martes, enero 16, 2007

Miguel Angel Moratinos, La Europa que queremos

martes 16 de enero de 2007
La Europa que queremos
POR MIGUEL ÁNGEL MORATINOS Y JEAN ASSELBORN
¡YA somos 27! ¡Del condado de Kerry a los Cárpatos Orientales, de Laponia a las Islas Canarias! Casi quinientos millones de habitantes viviendo en unas condiciones de paz y progreso social y económico que probablemente no han tenido parangón en la Historia.
Y sin embargo llevamos más de una década, desde el célebre Tratado de Maastricht, preguntándonos qué Europa queremos. Al parecer no es una pregunta de fácil respuesta. Durante mucho tiempo, demasiado, hemos tratado de responderla sin tener bien presente cuál es el sujeto que la formula: no se trata de determinar qué Europa queremos nosotros, los políticos y altos funcionarios que trabajamos en el día a día de las instituciones de la Unión Europea, sino de descubrir qué Europa queremos «nosotros», los ciudadanos.
Una vez que los responsables políticos europeos constataron, hace ya un lustro, que la Unión Europea carecía de futuro si no contaba con un claro apoyo y compromiso popular, acordaron lanzar el ejercicio de reflexión y debate que llevó a la redacción y adopción del Tratado por el que se establece una Constitución para Europa, que todos los Gobiernos de los actuales Estados miembros de la Unión firmaron el 29 de octubre de 2004 en Roma.
El texto de este Tratado constitucional no es perfecto, sin duda. Tampoco la democracia que disfrutamos como sistema de gobierno lo es, pero es el mejor de los sistemas que conocemos. La política es el arte de lo posible aderezado con la sana ambición de intentar mañana lo que hoy parece imposible.
El Tratado constitucional trata de aportar soluciones o cuando menos de indicar vías de progreso para que la Unión y sus Estados miembros puedan hacer frente a los grandes desafíos que nos plantea la nueva realidad social y económica, dentro y fuera de nuestras fronteras. El objetivo es responder con eficacia a las expectativas de los ciudadanos en cuestiones tales como el cuidado del medio ambiente, la política energética, la inmigración, la cooperación al desarrollo, la seguridad tanto interna como externa, etcétera.
Un terreno en particular en el que el Tratado constitucional supone claramente un avance es el relativo a la acción exterior de la Unión. No en vano, cuando se iniciaron los trabajos que llevarían a la adopción de este nuevo texto, se constató de inmediato que había dos áreas en especial en las que los ciudadanos europeos esperaban mucho de la Unión. Una era la relativa a la construcción de un auténtico Espacio de Libertad, Seguridad y Justicia. La otra, la política exterior.
El nuevo texto empieza por establecer unos objetivos ambiciosos, reflejo de ese deseo de los hombres y mujeres de Europa de poderse sentir legítimamente orgullosos de una Unión que sea actor y no mero sujeto de las relaciones internacionales, pero sobre todo de una Unión que haga gala en todo momento de la defensa y promoción de sus valores. Valores que proclama alto y claro el Tratado constitucional cuando establece, nada más iniciarse, que la Unión se fundamenta en el respeto de la dignidad humana, la libertad, la democracia, la igualdad y el Estado de Derecho y, sobre todo, en el respeto de los Derechos Humanos.
Inmediatamente a continuación, el Tratado constitucional recalca que, en sus relaciones con el resto del mundo, la Unión «promoverá sus valores» y que para ello contribuirá a la paz y a la seguridad, al desarrollo sostenible del planeta, a la solidaridad y al respeto mutuo entre los pueblos, al comercio libre y justo, a la erradicación de la pobreza y a la protección de los Derechos Humanos, así como al estricto respeto y al desarrollo del Derecho Internacional.
Todos estos preceptos no pasarían, sin embargo, de ser un listado de buenas intenciones si la Unión no se dotara de los medios necesarios para actuar con eficacia. De ahí que el Tratado constitucional disponga, por ejemplo, de dar una mayor permanencia en el tiempo a la figura del presidente del Consejo Europeo o la creación del ministro de Asuntos Exteriores de la Unión, el cual contará además con el apoyo de un Servicio Europeo de Acción Exterior; de ahí también que se haga especial hincapié en garantizar la coherencia entre los distintos instrumentos de la política exterior, que se mejoren y agilicen los procesos de toma de decisiones y de financiación o que se prevean mecanismos, sobre la base de una participación voluntaria, para fortalecer nuestra política de seguridad y defensa.
Todas estas innovaciones permitirán que en el futuro la Unión pueda hacer frente en mejores condiciones a crisis humanitarias como la que siguió al tsunami que azotó el sureste asiático en diciembre de 2004 o a los enfrentamientos bélicos en el Líbano en la pasada primavera. Las citadas disposiciones nos dotarán de mejores medios para participar en misiones como el apoyo a las recientes elecciones en la República Democrática del Congo o el mantenimiento de la paz y la estabilidad en Kosovo. O posibilitarán una acción europea aún más eficaz y decidida en relación con el conflicto de Oriente Medio.
Necesitamos una Unión que pueda hacer oír su voz con firmeza, aunque sin arrogancia, en debates internacionales de tan transcendental importancia como los relativos al cambio climático, la no proliferación de armas de destrucción masiva o el establecimiento de un sistema de comercio internacional que combine el progreso económico con la justicia social. Europa no puede permitirse el lujo de estar ausente. Y «nosotros», ciudadanos, no debemos consentírselo.
El Tratado constitucional permitirá, en este sentido, que la acción exterior de la Unión pueda estar al nivel de los anhelos de sus ciudadanos. Cierto es que su mera entrada en vigor no será suficiente para mejorar radicalmente el balance, todavía modesto, de la política exterior y de seguridad común que los Estados miembros desarrollamos conjuntamente en el marco de la Unión, ya que para ello es preciso además una clara voluntad política de los respectivos Gobiernos, pero el Tratado constitucional sí es una condición necesaria para alcanzar este objetivo.
Estas reflexiones que se acaban de exponer y otras similares son las que han llevado a los Gobiernos de España y Luxemburgo a convocar una próxima reunión informal, el 26 de enero en Madrid, de los Estados miembros que ya hemos ratificado el Tratado constitucional, dieciocho por el momento, con el fin de debatir qué podemos hacer para que los innegables progresos que este texto representa puedan ser preservados.
Afianzar el proyecto de integración europeo, en un mundo crecientemente cambiante y complejo, será, lo es ya, el reto para nuestro continente en estos primeros años del siglo XXI. Las generaciones venideras nos juzgarán por los esfuerzos que dediquemos a esta empresa. Para emprender esta singladura será preciso, por un lado, recuperar el espíritu de los padres fundadores, como Schuman y Monnet, y, por otro, contar con los medios necesarios y el Tratado constitucional es aquí, sin duda, el mejor instrumento a nuestra disposición: de no existir, deberíamos reinventar otro similar.
Ministros de Asuntos Exteriores de España y Luxemburgo

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