jueves, julio 26, 2007

Jose Melendez, La Reina de Inglaterra y Diana

viernes 27 de julio de 2007
La Reina de Inglaterra y Diana
José Meléndez
E N una cena agradabilísima y entrañable de antiguos colegas de andanzas periodísticas en Londres, celebrada hace pocos días, Paco Basterra, un gran periodista y un gran amigo, me regaló un DVD del impresionante filme de Stephen Frears “The Queen” (La Reina), en el que se relatan con mano maestra los siete días que, tras la trágica muerte de la Princesa Diana, estuvieron a punto de terminar con muchos siglos de cariño y respeto hacia la institución monárquica inglesa. El dolor del pueblo es la palanca más potente para las revoluciones del alma y a Diana la quería la gente hasta el punto de venerar sus virtudes y perdonar sus defectos. El volver a ver la película y la proximidad del décimo aniversario de la muerte de la princesa, que se cumplirá el mes próximo, me han llevado a escribir sobre el drama que impresionó al mundo y que perdurará en muchas memorias en las que han dejado huella la tristeza y la polémica. La belleza frágil y sencilla de Diana Spencer cautivó a todos, con su sonrisa que parecía un soplo de viento fresco o un bello rictus que escondía el presentimiento de tristes destinos. Aristócrata, pero sin vínculos de realeza, era una muchachita nacida entre las gentes que se emocionaron con el maravilloso romance entre la plebeya y el príncipe y los fastos de su boda marcaron una de las solemnidades a las que tanta importancia dan los británicos. Pero Diana fue como una delicada rosa plantada en medio de recios y protocolarios robles milenarios. En su matrimonio, que ella misma calificó en una entrevista televisada concedida poco antes de su muerte como un “matrimonio a tres”, no tuvo el apoyo amoroso de su marido para defenderla del alud de añejos principios que se le vino encima y, además, la sombra de Camila Parker-Bowles se interpuso siempre entre ella y su marido. Se dedicó a sus hijos, con un instinto maternal que le ha reconocido todo el mundo y a los que necesitan ayuda en cualquier rincón del planeta. Así nació su aureola de hada madrina y así, tratando de repartir felicidad, buscó desesperadamente la que se le había negado a ella misma. Una conducta que no podía menos que contrariar en la Familia Real a la que había pertenecido. La decapitación del Rey Carlos I, ordenada por el Parlamento de Oliver Cromwell, terminó con la monarquía absolutista inglesa y abrió paso a seis siglos de monarquía parlamentaria en la que los reyes representan un papel puramente institucional y son fieles guardianes de las tradiciones cortesanas. Hay que entender esto para explicar la actitud de la Familia Real ante la trágica muerte de Diana Spencer. Es curioso que en la dilatada historia real del Reino Unido los tres monarcas que mas se han distinguido hayan sido mujeres, Isabel I, la “reina virgen”, que rechazó casarse con el Rey de España, Felipe II –que había desposado previamente a María Tudor, Reina de Escocia-, y que terminó con las luchas intestinas consolidando el protestantismo en el Reino; la Reina Victoria, que ostentó el reinado mas largo de la historia inglesa con sus 64 años en el trono, durante los cuales el Reino Unido llegó a ser la primera potencia mundial y tuvo lugar la Revolución Industrial y la actual Isabel II, que accedió al trono a la muerte de su padre, el Rey Jorge VI cuando acababa de salir de la adolescencia y lleva 54 años dedicada en cuerpo y alma al difícil equilibro de mantener las tradiciones y acercar el trono a sus súbditos. Es la Reina que ha viajado mas por todo el mundo, la que ha estrechado las manos mas veces en los cinco continentes y la que mejor ha sabido hablar con afecto a quienes la saludan sin perder su porte regio. Yo he hablado varias veces con ella. La primera fue en los Juegos Olímpicos de Montreal, a los que acudió para inaugurarlos oficialmente, en una recepción a bordo del yate real “Britannia”. Recuerdo que cuando la dama de servicio me instruyó en el protocolo, pensé que era demasiado pomposo. No se podía estrechar su mano –y menos besarla- si ella no la extendía antes, ni se la podía hablar antes de que ella lo hiciera y había que llamarla siempre Señora y hacer una reverencia al principio y al final. Pero cuando llegó a mí, con un esbozo de sonrisa y unas cuantas afectuosas preguntas, se me disiparon todas las dudas. Después, la saludé nuevamente en un “garden party”, fiesta que organiza todos los años a principios de verano con motivo de su cumpleaños en los jardines del Palacio de Buckingham y en el Palacio del Pardo de Madrid con ocasión de la visita de Estado que realizó a España. Su largo reinado ha estado lleno de vicisitudes políticas, en las que ella nunca ha entrado, y familiares, que ha llevado siempre con un absoluto estoicismo. Los británicos tienen un alto concepto de la privacidad, que consideran uno de sus mejores derechos. Y ese concepto se magnifica en la Familia Real, presta siempre al consuelo de los problemas ajenos, pero hermética en guardar los suyos. En su magnífico libro “La aventura de viajar”, Javier Reverte afirma que las soberanas tienen un gran entrenamiento en el luto y la lágrima, pero a Isabel II no la ha visto llorar nadie ni quejarse de sus cuitas ni condenar actitudes. En un año especialmente duro para ella, todo lo más que hizo fue calificarlo de “annus horribilus”. Soportó en silencio las supuestas infidelidades de su esposo, sin que nadie pudiera presenciar nunca una discusión entre ellos. Cuentan que el duque de Edimburgo tenía un secretario que le arreglaba sus circunstanciales devaneos y una vez, de vuelta de un viaje a Australia, el duque no lo vio recibirlo al pié del avión. Discretamente no preguntó por él y del secretario nunca mas se supo. Después hubo de soportar la conducta licenciosa de su hermana la princesa Margarita y las repetidas crisis matrimoniales y divorcios de sus hijos con los escándalos consiguientes. Cuando ocurrió la tragedia del parisino túnel del Puente del Alma (el drama ha disipado para siempre la lírica del nombre) la Familia Real buscó el refugio de Balmoral, en las altas tierras de Escocia, cumpliendo así lo que creían dos deberes ineludibles: preservar su intimidad y proteger a los dos niños que habían quedado inesperadamente huérfanos de madre. Pero el clamor popular crecía como una amenazante marea. Las altas verjas del Palacio de Buckingham estaban casi tapadas por las ingentes montañas de flores que el pueblo depositaba fervorosamente con dedicatorias alusivas y cada vez mas condenatorias de la actitud de la reina y su familia y los diarios, sin distinción de tendencias condenaban cada vez mas duramente el silencio real. La película de Frears cuenta magistralmente la lucha interna que sostuvo esos días la Familia Real. El príncipe Felipe y la reina madre Isabel eran decididos partidarios de considerar la tragedia como un suceso familiar y seguir la secular tradición real. La reina también, al principio, pero su lado humano iba aflorando entre la red de férreas tradiciones que pesaban como losas sobre sus débiles hombros en esos interminables siete días. Y entonces surgió la visión de estadista de Tony Blair. Tony Blair, que llevaba apenas dos meses al frente del gobierno y, por lo tanto, no había tenido tiempo de establecer ningún tipo de relación institucional con la reina, vio el peligro que se cernía sobre la Monarquía y empleó todos sus esfuerzos en convencerla que debía volver al Palacio de Buckingham, hacer una declaración institucional en televisión y asistir al solemne funeral en la Abadía de Westminster. El empeño era difícil, pero lo consiguió, porque supo hacer ver a la reina la extraordinaria dimensión no solamente humana, sino social y política del delicado momento. Un primer ministro laborista había salvado a la Monarquía inglesa. Ese fue el primer logro de uno de los mejores políticos que ha dado el Reino Unido, al que siguieron mas, como su Tercera Vía que cambió el concepto del socialismo no solo en Gran Bretaña, sino en las democracias europeas y que, curiosamente, comenzó su etapa de gobernante con la muerte de Diana Spencer y la ha terminado por voluntad propia cuando van a cumplirse diez años de su desaparición.

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