jueves, julio 26, 2007

Manuel Rodrigez Rivero, Viejos y muevos tios Gilito

viernes 27 de julio de 2007
Viejos y nuevos tíos Gilito

MANUEL RODRÍGUEZ RIVERO
DESDE que sabemos que el monstruo del lago Ness -como el Dios de Zaratustra- ha muerto, y teniendo en cuenta que no tenemos (por ahora) ningún Caudillo de España que capture atunes de 200 kilos (como hacía aquel gallego y celebraba unánime la prensa), los dos ingredientes imprescindibles de las modernas páginas veraniegas han pasado a ser el sexo y el dinero, por ese orden. Fíjense, por ejemplo, en la calenturienta sección «40º» de este diario correspondiente al pasado miércoles: estoy seguro de que las fotos de doña Jennifer López y de la espatarrada actriz Marie Baeumer que en ella se publicaron (y que elevaron la temperatura del papel hasta los 451 grados Fahrenheit) adornan desde entonces diversos talleres de reparación de automóviles y cabinas de camiones de largo recorrido, dos de los ámbitos en los que, tradicionalmente, más se aprecian esa clase de iconos.
En cuando al dinero, qué quieren que les diga. En mi caso, y según decía Marx (Groucho, faltaría más), lo único que he hecho en la vida es proseguir con obstinación mi camino desde la nada a la más absoluta miseria. Mi principal intento de salirme de él fue cuando lo de la burbuja informática: cegado por una culposa ambición de matriz mariocondiana, compré «terras» (en lugar de tierra urbanizable) y acabé comiéndomelas sin patatas (bueno, lo hizo Telefónica por mí). Pero ese no es el caso de muchos españolitos. Leo en ABC que este país nuestro cuenta con 157.800 ricos que poseen más de un millón de dólares (activos financieros aparte), lo que no está nada mal, a pesar de la actual chuchurriez de la divisa imperial. Y entre estos compatriotas existen bastantes «capitanes de la industria» y las finanzas. Uno, por ejemplo, acaba de adquirir el 5 por ciento del BBVA por la fruslería de 3.200 millones de euros, y eso que empezó de carpintero. Y otro, que inició su carrera vendiendo batas de boatiné por los minifundios del noroeste, ahí lo tienen ahora, en el octavo lugar entre las grandes fortunas del mundo: todo un periplo desde Busdongo de Arbas (León) hasta el paraíso de papel de Forbes.
Por cierto que la célebre revista me informa de que ya hay, distribuidos a lo largo de nuestro sufrido planeta, 946 «billonarios», es decir, personas que cuentan con fortunas superiores a los 1.000 millones de dólares. Y que cada año hay más y son más ricos. Y, tranquilos, no es que me vaya a poner en plan Abimael Guzmán (el de «Sendero Luminoso»), ni a herir las exquisitas sensibilidades de mis (improbables) lectores, pero ayer, mientras almorzaba (esas cosas siempre las da la tele a la hora de comer) se me volvieron a atragantar los gnocchi mientras contemplaba a un bebé de Darfour intentando succionar algo de una teta vacía. Qué mundo, coño.
Los ricos de hoy siguen siendo seres diferentes a nosotros, como le explicaba Hemingway a Scott Fitzgerald, cuyo personaje Jay Gatsby, por cierto, figura en octavo lugar en la lista de las más acaudaladas criaturas de ficción, que también elabora Forbes. El cuarto en esa nómina -el primero es Santa Claus- es el entrañable tío Gilito, que nació el mismo año que yo y fue creado (por el magnífico Carl Barks) según el molde de Ebenezer Scrooge, el supertacaño de Canción de Navidad, de Dickens. Claro que el verdadero modelo en el que se inspiró el dibujante fue el magnate Andrew Carnegie (1835-1919), un tiburón de los años gloriosos del capitalismo supersalvaje y desregulado. De tío Gilito recuerdo su sótano repleto de monedas de oro y billetes verdes sobre los que el viejo se lanzaba como un saltador desde el trampolín. Paul Getty solía decir que si uno podía contar el dinero que tenía es que no era verdaderamente rico. Eso es lo que les pasa a los auténticos tíos Gilito. A los de antes y a los de ahora.

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