domingo, octubre 22, 2006

La maciza y el empollon

lunes 23 de octubre de 2006
La maciza y el empollón

Un canal de televisión italiano propone una variante o mutación de Gran Hermano que añade a las podredumbres propias del subgénero de la llamada `telerrealidad’ una dosis de erotismo picantón y cutrecillo que parece rescatado de aquellas películas ‘S’ de los años setenta, donde tipos barrigones, alopécicos y denodadamente ridículos babeaban detrás de señoras imponentes, a las que increíblemente terminaban llevando al huerto. El programa en cuestión se llama algo así como La maciza y el empollón y, como su nombre indica, consiste en juntar bajo un mismo techo a una patulea de misses de discoteca de pueblo, tan buenorras como descerebradas, con una panda de pitagorines de saldo, repescados quizá de algún concurso descatalogado de niños prodigio que, con el tiempo, se convirtieron en adultos caóticos y tirando a pringosetes. El intríngulis del programa, que al parecer se ha convertido en un éxito sin precedentes en Italia, no podía resultar más elemental y pedestre: se trata de ridiculizar a tan monstruosa fauna sometiéndola a pruebas que ponen en evidencia sus limitaciones: a los empollones se les obliga a exhibir sus michelines y patoserías en pruebas gimnásticas y desfiles de modelos; a las macizas se les obliga a exhibir su estulticia en pruebas de cultura general que nunca superan. Todo ello, por supuesto, aderezado con sus dosis de esparcimiento guarrindongo: así, por ejemplo, las macizas se disfrazan de porno-enfermeras y masajean a los empollones, que tumbados sobre una camilla han de mostrarse impertérritos ante las carantoñas y tocamientos de sus compañeras de piso; pierde el primero que delata, bajo la sábana que cubre su cuerpo desnudo, síntomas de erección. Expuesto así, sucintamente, el programa, tan tarugo y casposillo, provoca nuestro sonrojo. Habrá, incluso, quienes se rasguen las vestiduras, por su utilización de estereotipos machistas, por su elementalidad sicalíptica, por su grosera distribución de roles. Pecaríamos de ingenuidad, sin embargo, si pensáramos que estos subproductos son tan sólo la ocurrencia de programadores sin escrúpulos, capaces de halagar los más bajos instintos con tal de captar las audiencias más plebeyas. Quienes denuestan la plaga de programas casposos que infestan nuestras televisiones suelen concederles la condición de causa primigenia de muchas de las calamidades que afligen nuestra sociedad; y, un tanto ilusamente, piensan que su desalojo de la programación extinguiría los miasmas de una podredumbre que nos abochorna. Muerto el perro se acabaría la rabia, parecen predicar los analistas del fenómeno. Pero lo cierto es que la televisión basura no es la causa primigenia de muchos males sociales, sino su corolario natural. Detrás de la chabacanería que se enseñorea de dichos programas existe una subversión de valores (quizá enquistada ya en el subconsciente popular) que niega el esfuerzo y la laboriosidad como medios de triunfo y ascenso social (o como meras exigencias de una existencia digna) y entroniza en su lugar un desprestigio del mérito, un regodeo en los bajos instintos y en la mediocridad satisfecha de sí misma. Esos jóvenes que se avienen a participar desinhibidamente como concursantes de programas que retratan sin filtros embellecedores la tristeza de la carne y la vacuidad del espíritu ni siquiera están acuciados por la miseria o la marginación; encarnan la avanzadilla, especialmente desvergonzada si se quiere, de una sociedad que se pavonea de su vulgaridad, hija de un igualitarismo que desdeña la excelencia y brinda la gloria (o sus sucedáneos más efímeros) a quienes exhiben inescrupulosamente su ignorancia cetrina, su risueña amoralidad, su desdén chulesco hacia todo lo que huela a virtud en el sentido originario de la palabra. La televisión, a la postre, se limita a premiar lo que la sociedad previamente ha entronizado. El fenómeno de la televisión basura halla en esos jóvenes que se disputan una fama catódica carnaza para las fieras. Detrás de esas macizas y esos empollones dispuestos a convertirse en el hazmerreír o en el afrodisiaco de las audiencias, existe una sociedad que retoza risueña en el lodazal de sus propias deyecciones. Aquella rebelión de las masas que anticipara Ortega ha alcanzado, al fin, su apoteosis más sombría.

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