jueves 4 de enero de 2007
MENSAJE DEL PAPA PARA LA NAVIDAD
Pero vino Jesús
Por José Luis Restán
En la Navidad de la epidemia laicista, que sustituye el pesebre de Belén por bosques nevados y el asombro de los pastores por discursos multiculturalistas, ha resonado una vez más la voz, recia y suave al tiempo, del apóstol Pedro.
Al escuchar a Benedicto XVI desde el balcón de la logia de la basílica del Vaticano, he recordado inmediatamente las palabras del gran poeta Charles Peguy: "Este mundo moderno no es solamente un mundo de mal cristianismo, sino un mundo incristiano [...] también eran malos los tiempos bajo los romanos, pero vino Jesús, y no perdió sus años en gemir e interpelar la maldad de la época [...] Él zanjó la cuestión de manera muy sencilla, haciendo el cristianismo: no incriminó al mundo, lo salvó".
En su mensaje de Navidad, Benedicto XVI no se contentó con hacer un elenco cansino de los males del mundo, ni se dedicó a recriminar a los hombres por su bajeza moral, ni tampoco se ciñó al guión de repetir sin más las consabidas fórmulas de la doctrina cristiana. Como hijo de su tiempo y conocedor de sus mareas, pero también como hijo del gran acontecimiento de Cristo que ha entrado en el mundo y recorre la historia, el Papa estableció un dialogo entre el corazón del mundo y el Salvador que irrumpió en la noche de Belén. Allí, en el balcón de San Pedro, estaba el intelectual brillante que podría alcanzar cualquier cota en el mundo universitario, pero también estaba el cristiano que ha atravesado las tempestades del 68 (con su anatema nietzchiano contra el cristianismo), del 89 (con su mito del fin de la historia y su apología del self-made man) y del 2001 (con su rechazo a Dios y su consagración del relativismo como garantía de la paz). Pero también estaba allí el sucesor del rudo pescador de Galilea, aquel Pedro acobardado ante los que lo interrogaban a la hora del gallo, que luego dijo sí por tres veces a la pregunta inesperada de Jesús. El mismo Pedro que pedía a sus hermanos que estuvieran siempre atentos a "dar razón de su esperanza" a todo aquel que se lo pidiera, y que por dar esa razón subió a la cruz en la colina vaticana.
Al hombre del siglo XXI, "artífice autosuficiente y seguro de su propia suerte", Pedro le ha mostrado sin amargas recriminaciones los engaños de los fáciles profetas de una falsa felicidad; le ha recordado su dolorosa debilidad, que le impide asumir responsabilidades estables ante el futuro; le ha desvelado el profundo oscurecimiento de su conciencia que le lleva a elegir de tantas maneras la muerte, creyendo que así ensalza la vida; le ha mostrado, en fin, el laberinto de su soledad y la dura esclavitud a la que tantas veces se somete como sucedáneo de una verdadera compañía. Pero sería inútil buscar un dedo acusador en la mañana límpida de esta Navidad en San Pedro, porque el Papa sabe descubrir a través de las diversas máscaras de esta humanidad placentera y desesperada, una "desgarradora petición de ayuda". La celebración de la Navidad no tiene otro sentido posible que la respuesta del Misterio a esta petición ininterrumpida, que constituye la cumbre del pensamiento y del arte, pero también la entraña cotidiana de la vida de las gentes sencillas en cualquier lugar del mundo. Porque el hombre, como ha dicho el Papa, es el mismo de siempre en su corazón: una libertad tensa entre bien y mal, entre vida y muerte, y es ahí donde siempre necesita ser salvado. Como ha escrito Ernesto Sábato, "tengo nostalgia de un salvador, pero pequeño, a medida humana".
Y vino Jesús, Salvator noster natus est in mundo: ese es el anuncio de la Iglesia a través de los siglos, y cuando este anuncio pasa a segundo plano, cuando se disimula o camufla por la razón que sea, sólo cabe esperar que su figura sea patética y que los hombres se aparten de ella. Y así en ocasiones, buscando quizás acercarla al hombre, algunos predicadores, teólogos e incluso hombres de gobierno la han apartado de su naturaleza y vocación, convirtiéndola en motivo de irrisión cuando no en cortesana de la mentalidad dominante. Pero en Belén, como enseñaba San León Magno, ha nacido también el pueblo cristiano y, aunque pueda sufrir heridas y derrotas en su cuerpo, ya nunca será desarraigado de la faz de la tierra. También los hombres y mujeres que formamos la Iglesia hemos recibido de Benedicto XVI una palabra que escuece, estimula y llena de esperanza: porque más allá de nuestros planes y de nuestra autosuficiencia pastoral, la Iglesia sólo puede testimoniar a Cristo redescubriendo el don recibido, y eso nadie lo puede dar por descontado.
Frente a la risa sardónica de los escépticos y la prepotencia de tantos sabios del momento, el Niño de Belén le quita la máscara a la humanidad doliente de este recién estrenado 2007. Y la voz de Pedro, recia y suave a la vez, le vuelve a recordar que Cristo ha venido para sanar su corazón, porque no quita nada de lo que es auténticamente humano, sino que lo lleva a su pleno cumplimiento. Ese sí es motivo para decir que, pase lo que pase, éste será sin duda un buen año.
jueves, enero 04, 2007
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