jueves, septiembre 13, 2007

Daniel Martin, Madeleine

viernes 14 de septiembre de 2007
Madeleine Daniel Martín

Ahora que unos cuantos “notas” reabren el debate sobre la “no autoría” de Shakespeare, quizás convenga recordar la fijación del escritor inglés, del bardo universal —o de lo que quieran que fuese, aunque, a mi entender, fue él y nadie más quien nos “inventó”, como dice Harold Bloom—, por comparar la vida con un teatro donde cada uno tiene que representar su papel. En pleno siglo XXI, el cine, la televisión e internet han convertido el mundo en un escenario donde todo parece una constante representación.
Ningún caso más paradigmático que el de la niña Madeleine que desapareció el pasado ¡3 de mayo! y que aún ocupa muchas páginas y minutos en periódicos e informativos televisivos y radiofónicos. El pasado domingo, el Telediario de la Primera abrió con esta noticia y estuvo casi 5 minutos hablando del tema. A continuación, habló de los disturbios acontecidos en San Sebastián cuando la ertzaintza impidió la celebración de una manifestación de la izquierda abertzale. El “caso Madeleine” era —es— más importante que el conflicto vasco porque éste último levanta ampollas, y en nuestro teatro lo importante es que el espectáculo continúe sin que el espectador se preocupe demasiado.
El caso de esta niña inglesa desaparecida en Portugal cumple todos los requisitos necesarios para ocupar los medios durante meses: los padres, víctimas o sospechosos, siempre protagonistas, son extranjeros, no se sabe si buenos o malos, y el caso está en manos de la policía y la justicia portuguesas. En ningún caso saldrán maltrechas las instituciones españolas y los afectados son anglosajones, como en cualquier película de Hollywood.
Por eso la gran mayoría de nuestros principales medios de comunicación tienen enviados espaciales en Portugal e Inglaterra para decirnos, día a día, que nada ha cambiado o, todo lo más, dar rumores sobre posibles implicaciones de la madre, rastros de sangre en maleteros o contrataciones dudosas de abogados. La niña desapareció en mayo. Desde entonces, en los medios de comunicación no se ha hecho otra cosa que hablar de conjeturas y un proceso de investigación lento y anodino, como lo son siempre en la realidad. Esto no es una película, y los giros de guión tardan “una vida” en producirse. Es el problema de mezclar el “show business” con la información.
Pero, por lo menos, se mantiene al pueblo ocupado con un caso que llega al corazón y deja libre de sospechas o responsabilidades al propio sistema. Durante estos meses en los que se nos ha machacado hasta la extenuación con el “caso Madeleine”, en España ha pasado a un segundo plano la crisis crónica de calidad que afecta a nuestros políticos, fantoches sin ideas, principios ni aptitudes, todo aquello que tiene que ver con la mafiosa ETA y lo grotesco de sus reivindicaciones, la amenazante crisis económica que cada día parece más próxima y, sobre todo, el estado de la política internacional, con la creciente amenaza del fanatismo islámico y la vuelta de Rusia a tiempos más fríos como puntos más inquietantes.
La desaparición de Madeleine conmueve los corazones. Como cualquier caso que afecta a un niño. Pero su prolongación en el tiempo, el rostro atractivo de la madre y las múltiples dudas, reales o no, que rodean al caso convierten la noticia en idónea para los tiempos que vivimos. No compromete a los medios de comunicación, apenas tiene que ver con los problemas reales que afectan a la sociedad y mantiene entretenido a ese pueblo que, ante la zanahoria, prefiere no preocuparse por las cosas realmente preocupantes.
En 1951 Billy Wilder convirtió, en El gran Carnaval, a Kirk Douglas en un periodista sin escrúpulos capaz de todo por alargar el caso de un hombre atrapado en una mina. 56 años después, sucesos semejantes acaparan la información diaria. Ahora toca preocuparse por una pobre niña que desapareció y, probablemente, esté muerta desde hace meses. Trágica alegoría que muestra el mundo en el que vivimos, un teatro gigantesco del que todos formamos parte pero donde sólo cobra realidad lo que aparece en el escenario. No es de extrañar que actores con criterio, principios y sentido común, como Fernando Suárez o, ahora, Jon Josu Imaz, prefieran mantenerse lejos de las candilejas. Sólo en el pequeño reducto de nuestra individualidad queda algo de autenticidad.
dmago2003@yahoo.es

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