sábado, enero 06, 2007

Miguel Martinez, Hola, soy Sadam, ¿que haces para nochevieja?

sabado 6 de enero de 2007
Hola, soy Saddam. ¿Qué haces para nochevieja?
Miguel Martínez
U N servidor, imagino que igual que muchos de ustedes, recibió el pasado 31 de diciembre una bomba de humor negro y mal gusto, vía SMS, que rezaba: “Hola, soy Saddam. ¿Qué haces para nochevieja? Es que a mí me han dejado colgado”. Aunque de indudable ingenio a la hora de conseguir el juego de palabras, lo macabro del texto hace que exista división de opiniones entre los que lo hemos recibido. Hecha una encuesta doméstica entre mi gente, el resultado ha sido dispar. Mientras algunos lo aplaudían por su agudeza, otros lo denostaban por su crudeza y crueldad. Exactamente igual ocurría en Irak a causa de la propia ejecución en sí. Muchas de sus víctimas celebraron con alborozo el linchamiento mientras que otros, los afines al dictador, clamaron al cielo en pos de venganza y, lo que es peor –o, al menos, lo que más nos puede afectar-, colocando a Occidente como tramoyista principal tras los bastidores de la representación. Por lo pronto Yzat Ibrahim, el que fuera número dos de Saddam, prófugo en la actualidad y por cuya captura los EE.UU. ofrecen diez millones de dólares, ha emitido ya un comunicado pidiendo la unión de los diferentes grupos yihadistas: "Llamo a los valientes líderes de la yihad a crear un frente común de resistencia para destruir al enemigo y liberar nuestra patria". O sea, que ya se están dando la excusa para otro atentado en Occidente, aunque, si esto ocurriese –Dios no lo quiera- tendría también por supuesto conexiones bóricas y sería culpa –faltaría más- de Zapatero. No se olvidaba mi querido vecino de publicación Juan Urrutia -permíteme que te plagie, amigo Juan- en su artículo de la semana anterior, “La muerte de Saddam”, de ninguno de los argumentos que los demócratas esgrimimos contra la pena de muerte. Apuntaba que el ajusticiamiento, por mucho que la palabra lo sugiera, tiene poco de justicia y mucho de venganza, que legitima el ojo por ojo -sejenta y juatro, en la Matemática de la Física Juántica-, que la violencia no propicia más que espirales de violencia, y que pobres y peligrosos valores se proporcionan a las generaciones venideras cuando se ejecuta a una persona, por asesina que ésta sea; argumentos todos que cualquiera con sentido común y dos dedos de frente, esté o no contra la pena de muerte, ha de dar como válidos por evidentes. Y aunque un servidor se declara incondicionalmente contrario a la pena de muerte, reconocerán conmigo que, cuando se dan casos como éste, en el que se juzgan déspotas o dictadores que han perpetrado crímenes contra la humanidad o brutales asesinos o terroristas con las manos manchadas de sangre hermana, se tiene una sensación contradictoria. Y si por una parte los principios de uno le impiden desear su muerte, en el supuesto de que ésta se produzca el suceso no le hace derramar, sin embargo, lágrima alguna. Me llega a fastidiar más, en el caso de Saddam -por poner un ejemplo- los 51’09 euros que me acaba de cobrar esta misma mañana el técnico de Fagor por cambiar al lavavajillas una piececita que no debe costar más de diez céntimos y en cuya tarea no ha invertido más de cinco minutos –así de cruel y sincero que es uno-. En cualquier caso, haciendo un sencillo ejercicio de empatía, se pone uno en el pellejo del condenado y se figura que lo debió pasar mal, claro que haciendo lo propio con las víctimas comprende también su sed y ansia de venganza. Es aquí, mis queridos reincidentes, para casos como éste, para cuando quien les escribe tiene previstos y organizados una serie de argumentos y de pretextos, también crueles si ustedes quieren, que sacian por igual su animadversión hacia este tipo de reos mitigando su sed de desagravio, al tiempo que permiten la conclusión de que, en ocasiones, otras condenas pueden proporcionar más satisfacción a las víctimas y jorobar más al condenado que el propio hecho de quitarle de en medio. Mientras que un ejecutado puede llegar a ser considerado un mártir por sus acólitos, un condenado a perpetuidad, con su uniforme a rayas de preso, su cadena y su bola colgando del tobillo, crea una imagen muy poco dada a la épica. ¿Qué puede ser más indigno para quien ha actuado al margen de la ley y por encima del bien y del mal, decidiendo sobre la vida y la muerte de otros, que verse sometido a la disciplina penitenciaria, obligado a obedecer las órdenes y mandatos incluso del último de los funcionarios? ¿Qué puede resultar más gratificante para las víctimas que saber que su causante, que antes viviera a cuerpo de rey, se encuentra ahora purgando a perpetuidad sus delitos y pecados en la cárcel, alimentándose de un modesto rancho, y compartiendo ducha con otros criminales de dudosas inclinaciones sexuales? Así que, ya ven ustedes, no nos sobran argumentos en contra de la pena de muerte. Pueden ustedes elegir entre los más nobles y bondadosos expresados por el amigo Urrutia en su magnífico artículo, o estos otros, mucho menos ortodoxos y cristianos -por aquello de que no se pone exactamente la otra mejilla ni se perdona propiamente a nuestros deudores- que un servidor les apunta. De lo que se trata en definitiva es de que nadie mate a nadie. Que los malos no maten nunca es un deseo. Que no maten los buenos debiera ser, en cualquier caso, una obligación moral, legal y -por supuesto- cristiana. Que el quinto mandamiento no tiene excepción alguna.

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