lunes 3 de septiembre de 2007
Aventura
Era la primera vez que salíamos juntos al monte. Solos ella y yo, como hacíamos mi abuelo y yo, treinta años atrás, cuando el mundo aún era joven. Pero yo fui un niño criado en la provincia castellana, allá donde la ciudad es casi campo; y no había fin de semana que no visitase algún pueblo de los alrededores, aquellos pueblos de mis ancestros, menesterosos de adobe y de pizarra, estremecidos por la música lenta de las esquilas. Fui, además, un niño andarín, acostumbrado a pasear por trochas y veredas, aferrado siempre a la mano de mi abuelo, que me contaba anécdotas de su juventud mientras recolectaba las plantas medicinales que luego utilizaba en sus tisanas (árnica y sanguinaria, poleo y ginesta, espino albar y milenrama, hinojo y cola de caballo, todo un catastro botánico que lo mantuvo sano hasta los noventa y siete años). Mi hija Jimena, en cambio, ha crecido en la urbe –hierro y cemento en tempestad–: sus pies están acostumbrados al asfalto, su conocimiento de la vida rural es casi inexistente (quizá porque la propia vida rural, tal como yo todavía la conocí en sus estertores, ha dejado de existir) y, en fin, jamás hasta aquel día había probado a internarme con ella por los senderos estrangulados de maleza que conducen al monte. Así que cuando se lo propuse, esperaba una respuesta poco efusiva, tal vez melindrosa o hasta desganada. «¿Te apetece que subamos al monte, Jimena?», le solté. Y ella, con sus cinco años intrépidos y dulcísimos, asintió con profusión, asintió con entusiasmo, mientras sus ojos se incendiaban de una dicha mil veces presentida. «¿Correremos aventuras?», me preguntó. «¡Por supuesto que correremos aventuras!», le dije, fingiendo convencimiento, aunque en el fondo temeroso de defraudar sus expectativas. Pero para una niña de cinco años el mundo multiforme es una aventura, cada planta de nombre desconocido es una aventura, un saltamontes que cruza la vereda con los élitros extendidos es una aventura, no digamos si quien la cruza es una culebra que deja sobre el polvo su escritura sinuosa. Y aquel primer ascenso al monte, armados cada uno con sendas varas que empleábamos para apartar la maleza, fue una aventura incesante y deslumbradora; lo fue, sobre todo, para mí, al descubrir que mi hija había heredado la curiosidad y el fervor que la naturaleza suscitó en su padre, cuando su padre era niño. «¿Cómo se llama esta planta, papá?», me preguntaba; y yo le respondía: «Ortiga»; o «Brezo»; o «Ruibarbo»; y ella repetía cada nombre, degustando su sonoridad, maravillada de que existiese una palabra distinta para bautizar cada planta, un enjambre de palabras que fulguraban bajo el sol de la mañana como joyas inéditas, maravillada también de que su papá supiese todos aquellos nombres insospechados que catalogaban la belleza del mundo, nombres que mi abuelo me enseñó cuando tenía la misma edad de mi hija y que treinta años después (cuando tantos conocimientos estériles se desvanecen en el olvido, como cortinas de ceniza) perseveran en mi memoria con su brillo primigenio. También los nombres de las mariposas que de vez en cuando rayan el aire, como leves meteoros o mínimos incendios: macaón, chupaleche, pandora, ninfa de los arroyos, un vocabulario recién estrenado que palidece ante la belleza volátil de las mariposas, en cuyas alas Dios ha escrito un lenguaje jeroglífico más hermoso aún que el tapiz de las estrellas. Seguimos avanzando entre retamas hasta tropezarnos con una telaraña que interpone su arquitectura soberbia en mitad de la vereda, una telaraña como un tratado de geometría que excede en sabiduría a Euclides, todavía temblorosa de rocío, expectante ante la víctima que pronto se enviscará en sus hilos. También a nosotros la caminata nos ha despertado el hambre, que matamos comiendo moras de una zarza tan intrincada que ni los mismos pájaros se han atrevido a expoliarla, por no dejarse las plumas entre sus púas. Algunas moras están ya negras, congestionadas de sol, como coágulos de una sangre tibia, opulenta y agreste, ansiosa de derramarse en nuestro paladar, para inundarlo de una dulzura que ya no posee ninguna fruta cultivada. Jimena se zampa las moras a una velocidad de vértigo, risueña y orgullosa de compartir conmigo su primera expedición al monte; rodeando sus labios, le han florecido unos deliciosos berretes que delatan el atracón. Antes de regresar a casa, mientras descansamos sentados en una peña, me estampa sin avisar un besazo y me deja la huella de las moras en la mejilla: es el carmín de la aventura.
lunes, septiembre 03, 2007
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