martes, enero 23, 2007

Manuel Montero, ¿Dialogo? No, gracias

miercoles 24 de enero de 2007
¿Diálogo? No, gracias
MANUEL MONTERO /CATEDRÁTICO DE HISTORIA CONTEMPORÁNEA DE LA UPV-EHU

Pocas palabras se han usado y gastado más en el País Vasco de la última década que 'diálogo'. En el discurso del nacionalismo resulta omnipresente. A juzgar por la frecuencia y contundencia con que se reivindica se diría que el objetivo nacionalista no es ya incrementar el autogobierno, llegar a la independencia o la construcción nacional. Siguen siendo éstas las finalidades, pero en la plaza pública da la impresión de que la solución final reside en el diálogo, que se presenta como una estación término. ETA cometió la barbaridad de Barajas para 'dialogar'. La inmediata reacción del tripartito fue llamar a manifestarse 'por la paz y el diálogo'. Querría decir algo diferente a los bárbaros, pero la aparente tropelía no cuajó. Para rematar la faena el lehendakari, en funciones de espontáneo, nos dijo a los que por allí andábamos, si la crónica es correcta, que «habéis venido para exigir a ETA el fin de la violencia para abrir una nueva oportunidad, (y) a trasladar la necesidad de diálogo». Como muchos no fuimos a trasladar a nadie 'la necesidad de diálogo', sino a decir no a ETA y al terrorismo (pese a los circunloquios, es lo que movió a la gente), algo anda mal. La palabra 'diálogo' suena amable. Por eso inunda los discursos nacionalistas. Evoca el colmo de la democracia y la escena dicharachera de gente hablando risueña un buen rato mientras arregla el mundo y mejora las cosas en alegre camaradería. Es lo que, lúcido, transmite el diccionario: «Diálogo: Plática entre dos o más personas, que alternativamente manifiestan sus ideas o afectos» o «discusión o trato en busca de avenencia». Descontado que aquí no se trata de intercambiar afectos y que ideas no nos sobran y las que hay las sabemos de sobra, nos quedan la plática, la discusión y la búsqueda de avenencias. Y por eso hablar del sempiterno diálogo queda bien, pues insinúa hermosos propósitos, ser un buen tipo y no tener intención de romper nunca un plato. Así, todo el mundo coincide, cuando a los encuestados del euskogobierno les inquieren más o menos: 'Usted qué prefiere, ¿acabar con el terrorismo dialogando o a golpes?'. A esta pregunta tramposa el encuestado, pillado distraído, suele responder que, cómo no, a diálogo limpio y nada más. A todos nos gusta ser buenos. Y así salen las cuentas y las encuestas y los grandes apoyos virtuales a las propuestas bienhechoras.Sin embargo, este diálogo del que nos habla el nacionalismo constituye una impostura. Es falso que busque como objetivo inmediato arreglar el problema del terrorismo. Es falso que sea una forma de profundizar en la democracia y la convivencia. Es falso que constituya un procedimiento amable de afrontar los problemas políticos.Entiéndase: no se niegan aquí las virtudes políticas del diálogo, hablando se entiende la gente. Es más, el constante diálogo político, social, cultural entre distintas ideologías, grupos, intereses, sensibilidades, etcétera, resulta consustancial a la democracia. Ésta pone las reglas de juego para su desarrollo. La democracia posee incluso instituciones como el parlamento creadas específicamente para dialogar, y el intercambio de ideas le es lo propio, en las contiendas electorales, en las instancias públicas a diario, en los medios de comunicación... Basta ojear cualquier día el periódico para comprobar hasta qué punto el diálogo -político, económico, social, sindical, institucional - y su práctica resultan inherentes a la democracia.Sucede que cuando las ingenierías del nacionalismo hablan de las virtudes de dialogar están refiriéndose a otra cosa. No al diálogo consustancial a la democracia, basado en unas reglas del juego articuladas, previamente aprobadas y conocidas, y en el respaldo social que tengan las ideas de cada cual, sino a otra cosa diferente al normal diálogo democrático, el que se sujeta a las reglas. Quizás con ese diálogo excepcional del que hablan se quiere sustituir esta democracia por otra, y hacerlo por la puerta de atrás, sin llamar a las cosas por su nombre. En todo caso, resulta falso que sustituir el diálogo normal por una suerte de diálogo misterioso sea profundizar en la democracia.Tampoco es cierto que constituya una forma amable de afrontar los problemas colectivos. Será más cordial que pegarse tiros, pero en los términos que se plantea ('dialogar' versus funcionamiento normal de la política) quiere decir: que se propone como ruptura de este régimen democrático; que súbitamente, y sin enterarnos, dejan de respetarse las reglas del juego y bases jurídicas del sistema; que serán sustituidas por otras; que el proceso no se ajustará a los cauces democráticos actuales. No sé si conviene una ruptura -entiendo que no, y tengo la impresión de que una quiebra de este tipo provocaría pavor en la ciudadanía-, pero eso nos propone el 'inocente' diálogo que se nos plantea. Y vamos con la primera afirmación, que es crucial, la de que es falso que el llamado nacionalismo moderado recurra al 'diálogo' para arreglar el problema del terrorismo. No es así: quizás los tripartitos piensen que con el diálogo que sueñan se terminaría el terrorismo, pero esto no es su objetivo inmediato. Lo que sostiene el nacionalismo es que el diálogo constituye un instrumento para cambiar en un sentido nacionalista nuestro estatus jurídico y político, incrementar el autogobierno y aproximarnos a la autodeterminación. En esto el nacionalismo moderado resulta claro. El diálogo y la negociación son, en su concepto, formas de lucha, los medios para conseguir avances en la construcción nacional. Desde los tiempos de Lizarra se une a las invocaciones al diálogo la idea de que le seguirá un referéndum, que mostraría la capacidad de decisión de los vascos, o algo así. Y el 'diálogo y la negociación' son el mecanismo que una y otra vez se propone para sacar del pozo el plan Ibarretxe, pues su fracaso no desanima a sus mentores y erre que erre lo ondean una y otra vez. Este diálogo resulta un arma de guerra y lo más opuesto a una amigable charla en la que se intercambien ideas y propuestas.Conviene señalar que en este concepto 'diálogo' no consiste en hablar, sino en una 'conversación resolutiva' tras la que se tomarían 'ipso facto' medidas rupturistas. Si no se llegase a éstas dirían los nacionalistas que no había habido diálogo, pues éste consistía en darles la razón. Por eso deben romperse las reglas del juego, los votos, el Parlamento Cuando el nacionalismo moderado nos habla de diálogo lo que busca es desarrollar sus ideas, sin más alternativas discursivas. Y entiende que si esto se produjera, es decir, si hubiera 'diálogo' y por tanto se desarrollara el programa nacionalista, ETA desaparecería, con sólo una 'negociación técnica'. Por eso, el fin del terrorismo no constituye en sí mismo el objetivo del diálogo. Su propósito es desarrollar el programa nacionalista y los nacionalistas suponen que, de rechazo, se liquidaría el terror. Subyacen aquí dos axiomas del nacionalismo moderado que nunca se han demostrado y que todo indica son falsos: a) la idea de que si el País Vasco incrementase su fisonomía nacionalista (incluso contra la voluntad de los vascos, que en esto parecen no contar) ETA desaparecería -¿por qué iba a hacerlo? Si obtuviese cosas como su territorialidad, su éxito sería un acicate para seguir- y b) la idea de que ETA lucha por los objetivos de todo el nacionalismo y que sólo es la expresión radical de las urgencias nacionalistas. Al margen de que resultan obvias las distancias vitales de las bases del PNV y la batasunía, ETA asegura que además de la independencia busca el socialismo (¿se imaginan el socialismo de éstos?); no suena a lo del PNV. Tal vez los 'revolucionarios' consideran a los nacionalistas moderados unos compañeros de viaje. Tendría su gracia, pero mejor no realizar el viaje para averiguarlo.

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