domingo, julio 01, 2007

Carlos Luis Rodriguez, Don de lenguas

lunes 2 de julio de 2007
CARLOS LUIS RODRÍGUEZ
a bordo
Don de lenguas
Con buen criterio, los padres del Estatuto de Autonomía de Galicia establecieron una mayoría cualificada para su reforma. Bien hecho. Querían defender así la estabilidad contra el capricho. El Estatuto tenía que representar la continuidad del país, la permanencia de sus reglas básicas, la existencia de un campo de juego común a todos, donde todos se sintieran a gusto, aunque unas veces ganaran y otras perdiesen.
Con buen criterio también, los tres grupos del Parlamento se acaban de comprometer a no enturbiar la política antiincendios con refriegas de partido. Bravo. Se dan cuenta de que el fuego y los incendiarios son enemigos comunes a los que no hay que prestar ninguna facilidad. Si la promesa no se olvida, los pirómanos tendrán enfrente, además de las brigadas que actúan sobre el terreno, a otra de tipo político.
La reforma del Estatuto fracasó y, a pesar de la amargura que produjo el desacuerdo, pocos dudan de que fue mejor dejarla reposar que impulsar a toda costa un nuevo texto. Imaginemos que no existiera aquella obligación estatutaria de la mayoría musculada, y que se hiciera una reforma a la brava. Tendríamos hoy una norma bajo la desconfianza de una parte notable de la sociedad. ¿Acaso no sería un error?
Sí, un error de la misma magnitud que contar con un decreto sobre el gallego en la enseñanza con un consenso cojo, que dé al traste con la convivencia idiomática lograda estos años, que unos achacarán a una normalización demasiado timorata, y otros a las excesivas concesiones a los impulsores de la galleguización escolar.
Lo mismo sucedió en sus tiempos con Estatuto vigente. Caballo de Troya del separatismo, de acuerdo con la visión más nostálgica de la España compacta; estratagema del centralismo, según los que en aquel entonces estaban abonados a la autodeterminación. Gracias a una dosis de ambigüedad, el Estatuto se fue asentando, igual que ocurre con la normalización.
Lo peor de la ruptura del acuerdo lingüístico es que pueda dar alas a esas dos posturas que permanecieron en baja actividad en la anterior fase normalizadora. El otro día, una recién creada asociación de padres y docentes entregaba más de veinte mil firmas contra el decreto. Guste o no su reclamación, su legitimidad social es al menos similar a la de los que como Mesa u Observatorio procuran presionar a la Administración para que aquí se copie, ya sin paños calientes, el modelo de inmersión.
Decíamos, al hablar del entendimiento sobre la lucha contra los incendios, que los tres grupos habían logrado identificar a un enemigo común, que es el pirómano. En lo relacionado con la lengua, hay también un enemigo compartido, al que debieran temer por igual socialistas, populares y nacionalistas: el gallego como arma, como símbolo, como prueba para distinguir a simple vista al ciudadano patriota del traidor.
La gran ventaja que tiene Galicia sobre otros países con dos progenitores idiomáticos es la ausencia de barreras que delimiten fincas lingüísticas. El gallego es, como se dice ahora, transversal, incluso políticamente. Un ejemplo: seguramente el Partido Popular es el que más gallego-parlantes tiene en su electorado, sin ser nacionalista; la lengua no determina el voto.
Eso es una ventaja, al menos para los que ven el gallego como un factor de unidad. ¿Por qué no aplicar, entonces, a su legislación los mismos requisitos que tiene la reforma estatutaria, o el compromiso de no beligerancia sobre los incendios?

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