolismo un nido de fachas; Cataluña, Galicia o Euskadi son palabras hermosas para llevarlas cerca del corazón y España, exabrupto propio de inquisidores y centralistas cutres, casposos, lolailos y clericales; el toro, símbolo imperialista, el burro, dócil y abnegado, laborioso y víctima, como el pueblo catalán. Adivinen ustedes quién le explota y le maltrata.
Dice Pascal que el corazón tiene razones que no conoce la razón. Muchos ciudadanos españoles exiliados en nuestra propia patria compaginan corazón y razón. Intuimos con el corazón lo que la lógica de la razón nos asegura constantemente: Sólo el defensor del pueblo español nos puede proteger contra las reglas feudales del Sindic de Greuges (defensor del pueblo catalán), sólo el Tribunal Supremo y el Constitucional nos puede defender de las artimañas étnicas de tribunales y sistemas educativos reducidos a extensiones políticas de los nacionalistas. Sabemos que en determinadas autonomías seremos ciudadanos de segunda, súbditos incluso cuando de lengua y cultura se trate, y sólo la patria grande, la constitucional, la que no reconoce particularidad ni privilegio en ninguno de sus ciudadanos será la que nos garantice la igualdad efectiva. Lo mínimo que se le puede pedir a un Estado de Derecho es igualdad entre todos sus ciudadanos.
Hoy, sólo España nos garantiza de verdad ser ciudadanos iguales ante la ley. Por eso, lo más progresista, lo más moderno, lo más igualitario, lo más de izquierdas ( si se pudiera recuperar su concepto ilustrado) y a la vez lo más liberal es la reivindicación de España.
¡Ciudadanos de España, uníos! Parece ingenuo; no se equivoquen, no va dirigido a vuestros corazones, sino a vuestra razón y a vuestros intereses; juntos podríamos impedir el saqueo interesado del Estado de Derecho por parte de castas predemocráticas llamadas nacionalistas. Cuatro ideas predemocráticas, casi feudales, se han implantado por la tozudez y la determinación de cuatro iluminados; demasiada autonomía, más la manipulación escolar y mediática, y el terror en el caso del País Vasco, han triunfado en un tiempo histórico con hombres de Estado faltos de carácter y excesivo complejo de españoles.Creo que hay que volver a armarse de conceptos intelectuales que nos ayuden a desenmascarar esta infantilización de la política. Y reivindicar España.
antoniorobles1789@hotmail.com



Regreso al progreso
Sábado, Agosto 4th, 2007 in OPINIÓN

Incluso antes de que Leo Strauss cuestionase el término, el progreso había criado mala fama. Sonaba a ingenuidad ilustrada apoyada en un automatismo optimista, que inyectaba en el decurso histórico las funciones salvíficas anteriormente reservadas a la Providencia divina. A trancas y barrancas, todo debe avanzar hacia lo mejor: es una rueda de molino difícil de tragar, sobre todo para quienes han padecido los avatares del siglo XX.
Sin duda el conocimiento científico y sus aplicaciones tecnológicas mejoran gradualmente, pero tanto en sus logros beneficiosos para la industria y la comodidad humanas como en sus potencialidades destructivas. Los derechos humanos han sido proclamados internacionalmente sobre lo holocaustos de dos atroces totalitarismos, pero siguen careciendo de recursos internacionales de garantía y son más retóricamente predicados que eficazmente defendidos en gran parte del mundo. La noción de “modernidad”, que para algunos equivale a progreso, envuelve en demasiadas ocasiones el simple despliegue arrollador de las conveniencias de un capitalismo que maximiza beneficios pero se desentiende de las efectivas mejoras sociales para la mayoría. Oímos vocear lo que como beneficio de algunos se consigue pero se silencia o minimiza lo que pierden tantos en riqueza de convivencia o de protección ante los abusos plutocráticos. Etc…para qué seguir.
Sin embargo, purgado de automatismos y dotado de voluntad política, el término progreso tiene pertinencia como ideal. El progreso no es un destino en el que se cree sino un objetivo ilustrado al que se aspira y hacia el que se lucha por avanzar, en la incertidumbre de la realidad histórica. Será progreso cuanto favorezca un modelo de organización social en el que mayor número de personas alcancen más efectivas cuotas de libertad: es decir, son progresistas quienes combaten los mecanismos esclavizadores de la miseria, la ignorancia y la supresión autoritaria de procedimientos democráticos. Hablando el lenguaje que hoy resulta más próximo e inteligible, la sociedad progresa cuando amplía y consolida las capacidades de la ciudadanía. Ser progresista es no resignarse ni conformarse con las desigualdades de libertad que hoy existen, sino tratar de superarlas y abolirlas. Y es reaccionario cuanto perpetua o reinventa privilegios sociales, descarta los procedimientos democráticos en nombre de mayor justicia o mayor libertad de comercio, propala mitologías colectivas como si fuesen verdades científicas, etc…
En la interpretación política actual creo que el eje progresista-reaccionario tiene mayor capacidad movilizadora que la tradicional división entre izquierda y derecha. No se trata de que ya no existan izquierdas o derechas, como se dice a veces. Esta división sigue siendo operativa, siempre que no se absolutice, es decir que no se pretenda la hemiplejia social de abolir la mitad complementaria. En el reparto de la intencionalidad política es necesaria la visión que prima los espacios y servicios públicos, la redistribución y la protección social tanto como la que estimula la iniciativa individual junto a los derechos adquiridos de propiedad. De la pugna leal entre ambos polos surge la vitalidad comunitaria. Pero ni los unos ni los otros tienen la exclusiva de las virtudes sociales: ni los unos monopolizan la justicia ni los otros monopolizan la libertad. Y desde luego tanto desde la izquierda como desde la derecha pueden venir propuestas progresistas o esclerotizarse cautelas o imposiciones reaccionarias. Por eso resulta quizá este último índice el más inspirador para quien no se aviene sencillamente a la militancia ciega en las formaciones políticas tradicionales.
Respecto a la noción de progreso existe un acrisolado prejuicio que lo liga a la política de izquierdas (simétrico al que llama “modernización” a cuanto aligera de trabas de protección social para facilitar la extensión del capitalismo internacional). Pero cuando se hace inasumible la vinculación entre progreso e izquierda, como en los totalitarismos comunistas, se decreta que allí no se trata de una izquierda “verdadera”. Sin embargo Stalin era de izquierdas, qué otra cosa podía ser, aunque también profunda y radicalmente reaccionario. Y los jerifaltes del comunismo español que disfrutaban de la hospitalidad de Ceaucescu o Kim Il Sung se portaban como correctos miembros de la izquierda aunque también como cómplices de los gobiernos más reaccionarios de la época. Aún no hace mucho, en nuestro Parlamento, se presentó una moción para solicitar a la dictadura cubana que liberase a sus presos políticos: sólo tres partidos de derechas -PP, PNV y CIU- adoptaron la actitud progresista de apoyarla, mientras que los grupos de izquierda se unían para rechazarla con reaccionario entusiasmo. Etc…
Uno de los más notables enigmas de la actual política española al constituir los consistorios de ayuntamientos o comunidades autónomas es el empeño en llamar “gobierno de progreso” a cualquier combinación que incluya a nacionalistas y partidos de izquierda, con tal de que excluya al PP. Es difícil imaginar por qué regla de tres semejantes contubernios pragmáticos -sin duda muy convenientes para los intereses particulares de quienes los protagonizan- representan un “progreso” para todos los demás. No soy de los que ven el futuro de un radiante color de rosa, pero aceptar que el país “progresa” hacia Javier Madrazo o Joan Tardà me parece francamente un pesimismo excesivo.
Y ¿por qué diablos va a ser “progresista” que los socialistas formen gobierno en Navarra con NaBai, ese indudable frente nacionalista, con el que poco deberían tener que ver? A no ser que estén intentando retomar alguna de las cochinadas que tenían medio apalabradas el pasado noviembre con Batasuna y el PNV. Por cierto, ya vamos sabiendo cual era el lema más despótico que ilustrado de las falsamente negadas negociaciones del aún mas falsamente llamado proceso de paz: “todo para ETA pero sin ETA”. Pues bien, de progreso nada. La tradición nacionalista, separatista y disgregadora, es uno de los dos chancros reaccionarios que infectan el desarrollo democrático español desde el siglo XIX (el otro es el tradicionalismo clerical, que también sigue tristemente vigente como demuestra la polémica en torno a la Educación para la Ciudadanía). Nada hay de progresista en romper la igualdad legal o fiscal del Estado de Derecho ni en fórmulas de inmersión lingüistica educativa y social que no sólo atropellan la lengua materna de los castellano hablantes sino que también amenazan la necesaria existencia de una lengua política común (véase Appiah, “La ética de la identidad”, ed. Katz), indispensable para el funcionamiento de una comunidad democrática plural. Este último abuso (negado con desfachatez por los cuentistas de turno, ya saben ustedes) es tan avasallador y dañino que sólo el desinterés de la mayoría de la población por cuestiones educativas y culturales explica que no haya una sublevación cívica masiva contra tales prácticas.
La izquierda devalúa la noción de progreso cuando la esgrime legitimadoramente en casos tan inverosímiles. Lo cual no deja de volverse a veces contra ella: Madrid ha pasado a ser -en su Ayuntamiento y su Comunidad- de “rompeolas de toda las Españas” a rompepelotas de toda las izquierdas, entre otras sutiles razones que los analistas estudian, porque en esta capital se han refugiado muchos de los damnificados por “gobiernos de progreso” periféricos que no están dispuestos a colaborar con su voto en la repetición de nada ni remotamente parecido. En el futuro inmediato, con una situación económica de bonanza decreciente y gran parte de la población acosada por la voracidad del Euribor como Baskerville lo fue por el célebre sabueso infernal, no serán los que llamen progreso a dificultar aún más las cosas segmentando estatutaria e insolidariamente los mercados o estableciendo barreras lingüisticas quienes van a conquistar la simpatía de los votantes…Y si no, al tiempo.
Algunos creemos que un enfoque progresista de la política sigue teniendo hoy sentido: es decir, que no compartimos la pataleta de quienes por indignación con los reaccionarios de izquierda se hacen reaccionarios de derechas o viceversa. Más bien se trata de buscar planteamientos de progreso que escapen al mero maniqueísmo partidista: quizá hoy se esté intentando también algo parecido en el nuevo gobierno francés y en otros espacios de la Unión Europea. Merece la pena intentarlo en España, no como mera cuestión de debate académico sino en el terreno de la representación parlamentaria: en ello estamos.
Fernando Savater
FUENTE: Basta Ya


Defensa de la política
Antonio Robles
El descrédito de la política en España aumenta a la velocidad de la abstención. Cataluña, y en particular Barcelona, llega ya al 50%. «Todos los políticos son iguales», «no me vuelvo a fiar de las promesas de un político», «la política es una mierda»A menudo sentimos o caemos nosotros mismos en aquello de «no somos políticos profesionales, sólo gente corriente, de la calle». Recuerdo alguna vez haberlo dicho. Como si los demás políticos fueran extraterrestres. Sin darnos cuenta abonamos el desprecio por la política, inconscientes de que no es ella sino nosotros los que la hacemos detestable. Confundimos así la herramienta con que organizamos la sociedad (la política) con la utilización que hacemos de la herramienta (la práctica política concreta). Y en la confusión respaldamos estúpidamente a quienes detestan la herramienta y están dispuestos a acabar con ella. Un ejercicio peligroso en tiempos ociosos y vacíos. Ir a las fuentes de donde surgen los pilares de nuestra civilización, casi siempre nos refresca el valor perdido de las causas que la hicieron deseable. Intentémoslo con la Política. La polis griega, equivalente a la civitas latina era la ciudad, ámbito del Estado, espacio donde los hombres se organizaban socialmente, participaban de la cosa pública. Ciudad, Estado y Sociedad eran así la misma cosa y, por tanto, todos los asuntos del Estado eran, por lo mismo, de todos los ciudadanos. Así y allí nació la democracia. Y así y allí los griegos consideraron a estos asuntos de Estado politikoi (de todos), en oposición a aquellos intereses personales fuera del ámbito del bien común a los que se les denominaba idióticos (privados). Con el pasar del tiempo, los individuos que se desentendían de los asuntos concernientes a la polis se los conocía como idiotes (ciudadanos privados). Parecería, por tanto, que quienes se excluían de la política, lo hacían de una actividad responsable y respetable. Paradojas del destino, ahora, a juzgar por el descrédito de la práctica política, los únicos idiotas parecen ser los que con más ahínco se decidan «a lo suyo», o sea, los propios políticos. Si así fuera, habríamos pervertido el sentido primero que los griegos dieron a la política: la búsqueda del bien común. Es tanta la identificación del ciudadano griego con ella que cuando a Sócrates le dan la oportunidad de huir de la cárcel condenado injustamente a muerte declina el ofrecimiento porque prefiere morir injustamente condenado que incumplir las leyes de su ciudad, es decir, del Estado. A la otra orilla de la épica ética de Sócrates, sobrevive a duras penas la política como herramienta de poder. Durante los dos últimos siglos, fueron los contenidos ideológicos los que dieron justificación ética tanto a la acción política como a los fines perseguidos. Grave error. Amparados en ideologías humanitarias, se llegaron a justificar infinitos horrores. Tenían tanta confianza en la bondad de su contenido que no llegaron a sospechar que donde radicaba el mal no era en los contenidos sino en «la forma» para imponerlo. Si en los contenidos las diferencias entre partidos de izquierdas y de derechas se han reducido, en las formas son idénticos. Unos y otros están prestos a alcanzar el poder cuando no se tiene y a conservarlo cuando se posee. «Como sea», Zapatero dixit. La política se ha llenado de individuos que se reconocen y se promocionan mutuamente con una simple mirada, es la mirada del poder. Frente a éstos, están en peligro de extinción aquellos otros que además de querer ejercer el poder necesitan tener una disculpa ética para alcanzarlo. Están en desventaja. Para los primeros lo importante es el fin, o sea el poder a secas, no los medios. Para los segundos no todo vale. Estos tienen ideales y principios, los primeros, ambición. Proyectos de plastilina, víctimas del terrorismo convertidas en carnaza electoral, principios y normas adaptables a las coyunturas, discursos a la carta, etarras transformados en coartadas para forzar la imposición de ideales que violentan el orden constitucional, información amañada para ocultar una promesa incumplida, pactos que calculan la cilindrada del coche oficial y esa cara de gilipollas que te queda cuando te da la mano alguien que jamás te la daría si no estuviera en campaña electoral, sonrisas calculadas, frases sobadas, zancadillas, navajadas, insidias envenenadas para intoxicar al común y destruir al rival, ambiciones simuladas y la envidia convertida en rencor como preámbulo del ajuste de cuentas; ni rastro de lealtad, de coherencia, de objetividad ante las reglas no escritas, un vacío inmenso para el bien común. Una cloaca insoportable. Son las formas de los políticos lo que detestan las gentes. Los ciudadanos necesitan creer en las personas, y los políticos son, antes que nada, personas. ¿Podría ser la reivindicación de la decencia en las formas la próxima revolución política?. Antonio Robles es diputado de Ciutadans - Partit de la Ciudadania.
Opinión, El Mundo15 de juliol de 2007

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